– No fuiste a la última reunión de la clase.
– No, Ya vivíamos aquí en Seattle y… bueno, es muy lejos. Sencillamente no pudimos encontrar el momento. Viajamos mucho, sin embargo… es decir, viajábamos.
Su desliz produjo un silencio incómodo.
– Perdón -dijo Maggie-. Trato de no hacer eso, pero a veces se me escapa.
– No hay problema, Maggie. -Eric calló, luego admitió: -Sabes, estoy tratando de imaginarte. ¿No es extraño lo difícil que resulta imaginar a una persona mayor de lo que la recordamos? -En la mente de él Maggie seguía teniendo diecisiete años; una muchachita delgada y de cabello castaño, con ojos oscuros, rostro delicado y un atractivo mentón con hoyuelo. Vivaz. Risueña. ¡A él le había sido siempre tan fácil hacerla reír!
– Estoy más vieja. Decididamente más vieja.
– ¿Acaso no lo estamos todos?
Eric tomó una pera de madera de un recipiente en el centro de la mesa y la frotó con el pulgar. Nunca había comprendido por qué Nancy ponía fruta de madera en la mesa cuando el artículo auténtico crecía por todo Door County.
– ¿Extrañas mucho a tu marido?
– Sí, mucho. Teníamos un matrimonio excelente.
Él trató de pensar en alguna respuesta, pero no se le ocurrió nada.
– Me parece que no soy muy bueno para esto, Maggie, lo siento. Cuando murió mi padre pasó lo mismo. No sabía qué decirle a mi madre.
– Está bien, Eric, no hay problema. Mucha gente se siente incómoda por eso. Yo también, a veces.
– Maggie, ¿te puedo preguntar algo? -Por supuesto.
Eric vaciló.
– No, mejor no.
– No, vamos. ¿Qué es?
– Curiosidad, nada más. Es… bueno… -Quizá fuera una pregunta impertinente, pero no podía contenerse: -¿Para qué me llamaste?
La pregunta sorprendió también a Maggie; Eric se dio cuenta por los segundos de silencio que siguieron.
– No lo sé. Para saludarte, nada más.
¿Después de veintitrés años, nada más que para saludar? Parecía extraño, y sin embargo, no encontraba ninguna otra razón lógica.
Ella se apresuró a decir:
– Bueno… es tarde, y estoy segura deque mañana tendrás que madrugar los sábados en Door… los recuerdo muy bien. Siempre muchos turistas por la zona y seguro que todos quieren salir a pescar ¿no es así? Oye, discúlpame por despertarte y discúlpame también con tu mujer. Sé que también la desperté a ella.
– No hay problema, Maggie. Mira, me alegro realmente de que hayas llamado. Lo digo en serio.
– Yo también.
– Bien… -Eric aguardó, inquieto por algún motivo que no podía nombrar y finalmente dijo: -La próxima vez que vengas, llámanos. Me gustaría que conocieras a Nancy.
– Lo haré. Y dales saludos a tu madre y a Mike de mi parte.
– Muy bien.
– Bueno, adiós, Eric.
– Adiós.
La línea se cortó de inmediato, pero él se quedó largo rato mirando el teléfono, perplejo.
¿Qué demonios…?
Cortó, volvió a poner el teléfono en su lugar y se quedó contemplándolo. Las once de la noche después de veintitrés años y llama Maggie. ¿Por qué? Se metió las manos dentro de la cintura elastizada de los calzoncillos y se rascó el abdomen, cavilando. Abrió la heladera y permaneció allí unos instantes, recibiendo el aire frío sobre las piernas. Lo único que registraba su mente era la repetitiva pregunta: ¿Porqué?
Para saludar, había dicho ella, pero sonaba sospechoso. Extrajo un envase de jugo de naranjas, lo destapó y bebió la mitad directamente de la botella. Se secó la boca con el dorso de la mano y permaneció allí, a la luz de la puerta abierta, confundido. Probablemente jamás supiera la verdadera razón. Soledad, quizá. Nada más.
Guardó el jugo, apagó la luz de la cocina y regresó al dormitorio.
Nancy estaba sentada con las piernas cruzadas y la luz encendida. Tenía puesto un enterizo corto de satén y sus piernas bien formadas brillaban a la luz de la lámpara.
– Conversaron bastante -comentó con ironía.
– Me dejó totalmente anonadado.
– ¿Maggie Pearson?
– Aja.
– ¿La que llevaste a la fiesta de graduación?
– Sí.
– ¿Qué quería?
Él se dejó caer sobre la cama, apoyó las manos a cada lado de la cadera de ella y le besó el seno izquierdo por encima del incitante borde de encaje color durazno.
– Mi cuerpo, ¿qué otra cosa podía ser?
– ¡Eric! -Nancy lo sujetó del pelo y le hizo levantar la cabeza.
– ¿Qué quería?
Él se encogió de hombros.
– No tengo la menor idea. Dijo que habló con Brookie y que ella le dio mi número y le dijo que me llamara. No entiendo.
– ¿Brookie?
– Glenda Kerschner. Su apellido de soltera era Holbrook.
– Ah. La mujer del recolector de cerezas.
– Sí. Maggie y ella eran amiguísimas en la escuela secundaria. Éramos todos amigos, una banda, e íbamos juntos a todas partes.
– Eso no contesta a mi pregunta. ¿Qué hace tu antigua novia llamándote a altas horas de la noche?
Las muñecas de Eric rozaban las rodillas de ella.
– ¿Estás celosa? -preguntó, sonriendo con satisfacción.
– No, sólo siento curiosidad.
– Bueno… no lo sé. -Besó a Nancy en la boca. -Su marido murió. -Le besó el cuello. -Se siente sola, es lo único que se me ocurre. -Le besó el pecho. -Dice que lamenta haberte despertado. -Le mordió el pezón a través de la tela.
– ¿Dónde vive?
– En Seattle.
– Ah, bueno, entonces… -Nancy descruzó las piernas, se tendió de espaldas y lo atrajo sobre ella, enlazando los brazos y las piernas detrás de él. Se besaron, larga y lentamente, presionándose el uno contra el otro. Cuando Eric levantó la cabeza, Nancy lo miró a los ojos y dijo:
– Te extraño cuando me voy, Eric.
– Entonces no te vayas.
– ¿Y qué hago?
– La contabilidad de mi negocio, poner una tienda y vender tus elegantes cosméticos a los turistas aquí en Fish Creek… -Hizo una pausa antes de agregar: -Convertirte en ama de casa y criar niños. -O aunque sea un solo niño. Pero sabía que no debía presionar con el tema.
– Eh -lo retó ella-. Estamos empezando algo interesante. No lo arruinemos con ese viejo tema.
Atrajo la cabeza de Eric hacia ella, le capturó la lengua dentro de su boca y tomó la iniciativa, desvistiéndolo, haciéndolo rodar de espaldas y quitándose su breve enterizo. Era hábil, muy hábil e infaliblemente deseable. Se ocupaba de serlo así como otras mujeres se ocupan de su quehacer doméstico: dedicándole tiempo y energías, adjudicándole un momento determinado en el programa del día.
Diablos, qué hermosa era. Mientras ella invertía los papeles y lo seducía, Eric la admiró de cerca: la piel con la exquisita textura de la cáscara de un huevo, increíblemente joven para una mujer de treinta y ocho años, cuidada dos veces al día con los costosos cosméticos franceses que vendía; las uñas, perfectamente cuidadas y alargadas en forma artificial, pintadas de reluciente color frambuesa; el pelo que actualmente lucía un brilloso tono caoba, se iluminaba con reflejos añadidos por algún costoso peinador de alguna ciudad lejana donde había estado esa semana. Orlane pagaba a sus representantes de ventas un adicional para cuidado del cabello y las uñas y les daba cosméticos gratis con la condición de que se presentaran como propaganda viviente de los productos. La compañía no perdía dinero con Nancy Macaffee. Era la mujer más hermosa que conocía.