Выбрать главу

La parte de Krell que recordaba lo que significaba estar vivo anhelaba relacionarse con los que vivían. Necesitaba sentir indirectamente la vida que había perdido. Odiaba a los vivos, y por ello acabaría matándola, pero no le cabía duda de que no acabaría con ella de inmediato, antes de que tuviera oportunidad de hablar, de contarle su plan. Esa certeza le dio esperanza y ánimo, aunque no le sirvió para aliviar los calambres de las piernas ni el frío que le llegaba a la médula. Le quedaba un largo y peligroso camino hacia arriba y tenía que estar preparada, física y mentalmente por igual, para enfrentarse a un mortífero adversario que esperaba al final del trayecto.

El nombre de Chemosh acudió, cálido, a sus labios entumecidos. Sintió la presencia del dios, notó que la observaba.

No rezó para pedir ayuda. Chemosh le había dicho que no podía dársela y no se humillaría a suplicarle. Susurró su nombre, lo retuvo en el corazón para que le diera fuerza, y posó el pie con cuidado en el siguiente peldaño, tanteándolo.

El escalón aguantó, como también el siguiente. Había mantenido la vista en donde ponía los pies al tiempo que tanteaba con las manos la pared del acantilado. Las desplazó despacio y sufrió un sobresalto al no tocar nada con ellas; el susto tan repentino casi le hizo perder el equilibrio. Una estrecha fisura hendía la pared rocosa.

En un precario equilibrio sobre la escalera, Mina puso las manos a ambos lados de la grieta y se asomó a su interior. La luz grisácea del día apenas penetraba en la oscuridad, pero lo que alcanzaba a ver la intrigó: un suelo liso, obra del hombre, a poco menos de un metro por debajo de su posición. No distinguía mucha extensión del suelo, pero tenía la impresión de que era una vasta cámara. Husmeó el aire. Era un olor familiar que le recordaba algo.

Un granero. Acababan de liberar la ciudad de Sanction y sus hombres, atareados en asegurar la ciudad, habían topado con un granero. Ella había entrado para inspeccionarlo y ése, o algo muy parecido, era el olor que había percibido al entrar. En el depósito de Sanction el trigo acababa de almacenarse y el olor era tan intenso que resultaba sofocante. Por el contrario, aquí era tenue y se mezclaba con el del moho, pero Mina estaba convencida de que había dado con el granero del Alcázar de las Tormentas.

La ubicación tenía sentido, pues se encontraba cerca del muelle, donde el grano se descargaría del barco. En algún punto de lo alto del acantilado tenía que haber una abertura, una tolva por la que se echaría el grano. El depósito se encontraría vacío ahora, pues habían pasado cuarenta años desde que se abandonó el alcázar. Cientos de generaciones de ratas se habrían dado un festín con todas las vituallas almacenadas que los caballeros hubieran dejado.

Todo eso daba igual. Lo importante era que había hallado un camino por el que colarse en la fortaleza, un modo de pillar por sorpresa a Krell.

—Chemosh —musitó Mina cuando le llegó una repentina revelación.

Acababa de pronunciar su nombre cuando había encontrado la grieta en la pared. No le había pedido ayuda, pero él se la dio, y el corazón de la joven latió más de prisa al comprender que el dios deseaba que tuviera éxito. Observó la grieta en la pared. Era estrecha, pero ella estaba delgada. Posiblemente podría meterse, encogiéndose, pero no con la coraza puesta. Tendría que quitársela y eso la dejaría sin protección cuando se enfrentara al Caballero de la Muerte.

La joven vaciló. Alzó la mirada a la interminable escalera donde, en lo alto, Krell la esperaba. Miró al granero y su suelo liso, seco, un acceso secreto al cuerpo central del alcázar. Sólo tenía que tirar la coraza marcada con el símbolo de Takhisis. Mina comprendió.

—Es lo que me pides —musitó al atento dios—. Quieres que me desprenda del último vestigio de lealtad a la diosa. Que ponga toda mi fe y mi confianza en ti.

Manteniendo un equilibrio precario en la escalera, temblorosos los dedos helados, Mina tiró de las correas de cuero húmedas que sujetaban el peto.

Krell se maldijo por ser tan idiota de dejarse ver así. También maldijo a Mina mientras se preguntaba qué absurda idea se le había pasado por la cabeza a la mujer para que la hiciera mirar hacia arriba en lugar de hacia abajo y avistarlo.

—Zeboim —masculló, y maldijo a la diosa, algo que hacía casi cada hora de todos sus atormentados días.

Ya no podía contar con pillar a Mina por sorpresa. Estaría preparada y, aunque realmente no creía que la chica pudiera causarle daño alguno, no olvidaba que había sido esa mujer la que había abatido a lord Soth, uno de los muertos vivientes más formidables de toda la historia de Krynn.

«Más vale sobrestimar al enemigo que subestimarlo», había sido una de las máximas de Ariakan.

—La esperaré al final de la Escalera Negra —decidió—. Estará exhausta, demasiado cansada para presentar mucha resistencia.

No quería luchar con ella. La quería capturar viva. Siempre capturaba vivas a sus presas... cuando era posible. Un desventurado ladrón, atraído al Alcázar de las Tormentas por el rumor del tesoro abandonado de los caballeros negros, se sintió tan aterrado a la vista de Krell que se desplomó muerto a los pies del Caballero de la Muerte, hecho que decepcionó muchísimo a Krell.

Sin embargo tenía depositada mucha confianza en Mina. Era joven, fuerte y valerosa. Le proporcionaría una buena competición. Tal vez sobreviviría días.

Krell estaba a punto de marcharse de Monte Ambición para regresar al alcázar cuando oyó un sonido que le habría parado el corazón si hubiese tenido uno.

Desde abajo llegó el grito aterrado de una mujer y el repiqueteo de una armadura metálica cayendo sobre rocas afiladas.

Krell corrió al borde del acantilado y se asomó. Volvió a maldecir y dio una patada a un peñasco, que se partió de arriba abajo.

La Escalera Negra estaba vacía. Al pie del acantilado, casi invisible en el espumoso oleaje, distinguió un peto negro adornado con una calavera traspasada por un rayo.

7

Su grito resonó en la pared del acantilado mientras Mina observaba cómo se estrellaba la negra armadura contra las rocas y rebotaba hasta caer en el agua. A causa de la mala visibilidad que proporcionaba la tenue luz grisácea de la tormenta, a esa distancia no se distinguía que la armadura estaba vacía cuando cayó escalera abajo y ahora se había perdido de vista en las rompientes olas. Confiaba en que la vista de Krell no fuera más aguda que la suya.

Inhaló profundamente y metió el cuerpo por la grieta de la pared rocosa. Incluso sin la coraza cabía a duras penas y, durante un instante aterrador, se quedó atascada en la fisura. Se retorció y, en uno de sus movimientos desesperados, se desembarazó y rodó por el suelo. Hizo un alto para recobrar el aliento y esperar a que la vista se acostumbrara a la oscuridad mientras pensaba lo bien que se sentía uno al pisar tierra firme, un suelo llano. Y qué estupendo era estar a resguardo del viento helado y de la espuma salada.

La joven se secó las manos lo mejor que pudo en los faldones de la camisa y se las frotó para recuperar el riego sanguíneo y la sensibilidad en ellas. No tenía ni coraza ni armas. No había arrojado al mar sólo la armadura y el yelmo, sino también, tras haberlo dudado un momento, la maza, y con ella a la chiquilla inocente, ávida, que había partido en busca de los dioses y los había encontrado.

Mina había creído en Takhisis, había obedecido sus órdenes, había soportado sus castigos, había cumplido los deseos de la diosa sin rechistar. Había conservado su fe en Takhisis cuando todo empezó a salir mal, había luchado contra la duda que la roía como las ratas el grano. Al final, las dudas habían acabado con toda su fe, de modo que cuando ésta tendría que haber sido más fuerte, cuando tendría que haber estado dispuesta al sacrificio, sólo quedaba cascarilla y paja. Entonces había experimentado un dolor desgarrador, dolor por su pérdida, y al arrojar al mar los últimos vestigios de su fe en el Único volvió a sentir algo de aquel mismo pesar.