La joven comprobó el cabo para cerciorarse de que el velero había quedado bien asegurado. Se le pasó por la cabeza la idea de que Zeboim podía destrozar la pequeña embarcación sin el menor problema y dejarla varada en el alcázar, prisionera junto a un Caballero de la Muerte. Mina se encogió de hombros y desechó la idea. Nunca había sido de las que rumiaban o se preocupaban por el futuro, quizá por haber estado tan cerca de una diosa, la cual siempre le había asegurado que el futuro lo tenía controlado.
Haber descubierto que los dioses pueden equivocarse no había cambiado la opinión de Mina sobre la vida. La calamitosa caída de Takhisis había fortalecido su creencia de que el futuro se abría ante ella como la peligrosa escalera tallada en la negra roca. Lo mejor era vivir el presente. Sólo podía subir los peldaños de uno en uno.
Tras elevar una plegaria a Chemosh para sus adentros y pronunciar otra en voz alta para Zeboim, la joven inició el ascenso por el acantilado del Alcázar de las Tormentas.
Después de ver que Mina bajaba a tierra en la ensenada, Krell salió del alcázar propiamente dicho y se aventuró por el estrecho y sinuoso sendero que serpenteaba entre un revoltijo de rocas. El sendero conducía a un pico saliente de granito, al que los caballeros que antaño habían morado allí llamaban por el chistoso nombre de Monte Ambición. El pico, punto más alto de la isla, se encontraba aislado, barrido por el viento y salpicado por rociadas de espuma. Lord Ariakan había tenido la costumbre de dar un paseo hasta allí al final de la tarde cuando el tiempo lo permitía. Allí se quedaba, contemplando el mar mientras fraguaba sus planes para regir Ansalon. De ahí el nombre de Monte Ambición.
Ninguno de los caballeros paseaba con su señor a menos que fuera invitado a hacerlo. No había mayor honor que se requiriera a alguien subir al Monte Ambición con lord Ariakan. Krell había acompañado a menudo a su señor, y ése era el sitio que evitaba con mayor empeño durante su encarcelamiento. No habría ido allí de no ser porque el pico le permitía la mejor perspectiva de la ensenada y del muelle; y de la mota humana que intentaba trepar lo que los caballeros habían dado en llamar la Escalera Negra.
Encaramado en las rocas, Krell se asomó al borde del acantilado para ver a Mina. Distinguía el latido vital en ella, la calidez que la iluminaba como la llama de una vela alumbra una linterna. La vista hizo que sintiera con más intensidad el helor de la muerte, y le asestó una mirada feroz, con desprecio y amarga envidia. Podía matarla en ese mismo instante. Sería fácil.
Krell recordó un paseo con su comandante a lo largo de aquel mismo tramo de la pared. Habían estado comentando la posibilidad de un asalto por mar al alcázar y discutían sobre utilizar arqueros o no para liquidar al enemigo que fuera lo bastante osado o lo bastante necio para intentar trepar por la Escalera Negra.
—¿Para qué desperdiciar flechas? —Ariakan había señalado con un gesto los pedruscos amontonados a su alrededor—. Sólo hay que arrojarles piedras.
Eran piedras de buen tamaño, de forma que los hombres más fuertes de la guarnición habrían tenido que trabajar de firme para levantarlas y lanzarlas pared abajo. Habiendo sido uno de esos hombres fuertes asignados a aquel puesto, a Krell siempre le había decepcionado que nadie organizara un asalto contra la fortaleza. A menudo se imaginaba la matanza que aquellos pedruscos lanzados causarían entre el ejército enemigo, soldados golpeados por las piedras que caían de la escalera y se precipitaban, gritando, hacia una muerte sangrienta al chocar contra los peñascos del fondo.
Krell estuvo seriamente tentado de coger una de las piedras y arrojársela a Mina con tal de ver en directo la destrucción que siempre había imaginado con agrado. Se controló, aunque no sin hacer un esfuerzo. Conocer cara a cara a una asesina de Caballeros de la Muerte no era algo que se diera con frecuencia, y había que aprovechar la oportunidad. Esperaba el encuentro con tanta ansiedad que maldijo cuando vio que Mina resbalaba y que estuvo a punto de caerse. Si hubiese habido aliento en su cuerpo, habría soltado un suspiro de alivio cuando la joven consiguió recobrar la estabilidad y continuó la lenta y trabajosa escalada.
El aire era frío ya que el sol conseguía abrirse paso rara vez entre los nubarrones suspendidos sobre el Alcázar de las Tormentas. El agotamiento y la repentina carga de adrenalina cuando Mina estuvo a punto de caerse hicieron que un sudor frío le corriera por el cuello y entre los senos. El viento que azotaba las rocas de forma constante le secó el sudor y la hizo temblar. Había llevado guantes, pero descubrió que no podía ponérselos. En más de una ocasión se había visto obligada a meter los dedos en fisuras y hendiduras para impulsarse de un escalón al siguiente.
Cada paso era inestable. Algunos peldaños tenían grandes grietas de lado a lado y la joven debía tantear uno por uno antes de apoyar el peso en él. Los músculos de las piernas no tardaron en acalambrarse y empezaron a dolerle. Los dedos le sangraban, tenía las manos despellejadas y las rodillas llenas de rasponazos. Hizo un alto para aliviar el dolor de las piernas y miró hacia arriba con la esperanza de encontrarse cerca de la cima.
Un movimiento atrajo su mirada. Captó un atisbo de una cabeza cubierta con yelmo, asomada en lo alto del acantilado. Mina parpadeó para limpiarse los ojos de agua salada, y cuando miró de nuevo la cabeza había desaparecido.
No obstante, no cabía duda de a quién había visto.
La escalera parecía no tener fin, como si llegara al cielo, y arriba esperaba Krell.
Allá abajo el mar bramaba y arremetía contra peñascos brillantes y afilados. La espuma giraba en las aguas hinchadas. Mina cerró los ojos y se tambaleó contra la pared del acantilado. Estaba agotada y sólo había hecho la mitad del camino hacia la cima. Llegaría exhausta arriba, donde tendría que hacer frente al Caballero de la Muerte que, a saber cómo, conocía su llegada.
«Zeboim —maldijo la joven para sus adentros—. Ella lo puso sobre aviso. ¡Qué necia soy! Tan pagada de mí misma para pensar que he engañado a una diosa cuando desde el principio ha sido ella la que me ha engañado a mí. Pero ¿por qué avisarle? Ésa es la cuestión. ¿Por qué?» Tenía que resolver eso.
«¿Miró en mi corazón y descubrió la verdad? ¿Vio que he venido para liberar a Krell? ¿O es sólo uno de sus caprichos? Enfrentarnos el uno al otro para tener un rato de diversión.»
Al rememorar la conversación con la diosa, Mina se inclinó por lo último. Se planteó qué hacer y fue entonces cuando se le ocurrió una idea. Abrió los ojos, miró de nuevo hacia lo alto, al punto donde había visto a Krell plantado.
«Habría podido matarme si hubiese querido —comprendió—. Lanzarme un hechizo o, cuando menos, tirarme una piedra. No lo hizo. Espera para enfrentarse a mí. Quiere jugar conmigo. Mofarse de mí antes de matarme. Krell no es distinto de otros muertos vivientes. Ni siquiera es distinto del propio dios de la muerte.»
El haber comandado una legión de espíritus durante meses le había enseñado a Mina que los muertos tenían una debilidad: hambre de los vivos.