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Entonces renació la calma. El viento exhaló un último e irritado siseo ante de amainar por completo.

Mina suspiró profundamente. Ésa era la respuesta de la diosa o, al menos, confiaba en que lo fuera. Se incorporó tan de prisa que se tambaleó y a punto estuvo de caer de nuevo. Los encuentros con el Caballero de la Muerte y con la diosa la habían dejado exhausta, tanto física como psíquicamente. Estaba muerta de sed y, a pesar de los abundantes charcos de lluvia, casi tan grandes y profundos como estanques, el agua tenía un aspecto oleoso y olía a sangre. No la bebería ni por todos los collares de perlas del mundo. Y aún le quedaba regresar a la Escalera Negra, descender por aquellos peldaños rotos y resbaladizos hasta el pequeño velero que esperaba abajo y después realizar la travesía por la mar gruesa, los senos de una deidad furiosa.

Echó a andar cansinamente hacia la puerta. Al menos la tormenta había amainado. La tromba de agua se había convertido en una susurrante llovizna. El viento estaba en calma, aunque de vez en cuando resurgían rachas violentas y cortas.

—Bien hecho, Mina —dijo Chemosh—. Estoy satisfecho.

Mina levantó la cabeza y miró a su alrededor con la esperanza de que el dios estuviese allí con ella, en el Alcázar de las Tormentas. No se lo veía por ningún sitio y la joven comprendió al punto que había sido tonta al pensar que podría haber ido a la isla. Zeboim seguiría vigilándola y la presencia del dios lo desvelaría todo.

—Me alegra haberte complacido, mi señor —musitó Mina, para quien el elogio de Chemosh actuó como una hoguera que le dio calor.

—Zeboim cumplirá su promesa y mantendrá la mar en calma. Te admira. Todavía alberga la esperanza de ganarte para su causa.

—Jamás, mi señor —respondió con firmeza la joven.

—Lo sé, pero ella no lo sabe y, en consecuencia, no pongan a prueba su paciencia mucho tiempo. ¿Tienes el yelmo de Krell? —Sí, señor. Lo llevo conmigo, como ordenaste. —Mantenlo a buen resguardo. —Sí, señor.

—Que los vientos te traigan en seguida a mis brazos, Mina —dijo el Señor de la Muerte.

Ella sintió un roce en la mejilla, un beso depositado en su piel. Se llevó la mano a la cara, cerró los ojos, y se deleitó con la calidez de la caricia. Cuando abrió los ojos, había recuperado las fuerzas como si hubiese comido y bebido.

Pensando en la seguridad del yelmo, despojó a uno de los muchos cadáveres de la capa harapienta y envolvió en ella la pieza de armadura, tras lo cual aseguró el paquete con el cinturón que quitó a otra de las víctimas. Acarreando el yelmo en el envoltorio, salió de la Torre del Lirio y cruzó la plaza de armas, en dirección a la Escalera Negra y a su pequeño velero.

8

Desde su ventajosa posición en el cielo, Zeboim observó cómo el balandro de Mina se mecía a través de las aguas del mar que resplandecían con el sol y se dirigía hacia una franja de costa desierta y rocosa. Siendo una diosa impaciente y cruel, Zeboim podría haber levantado una ola para que volcara la pequeña embarcación o llamar a un dragón marino para que la devorara o infinidad de cosas más con las que atormentar o matar a la mortal. Eso no habría significado nada para ella, que a veces hundía barcos llenos de almas vivientes y mandaba a pasajeros y tripulantes a una muerte aterradora por ahogamiento o los veía sufrir durante días y días, acurrucados en los minúsculos botes salvavidas hasta que morían de sed y la exposición a condiciones climáticas extremas, o los devoraban los tiburones.

Zeboim disfrutaba con sus súplicas desesperadas. Le encantaba oírlos invocarla. Le prometían cualquier cosa con tal de que les perdonara la vida. A veces no les hacía caso y los dejaba morir. Otras escuchaba sus plegarias y los salvaba. No actuaba simplemente por capricho, como a menudo se la acusaba por parte de los mortales y de los otros dioses. Era una diosa inteligente, calculadora, que sabía cómo actuar ante un público.

Los marineros muertos no dejaban regalos en sus altares ni alzaban al cielo cantos de alabanza para ella. Pero los marineros que escapaban a la muerte por ahogamiento jamás pasaban ante un santuario de la Diosa del Mar sin detenerse para dejar una muestra de su gratitud. Los marineros que temían ahogarse le hacían las mejores ofrendas con la esperanza de ganarse su favor. A fin de conseguir que todos regresaran a ella, Zeboim tenía que ahogar a unos pocos de vez en cuando. Otro tanto ocurría con huracanes y maremotos, inundaciones y ciclones. El hombre que veía a su hijo arrastrado por un torrente clamaba su nombre para bendecirla o para maldecirla, dependiendo de si su mano bajaba y sacaba al chico o lo mantenía bajo las aguas. Bendiciones o maldiciones, ambas cosas eran alimento en su mesa ya que a la siguiente estación de lluvias ese hombre acudiría a su santuario para suplicarle que perdonara la vida de sus otros hijos.

En lo relativo a decidir quién viviría y quién debía morir, Zeboim era un tanto antojadiza en este sentido. Lo mismo era capaz de ahogar al propietario del barco, que había pagado para construir un nuevo santuario, y dejar vivo al grumete, que había dejado de ofrenda un céntimo doblado, y eso porque su madre lo había obligado. Era capaz de ahogar a sus propios clérigos con tal de tener en vilo a todo el mundo.

En cuanto a Mina, la joven intrigaba a la diosa. Cierto, Zeboim la había menospreciado durante la conversación sostenida entre las dos, pero todo había sido un montaje. Nunca otorgaba a un mortal el poder que implicaba dejar ver que gozaba más de su favor que los demás.

Aunque Zeboim había despreciado a Takhisis, tenía que admitir que su madre tenía talento para encontrar buenos servidores, y la tal Mina era osada e inteligente, valerosa y fiel; toda una alhaja entre los mortales. Quería que Mina la adorara, y mientras veía cómo el velero llegaba sin problemas a la costa y la joven bajaba de él, cargada con el envoltorio en el que llevaba el yelmo del Caballero de la Muerte, la diosa barajó distintos planes para intentar ganársela.

Y, por las apariencias, la cosa no podía empezar mejor. El santuario de la Diosa del Mar fue al primer sitio al que acudió la chica después de desembarcar para dar las gracias por el viaje exento de peligros. La oración de Mina fue cortés y adecuadamente respetuosa, y, aunque Zeboim habría preferido más adulación y tal vez incluso unas cuantas lágrimas sinceras, se sintió satisfecha. Se envolvió en nubes de tormenta y, al no tener nada mejor que hacer, regresó al Alcázar de las Tormentas para arrastrar el alma de Krell de vuelta a su prisión, desde fuera cual fuera el plano inmortal en el que se hallara. A lo mejor el desdichado acariciaba la idea de que podía esconderse de ella.

Una ráfaga de viento y un destello de relámpago anunciaron su llegada a la Torre del Lirio. Se cruzó de brazos y contempló fijamente la armadura vacía con una sonrisa malévola.

—Sin duda tu alma miserable corre en círculos intentando encontrar el camino para escabullirse de esta existencia maldita, Krell. Tal vez piensas que escaparás de mí esta vez. No vas a tener esa suerte. Mi brazo es largo y llega lejos.

Zeboim adecuó los actos a las palabras. Extendió el brazo y buscó dentro de la armadura.

—Sólo tengo que agarrarte por el pelo y sacarte a rastras... Esperando ver el alma de Krell, acobardada y gemebunda, retorciéndose entre sus dedos, Zeboim sacó la mano y se la miró. Estaba vacía.

Zeboim miró el plano inmortal en busca del alma de Krell. Estaba vacío.

La diosa golpeó la armadura metálica, que se desintegró en fragmentos pequeños como motas de polvo.

Estaba vacía. Dentro no se escondía nada para intentar escapar de su ira.

Rápida como un viento huracanado, Zeboim recorrió el alcázar y rebuscó en cada grieta y en cada rincón. Estuvo tentada de demoler la fortaleza, piedra a piedra, pero sólo perdería el tiempo. Comprendió la verdad. La supo en el momento que tocó la armadura vacía. Detestaba admitirlo.