Выбрать главу

El mar se hizo más bravío. Las nubes de tormenta que habían sido una línea oscura en el horizonte eran ahora un creciente cúmulo de color plomizo, surcado de relámpagos. Durante unos preciados instantes, Mina estuvo sola en el mundo, sola con sus pensamientos.

Pensamientos sobre Chemosh.

Intentó comprender la atracción que ejercía en ella, la razón de que se encontrara allí, en aquel frágil balandro, arriesgando la vida para desafiar el poder de la diosa marina y demostrar su amor por el Señor de la Muerte.

Los mortales, como aquel despreciable elfo, la adoraban. Galdar se había hecho su amigo, pero incluso él se sentía intimidado. Chemosh era el primero que había mirado muy dentro de ella para ver sus sueños, sus deseos; unos deseos que nunca supo que estaban allí hasta que su roce los despertó.

Nunca había sentido su propio cuerpo hasta que él lo acarició. Nunca había oído latir su corazón hasta que él puso la mano en su seno. Nunca había experimentado el ansia hasta que miró sus ojos. Nunca había sentido sed hasta probar su beso.

El rayo iluminó el ardiente manto del cielo y la cegó, la sacó bruscamente de sus sueños. Un fuego azul parpadeaba en la punta del mástil. Las olas, más feroces, azotaban la embarcación y casi le arrancaron el timón de las manos. El viento soplaba en violentos remolinos. La vela aleteó y el velero estuvo a punto de irse a pique. Viró a babor con dificultad mientras el viento la zarandeaba violentamente y el balandro cabeceaba y se sacudía de tal forma que Mina tuvo que luchar para mantener el equilibrio.

«Regresa —le advertía el mar—. Da media vuelta ahora y te dejaré vivir.»

La lluvia le azotaba la cara. Mina apretó los dientes, que rechinaron al morder sal. Se las ingenió para arriar la vela, aunque ésta parecía una criatura viva. Regresó a trompicones a la popa, se sentó y, agarrando el timón, enfiló la embarcación hacia las fauces de la tormenta.

—¡Por lord Ariakan! —gritó.

Una ola, moviéndose a contracorriente de todas las demás, golpeó a Mina, la barrió de la cubierta y la arrojó al embravecido mar. La joven inhaló para coger aire y tragó agua, se hundió bajo las olas. Sintiendo los pulmones a punto de estallar, refrenó el impulso de manotear y agitarse en el agua en un intento desesperado de llegar a la superficie. Pateó con fuerza y se propulsó hacia arriba con largos y fuertes impulsos de piernas y brazos. Otra patada, cuando ya chispeaban estrellas en sus globos oculares, y su cabeza emergió en la superficie. Aspiró una bocanada de aire y parpadeó para quitarse el agua de los ojos y ver dónde estaba.

El peso de la armadura volvió a arrastrarla hacia abajo. El velero se encontraba cerca. Se impulsó hacia allí para agarrarse a él antes de que la siguiente ola la hundiera. Se aferró al balandro con todas sus fuerzas; ahora su temor era que el oleaje volcara la embarcación encima de ella.

Llegó otra ola inmensa. Mina pensó que la remataría y haría pedazos el velero. Inhaló profundamente para llenarse los pulmones de aire, decidida a no rendirse sin luchar. La ola la golpeó, la alzó por encima de la regala y la soltó sobre el velero.

Jadeante y conmocionada, Mina yació en la cubierta barrida por el agua del mar y parpadeó para aliviar los ojos que le picaban por la sal. Cuando pudo mirar vio un pie —un pie descalzo— posado en la cubierta, muy cerca de su cabeza. Era un pie bien proporcionado y asomaba por debajo del repulgo de un vestido verde y azul que parecía hecho de tela tejida con espuma de mar.

Vacilante, Mina alzó la cabeza.

Había una mujer sentada en la popa, con la mano en la barra del timón. El mar bramaba alrededor de la embarcación. Las olas se estrellaban sobre la cubierta y empapaban a la joven, pero a la mujer no la tocaban. Tenía el cabello blanco de la sal, los ojos grises de la tormenta, el rostro hermoso como el sueño de un marino, la expresión siempre cambiante, de modo que en cierto momento sonreía a Mina, como si se sintiera complacida hasta lo indecible, y al siguiente la miraba como si fuera a pisarla con aquel pie bien formado y aplastarle el cráneo.

—Eres Mina —dijo Zeboim. Torció la boca—. La consentida de mamá.

—Tuve el honor de servir a Takhisis, tu madre —contestó Mina, que empezó a levantarse.

—Quédate como estás, de rodillas. Lo prefiero así.

Mina siguió sentada de rodillas en el fondo del velero, que cabeceaba y se sacudía. Tuvo que agarrarse con fuerza a la regala para que los zarandeos no la arrojaran de nuevo por la borda. Zeboim estaba sentada, imperturbable; el viento apenas agitaba la larga mata de pelo.

—Serviste a mi madre. —Resopló con desdén—. Esa arpía. —Bajó la vista hacia Mina—. ¿Sabes lo que me hizo? Robarme el mundo. Claro que tú ya lo sabías. Eras confidente de mamá.

—No es cierto —dijo Mina, que intentó explicarse—. Yo nunca...

La diosa hizo caso omiso de ella y siguió hablando, así que la joven guardó silencio.

—Mamá me robó el mundo. Me robó el mar y me robó a los que son como tú —Zeboim dirigió una mirada despectiva a Mina—, mis adoradores. La arpía se los llevó a todos y me dejó en la infinita oscuridad, sola. No imaginas el terrible silencio de un universo vacío —añadió, y su voz adquirió un timbre quebrado por el dolor.

—De verdad no sabía lo que la diosa había hecho —manifestó Mina en tono quedo—. Takhisis no me contó nada de eso. Ni siquiera me dijo su nombre. La conocía como el Único, una deidad que había venido a ocupar el lugar dejado por los dioses, que nos habían abandonado.

—¡Ja! —Zeboim soltó una risa exaltada. Los rayos zigzaguearon arriba y abajo del mástil, crepitaron sobre el agua.

—Era joven —dijo Mina con humildad—. Le creí. Lo lamento y quiero intentar subsanar mis errores.

—¿Con una misión al Alcázar de las Tormentas? —Con el pie, Zeboim agitó ociosamente el agua que salpicaba en el fondo de la embarcación—. ¿Cómo puede subsanar errores eso?

—Al castigar a quien traicionó a lord Ariakan —repuso Mina—. Como verás, soy una verdadera dama de caballería. —Señaló la armadura negra que vestía al tiempo que alzaba la vista para encontrarse, audazmente, con la de la diosa del mar.

Aquél era un momento delicado, cuando Mina tendría que engañar a una deidad. Habría de impedir que Zeboim penetrara en su corazón y descubriera la verdad. Mina nunca se había planteado engañar a Takhisis. Chemosh había descubierto todos los secretos de su alma con una simple mirada. Si Zeboim observaba con atención, si profundizaba, vería sin remedio el engaño.

Mina sostuvo la mirada de la diosa, aquellos ojos que eran de un profundo color verde en un momento y al siguiente de una tonalidad gris tormentosa. Zeboim contempló a la joven; aparentemente, no vio nada de interés, porque desvió la vista.

—Vengar a mi hijo —dijo, desdeñosa—. ¡Era el hijo de una diosa! Tú sólo eres una mortal. Hoy, aquí. Mañana, muerta. No servís para nada, ninguno de vosotros, salvo para admirarme, loarme y darme regalos. Y morir cuando me apetece mataros. Y, a propósito de la muerte, me he enterado de que vas por ahí haciendo preguntas sobre Chemosh.

—Es verdad.

—¿Y qué interés tienes en él? —Zeboim miró ahora a la joven con intensidad y en sus ojos centelleó un fuego azul.

—Es el dios de los muertos vivientes —explicó Mina—. Se me ocurrió que quizá podría ayudarme a derrotar a lord Krell...

Veloz como el restallante viento, Zeboim le cruzó la cara a Mina con un violento bofetón.

—Su nombre no se pronuncia jamás en mi presencia —dijo y, recostándose contra la caña del timón, observó a la joven con una cruel sonrisa.