Para la cena se frió dos rebanadas de pan remojado en leche y huevo y se sentó a comerlas ante la mesada de la cocina, acompañada por el noticiario de la tarde en un televisor de diez pulgadas. En la mitad de la cena sonó el teléfono y Maggie corrió a atender, esperando oír la voz de Katy diciéndole que estaba bien y que pasaría la noche en un motel cerca de Butte, Montana. En cambio, oyó una voz grabada, una voz de barítono con forzada vivacidad que decía, tras una pausa mecánica:
– Hola… Tengo un mensaje importante para ti de…
Colgó el teléfono con fuerza y lo miró con revulsión, como si el mensaje hubiera sido obsceno. Se apartó con furia, sintiéndose de algún modo amenazada por el hecho de que el instrumento cuyo sonido casi siempre había sido fuente de irritación en el pasado pudiera ahora acelerarle el pulso y crearle expectativas.
La mitad restante de tostada frita se le nubló ante la vista. Sin tomarse la molestia de arrojarla a la basura, se dirigió al escritorio y se sentó en el sillón de cuero verde de Phillip, aferrándose a los apoyabrazos y reclinando la cabeza contra el respaldo acolchado, como él había tenido la costumbre de hacer.
Si hubiera tenido el buzo de los Seahawks de Phillip, se lo habría puesto, pero como ya no estaba, decidió llamar a Nelda. El teléfono fono sonó trece veces sin que nadie respondiera. Probó luego con Diane, pero también sonó y sonó. Maggie por fin recordó que probablemente Diane estuviera en la isla Whidbey con sus hijos. En casa de Claire obtuvo respuesta, pero la hija le dijo que su madre había ido a una reunión y regresaría tarde.
Cortó y se quedó mirando el teléfono, mordisqueándose una uña.
¿Cliff? Reclinó la cabeza contra el respaldo. El pobre Cliff no podía resolver su propia pérdida, ni qué decir de ayudar a otros a resolver las suyas.
Pensó en su madre, pero la idea la hizo estremecerse. No fue hasta que agotó todas las otras posibilidades que recordó la recela del doctor Feldstein.
Llamen a viejos amigos, cuanto más viejos mejor, amigos con losque han perdido contacto…
Pero… ¿a quién?
La respuesta llegó como decidida por el destino.
A Brookie.
El nombre trajo un recuerdo tan vivido que pareció haber sucedido el día anterior. Glenda Holbrook y ella, ambas contraltos, estaban de pie una junto a la otra en la primera fila del coro de la escuela secundaria Gibraltar, fastidiando sin piedad al director, el señor Pruitt, tarareando una nota en el acorde final de la canción, convirtiendo un neto do mayor en un impertinente acorde de séptima con aires de jazz.
¿No son buenas noticias, Señor, no son buenas noticiaaaaaas?
En ocasiones Pruitt les perdonaba su creatividad y la dejaba pasar, pero casi siempre fruncía el entrecejo y agitaba un dedo para devolver pureza al acorde. En una oportunidad detuvo todo el coro y ordenó:
– Holbrook y Pearson, vayan afuera y canten sus notas disonantes todo lo que deseen. Cuando estén dispuestas a cantar la música como ha sido escrita, regresen.
Glenda Holbrook y Maggie Pearson habían estado juntas en primer grado. El segundo día de clases las pusieron en el rincón por conversar. En tercer grado recibieron un reto de la directora por romperle un diente a Timothy Ostmeier cuando voló una piedra en medio de una batalla de bellotas, aunque ninguna de las dos niñas confesó quién la había arrojado. En quinto grado la señorita Hartman las descubrió en el recreo del mediodía con vasitos de papel puntiagudos dentro de las blusas. La señorita Hartman, una solterona de pecho plano, rostro amargo y un ojo bizco, abrió la puerta del baño de mujeres justo en el momento en que Glenda decía:
– ¡Si tuviéramos tetas como éstas podríamos ser estrellas de cine! -En sexto grado, las dos chicas junto con Lisa Eidelbach recibieron elogios por cantar a tres voces Tres palomas blancas volaron hacia el mar en una reunión mensual de la Asociación de Padres y Maestros. En séptimo grado habían asistido juntas a las clases de Estudios Bíblicos y habían escrito con lápiz en los libros respuestas sagaces e irreverentes a las preguntas. En los márgenes de los libros de higiene habían dibujado estupendas partes del cuerpo masculino, años antes de saber qué aspecto tenían realmente esas partes.
En la escuela secundaria fueron bastoneras; desfilaban y se masajeaban los músculos doloridos luego de la primera práctica de la temporada, fabricaban pompones azules y dorados, viajaban en autobuses estudiantiles y asistían a bailes en el gimnasio luego de los partidos. Habían salido con muchachos de a cuatro, se habían prestado la ropa, habían compartido miles de confidencias adolescentes y dormido una en casa de la otra con tanta regularidad que cada una comenzó a dejar un cepillo de dientes en el botiquín de la otra familia.
Brookie y Maggie: amigas para siempre, habían pensado en aquel entonces.
Pero Maggie fue a la Northwestern University de Chicago, se casó con un ingeniero aeronáutico y mudado a Seattle, mientras que Glenda fue a la Escuela de Belleza de Green Bay, se casó con un agricultor que cultivaba cerezas en Door County, Wisconsin, se mudó a la granja, tuvo seis -¿o siete?-hijos y jamás volvió a cortar el cabello en una peluquería.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que perdieron contacto? Durante un período, luego de la reunión de los diez años de egresadas, se escribieron en forma regular. Luego las cartas comenzaron a espaciarse, se convirtieron en tarjetas de Navidad y por fin hasta éstas cesaron. Maggie no asistió a la reunión de los veinte años, y en las poco frecuentes visitas a sus padres nunca logró cruzarse con Brookie.
¿Llamar a Brookie? ¿Y decir qué? ¿Qué podían llegar a tener en común luego de tanto tiempo?
Por pura curiosidad, Maggie se inclinó hacia adelante en el sillón de Phillip y buscó la H en el índice telefónico de metal. La tapa se abrió, revelando la letra prolija de Phillip, escrita con lápiz.
Sí, allí estaba, bajo su nombre de soltera: Holbrook, Glenda (señora Eugene Kerschner), R.R. 1, Fish Creek, W1 54212.
Siguiendo un impulso, Maggie tomó el teléfono y marcó.
Alguien atendió al tercer llamado.
– ¿Hola? -Una voz masculina, joven y resonante.
– ¿Está Glenda?
– ¡Ma! -gritó la voz-. ¡Es para ti! -Se oyó un golpe como si hubieran dejado caer el teléfono sobre una superficie de madera y al cabo de unos segundos, alguien lo levantó.
– ¿Hola?
– ¿Glenda Kerschner?
– Exacto.
Maggie ya estaba sonriendo.
– ¿Brookie, eres tú?
– ¿Quién…? -Aun por el teléfono, Maggie intuyó la sorpresa de Brookie.
– ¿Maggie, eres tú?
– Sí, soy yo.
– ¿Dónde estás? ¿En Door? ¿Puedes venir?
– Me encantaría, pero estoy en Seattle.
– Uy, mierda, espera un minuto. -Gritó a alguien en el otro extremo: -Todd, desenchufa esa porquería y llévatela a otro lado así puedo hablar. Perdón, Maggie, es que Todd está haciendo pochocho con un grupo de amigotes y ya sabes el ruido que hace una banda de muchachos. Caramba, ¿cómo estás?
– Bien.
– ¿En serio, Mag? Nos enteramos de la muerte de tu marido en ese accidente aéreo. El Advócate sacó un artículo. Tenía intención de mandarte una tarjeta de condolencias, hasta la compré, pero de algún modo se me pasó el tiempo y nunca llegué al correo. Era la temporada de las cerezas y ya sabes cómo se ponen las cosas aquí en época de cosecha. Maggie, lo siento tanto. He pensado en ti millones de veces.
– Gracias, Brookie.
– ¿Y cómo estás?
– Bueno, algunos días son mejores que otros.
– ¿Hoy fue un mal día? -preguntó Brookie.