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—Lo siento, señora. Quería decir el Traidor. —Mina se limpió la sangre de la boca.

Tras bullir de rabia unos instantes, Zeboim se tranquilizó. —De acuerdo, entonces, continúa. Me resultas menos aburrida de lo que esperaba.

—El Traidor es un Caballero de la Muerte. Puesto que Chemosh es el dios de los no muertos, pensé que quizá mis plegarias podrían...

—¿Podrían qué? ¿Ayudarte? —Zeboim rió con malévolo placer—. Chemosh está demasiado ocupado recorriendo el cielo con su cazamariposas intentando atrapar todas las almas que mamá le robó. No puede ayudarte. Sólo yo puedo. Tus plegarias deberían ir dirigidas a mí.

—Entonces, elevo mis plegarias a ti, señora...

—Creo que deberías llamarme majestad —la interrumpió Zeboim mientras jugaba lánguidamente con un bucle del largo y enmarañado cabello y contemplaba el baile de los relámpagos en el mástil—. Ya que mamá no está con nosotros, ahora soy la reina. La Reina del Mar y la Tormenta.

—Como deseéis, majestad —dijo Mina a la par que inclinaba la cabeza con reverencia, un gesto que complació a Zeboim y que permitió a Mina ocultar los ojos, guardar sus secretos.

—¿Qué es lo que quieres de mí, Mina? Si es pedirme que te ayude a destruir al Traidor, creo que no lo haré. Disfruto muchísimo viendo a ese bastardo enfurecerse y cocerse en su propia salsa en esa roca.

—Lo único que pido es que me lleves sana y salva al Alcázar de las Tormentas —dijo la joven con actitud humilde—. Será para mí un honor y un privilegio acabar con él.

—Me encanta un buen combate —suspiró Zeboim, que se enroscó el rizo en un dedo mientras contemplaba la tormenta que bramaba a su alrededor sin tocarla en ningún momento.

»De acuerdo —accedió, lánguida—. Si lo destruyes, siempre me queda la opción de traerlo de nuevo a la vida. Y si es él el que te destruye a ti, cosa más que probable —Zeboim lanzó una ojeada fría, azul acerada, a Mina—, entonces me habré vengado de la pequeña mascota mimada de mamá, que es lo más parecido a vengarme de la propia mamá.

—Gracias, majestad.

No hubo respuesta, sólo el silbido del viento en el aparejo, un sonido burlón.

Mina alzó la cabeza con cautela y descubrió que se encontraba sola. La diosa había desaparecido como si nunca hubiese estado allí, y durante un segundo Mina se preguntó si no lo habría soñado. Se llevó la mano a la mejilla dolorida, al labio cortado, y la retiró manchada de sangre.

Como para darle más pruebas, el viento amainó de golpe a su alrededor. Los nubarrones tormentosos se deshilacharon, deshechos por una mano inmortal. Las olas se calmaron y, a no tardar, el balandro se mecía en un oleaje lo bastante suave para arrullar a un niño hasta dormirlo. La brisa marina, soplando del sur, refrescó; una brisa que la transportaría rápidamente a su punto de destino.

—¡Honor y gloria a ti, Zeboim, Reina de los Mares! —gritó Mina.

El sol se abrió paso entre las nubes y brilló, dorado, en el agua. La joven iba a izar la vela, pero no era menester. La embarcación salió lanzada hacia adelante, se deslizó rauda sobre las olas. Mina asió la caña del timón e inhaló el viento salado. Un paso más cerca del deseo de su corazón.

6

Hubo un tiempo en que la isla del Alcázar de las Tormentas había rebosado de vida. Fortaleza y guarnición de los Caballeros de Takhisis, el Alcázar de las Tormentas había albergado caballeros, soldados, sirvientes, cocineros, escuderos, pajes, instructores, esclavos. También los clérigos consagrados a Takhisis habían vivido en el alcázar. Los hechiceros dedicados a su servicio habían trabajado allí. Los Dragones Azules habían alzado el vuelo desde los acantilados y, sobrevolando el mar, habían transportado jinetes a su espalda. Todos ellos habían tenido una única meta: conquistar Ansalon y, desde allí, el mundo. Casi lo habían conseguido.

Pero entonces apareció Caos. Entonces surgió la traición.

El Alcázar de las Tormentas era ahora la cárcel de los muertos, con un solo prisionero. Disponía de la poderosa fortaleza, de las torres y la plaza de armas, los establos y las cámaras del tesoro, los almacenes y las despensas, todo para él. Lo odiaba. Cada centímetro empapado de agua de mar.

En una gran sala en lo alto de la Torre de la Calavera, la más alta de la fortaleza conocida como el Alcázar de las Tormentas, lord Ausric Krell apoyó sobre la mesa las manos —enfundadas en guanteletes de cuero para ocultar su estado descarnado— y se puso de pie. En vida había sido un tipo bestial, bajo y pesado, y ahora era un cadáver ambulante bestial, bajo y pesado. Iba cubierto con la armadura negra con la que había muerto y que lo había abrasado al quemarse sobre él por la maldición que lo encadenaba a esta existencia.

Ante él, reposando sobre una peana, había una esfera de ópalo negro. Krell escudriñaba su interior; los ojos del ser brillaban rojos tras las rendijas del yelmo. La esfera mostraba en las ardientes profundidades la imagen de un velero, diminuto en el vasto océano. En la embarcación, más pequeño aún, se veía a un caballero con la armadura que Krell había deshonrado.

Abandonando la esfera, Krell caminó hacia la abertura en el muro de piedra que se asomaba al tormentoso mar. La armadura tintineó y resonó con sus pasos. Miró intensamente a través de la ventana y se frotó las manos enguantadas con aire satisfecho.

—Ha pasado mucho tiempo desde que no venía nadie a jugar —murmuró.

Tenía que prepararse.

Krell descendió pesadamente por la escalera de caracol que conducía al cuarto alto de la torre donde solía pasar la mayor parte del tiempo contemplando, colérico y frustrado, el interior de la bola escrutadora de ópalo negro, conocida como Llamas de las Tormentas. La mágica bola era la única ventana de Krell al mundo que había más allá del alcázar, un mundo que estaba convencido de poder gobernar si lograra escapar de aquella maldita roca. Había presenciado gran parte de la historia de la Era de los Mortales en esa bola escrutadora, regalo de Zeboim a su amado hijo, lord Ariakan.

Krell había descubierto el poderoso artefacto poco después de su muerte y encarcelamiento, y se había regodeado al pensar que la diosa se lo había dejado por error. Sin embargo, en seguida comprendió que aquello era parte de la cruel tortura que le infligía. Le había proporcionado medios para que fuera testigo de lo que pasaba en el mundo al tiempo que lo privaba de la posibilidad de formar parte de él. Podía verlo, pero no podía tocarlo.

A veces le resultaba tan atormentador que cogía la bola de ópalo, dispuesto a arrojarla por la ventana contra las rocas que había abajo. No obstante, siempre frenaba su impulso y volvía a colocarla con cuidado en la peana serpentina. Algún día hallaría la forma de escapar, y cuando eso ocurriera necesitaría estar informado.

Krell había presenciado la Guerra de los Espíritus en el interior de la bola de ópalo. Había visto con regocijo la ascensión de Mina al pensar que si había alguien capaz de rescatarlo sería ella o su dios Único. Krell no tenía ni idea de quién era esa deidad pero, con tal que pudiera combatir a Zeboim —de quien sospechaba que seguía al acecho en alguna parte—, le daba igual.

Krell veía claramente dentro de la esfera mágica a las desdichadas almas atrapadas en el Rio de los Espíritus. Incluso intentó comunicarse con ellas con la esperanza de enviar un mensaje a la tal Mina pidiéndole que lo rescatara. Entonces, contemplando el interior de la bola de ópalo, vio lo que la chica le hacía a su homólogo, lord Soth. Después de eso dejó de enviar más mensajes.

Para entonces descubrió la verdadera identidad del Único, y aunque Takhisis no era tan mala como su hija, Krell pensó que probablemente la Reina Oscura albergara el mismo rencor contra él, ya que había apreciado mucho a Ariakan. Desde entonces merodeaba dentro del alcázar, sin atreverse a asomar la nariz fuera.