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La joven enarbolaba la barra en alto y observaba tanto el yelmo tirado en el suelo como la armadura sentada en el sillón, lista para descargar otro golpe si cualquiera de las dos cosas hacía el más mínimo movimiento.

El yelmo continuó inmóvil. La armadura tampoco se movió. Podría haber sido una de las que se exhibían en el palacio de un noble palanthino. Mina estaba a punto de soltar un suspiro trémulo y bajar la palanca, cuando la puerta se abrió violentamente a su espalda y golpeó contra la pared de piedra con un batacazo tan fuerte que faltó poco para que se le parara el corazón del susto. Mina enarboló la barra y se giró rápidamente para enfrentarse a su nuevo adversario.

La fuerte ráfaga de viento precedía a la diosa.

Zeboim parecía vestida de tormenta, con las ropas ondeando de forma continua, agitadas por los vientos cambiantes que giraban a su alrededor cuando entró en la estancia. Mina soltó la palanca y cayó de hinojos.

—Diosa del Mar y la Tormenta, he hecho lo que prometí. Lord Ausric Krell, el caballero traidor que asesinó vilmente a tu hijo, ha sido aniquilado.

Gacha la cabeza, Mina atisbo por debajo de las pestañas para ver la reacción de la diosa. Zeboim pasó a su lado sin mirarla, con los ojos verde mar clavados en la armadura manchada de sangre y en el yelmo, tirado en un rincón, lo único que quedaba de Ausric Krell.

Zeboim tocó la armadura con las puntas de los dedos y después le dio un empujón.

La armadura se desmoronó. Los guanteletes cayeron al suelo. La coraza se inclinó en el sillón. Las grebas se desplomaron a derecha e izquierda. Los botas siguieron rectas, sin moverse del sitio. Zeboim se aproximó al yelmo. Asomó un delicado pie por debajo del repulgo y empujó desdeñosamente el yelmo con la puntera. El casco de cráneo de carnero se balanceó un poco y después se quedó quieto. Las cuencas vacías, oscuras como la muerte, miraban al vacío.

Mina siguió de rodillas, inclinada la cabeza, con los brazos cruzados sobre el pecho en un humilde gesto implorante. El viento, escolta de la diosa, era gélido y crudo, y Mina tiritaba de forma incontrolable. Por el rabillo del ojo siguió vigilando a la diosa.

—¿Tú hiciste esto, sabandija? —demandó Zeboim—. ¿Tú sola? —Sí, majestad —contestó Mina con humildad.

—No te creo. —Zeboim echó una rápida ojeada en derredor, como si estuviera segura de que tenía que haber un ejército escondido en los estantes o un guerrero poderoso metido dentro de un armario. Al no encontrar más que ratas, la diosa volvió la vista hacia Mina—. Claro que eras la protegida de mamá. Tiene que haber algo más en ti de lo que se aprecia a simple vista.

La voz de la diosa se suavizó, adquirió la calidez de la primavera, una ondulación de aliento en el agua bañada de sol.

—¿Has elegido una deidad nueva a la que seguir, pequeña?

Antes era «sabandija». Ahora, «pequeña». Mina ocultó una sonrisa.

Había visto venir esa pregunta y tenía preparada la respuesta. Contestó sin alzar la vista.

—Mi lealtad y mi fe están con los muertos.

Zeboim frunció el entrecejo, al parecer contrariada.

—¡Bah! Ahora Takhisis no puede hacer nada por ti. Una fe como la tuya debería ser recompensada.

—No pido que se me recompense —repuso Mina—. Sólo deseo servir.

—Eres una embustera, pequeña, pero una embustera tan divertida que lo pasaré por alto.

Mina alzó los ojos hacia la diosa con una punzada de preocupación. ¿Acaso había penetrado Zeboim en su corazón?

—Los tarados mentales del panteón tal vez se traguen tu fingida piedad, pero yo no —siguió, desdeñosa, Zeboim—. Todos los mortales desean una recompensa a cambio de su fe. Nadie da nada por nada.

Mina respiró más tranquila.

—Vamos, pequeña —añadió la diosa en tono persuasivo—. Arriesgaste la vida para destruir a ese gusano de Krell. ¿Cuál era la verdadera razón? Y no me digas que lo hiciste porque su traición ofendió tu delicado sentido del honor.

Mina alzó los ojos para encontrarse con los de la diosa, de color gris verdoso.

—Sí que querría tener algo, si no es mucho pedir, majestad.

—¡Lo sabía! —exclamó Zeboim, pagada de sí misma—. ¿Qué quieres, pequeña? ¿Un arcón del mar repleto de esmeraldas? ¿Un millar de collares de perlas? ¿Tu propia flota naval? ¿O quizá el legendario tesoro de los caballeros negros escondido abajo, en las criptas? Me siento generosa. Dime qué deseas y te lo concederé.

—El yelmo del Caballero de la Muerte, mi señora —contestó Mina—. Eso es lo que quiero.

—¿Su yelmo? —repitió Zeboim, estupefacta. Hizo un ademán desdeñoso hacia el yelmo tirado en el suelo, cerca de la mano momificada de una de las víctimas de Krell—. Ese montón de chatarra no vale nada. Un circo ambulante quizá te daría unas monedas por él, aunque dudo que siquiera a esa gente les interesara.

—A pesar de todo, es lo que quiero —manifestó la joven—. Ése es mi deseo.

—Entonces, tómalo, por supuesto —contestó la diosa, que agregó entre dientes—: Estúpida mocosa. Podría haberte hecho más rica de lo que imaginas. No sé qué vería mi madre en ti.

Mina se puso de pie. Consciente de que la irritada diosa la seguía con la mirada, pasó delante del tablero de khas, de la armadura desmoronada y de los dos sillones, y se dirigió al rincón del fondo. El yelmo de cráneo de carnero estaba tirado en el suelo. Mina miró de reojo a Zeboim. Los iris siempre cambiantes de la diosa habían adquirido un matiz tan gris como los muros pétreos del alcázar. Los incansables vientos agitaban su cabello y sus ropas.

«Quería atraparme —se dijo Mina mientras se daba la vuelta—. Que estuviera en deuda con ella al prodigarme riquezas. No mentí. Mi lealtad y mi fe están con los muertos, sólo que no con los que ella cree.»

La joven recogió el yelmo y lo examinó con curiosidad. Los cuernos del carnero se retorcían hacia atrás desde el espantoso cráneo que formaba el visor. Cada caballero era libre de elegir su propio símbolo en el diseño de la armadura. A Mina le resultaba fascinante que Krell hubiese escogido un carnero. Debía de haber sentido la necesidad de demostrar algo. Levantó el pesado yelmo y se lo puso torpemente bajo el brazo. Las puntas de los cuernos y los bordes dentados de acero se le hincaron en la carne.

—¿Algo más? —inquirió Zeboim con mordacidad—. A lo mejor te apetece tener una de sus botas como recuerdo.

—Te lo agradezco, señora —respondió Mina, que fingió no percatarse del sarcasmo e hizo una reverencia—. Te honro y te venero.

Zeboim resopló desdeñosamente, sacudió la cabeza y observó a la joven con los ojos entrecerrados.

—Juraría que hay algo más que quieres.

Mina se olió una trampa. Intentó descifrar qué se traía entre manos la diosa.

—¿Un viaje seguro desde esta maldita roca? —sugirió Zeboim.

Mina se mordió los labios. Quizá había llegado demasiado lejos. La diosa de las olas podría ahogarla sin ningún problema.

—Sí, majestad —contestó con el tono más humilde que pudo darle a su voz—. Aunque tal vez sea más de lo que merezco.

—Ahórrate esa actitud rastrera para aquellos a quienes les guste —espetó Zeboim, taciturna —. Empiezo a lamentar haberte otorgado mi favor. Creo que voy a echar de menos atormentar a Krell.

«No me habéis hecho ningún favor, señora», se dijo Mina para sus adentros. Esperó, tensa, el veredicto de la diosa. Ni siquiera Chemosh podría protegerla cuando se hiciera a la mar, que era jurisdicción de Zeboim.

La diosa lanzó a Mina y al yelmo una última mirada que resultó desdeñosa y burlona. Luego giró sobre sus talones y abandonó la biblioteca. El viento de su ira aulló y se descargó sobre Mina, sacudiéndola implacable hasta que a la joven no le quedó más opción que ponerse a gatas para eludir su azote. Se quedó agazapada, gacha la cabeza y ceñido el yelmo entre sus brazos, mientras el viento la flagelaba.