Krell se había ido. Se le había escapado.
Zeboim volvió a ver a Mina arrodillada, volvió a escuchar sus palabras.
Mi lealtad y mi fe están con los muertos.
—Ah, qué lista, pequeña zorra. —Zeboim barbotó un juramento—. Maquinadora, ladrona, lista zorrita. «Mi lealtad está con los muertos.» No te referías a mi madre. ¡Te referías a Chemosh!
Pronunció el nombre con un estallido de rabia que hizo que el mar espumajeara, borbotara y se agitara. Los vientos de tormenta aullaron, los ríos se desbordaron. La ira de Zeboim sacudió hasta los cimientos del propio Abismo, donde Chemosh percibió su furia y sonrió.
9
Chemosh deambuló por el mundo mientras esperaba a que Mina regresara con él. Trató de interesarse en lo que ocurría, pues se estaban desarrollando acontecimientos que afectarían a sus planes y ambiciones. Observó con preocupación el incremento y el despliegue de las fuerzas de minotauros en Silvanesti. Sargonnas se afianzaba para asumir el control del panteón de la Oscuridad y no parecía que en ese momento se pudiera hacer nada para impedírselo. Chemosh tenía algunas ideas respecto a eso, pero aún no estaba preparado para ponerlas en práctica. Paciencia. Ésa era la clave. «Quien mucho corre, pronto para.»
También se dejó caer por allí para echar una ojeada a Mishakal, ya que la había añadido recientemente a su lista de deidades que ponían en peligro su ambición. Nunca lo hubiera creído, pero la diosa a la que antaño se la conocía por su carácter dulce, sin pretensiones, se había mostrado muy belicosa en los últimos tiempos. Empezaba a molestar seriamente a Chemosh, pues sus clérigos no se limitaban a sentarse junto a los lechos de los enfermos, sino que hostigaban a los suyos, echaban abajo sus templos y mataban a sus zombis. Sí, cierto, a él no le gustaban mucho los zombis, pero eran suyos y matarlos se convertía en una afrenta hacia él. También se ocuparía pronto de eso. Plantearía a Mishakal y a sus clérigos «hacedores del bien» un oscuro misterio que se verían obligados a resolver, siempre y cuando Mina resultara ser todo lo que él pensaba y esperaba que fuera.
Los otros dioses no representaban una amenaza digna de tenerse en cuenta. Kiri—Jolith estaba centrado en restablecer su culto entre los Caballeros de Solamnia y otros individuos de mentalidad belicosa. Chislev danzaba con los unicornios en sus bosques, regocijada de haberlos recobrado. Majere observaba a una mariquita que trepaba por el tallo de un diente de león y se maravillaba con la perfección de ambos, el insecto y la flor. Los dioses de la magia se hallaban inmersos en su propia política y en discutir qué hacer con ese azote de la baja hechicería que había asomado su juguetona cabeza en su bien ordenado mundo. Los dioses de la Neutralidad se dedicaban a mostrarse firmemente neutrales y sin comprometerse con nadie por miedo a que incluso un estornudo pudiera desestabilizar el delicado equilibro e inclinarlo a uno u otro lado.
Algo iba a romperlo, y no precisamente un estornudo. Mina era la pesa dorada en la mano del Señor de la Muerte, la pesa dorada que caería en los platillos de la balanza y los desequilibraría por completo.
Chemosh no las había tenido todas consigo respecto a que Mina saliera con éxito de la empresa que le había encomendado. Sabía que era una mortal extraordinaria, pero era mortal y, además, humana, una combinación a menudo insatisfactoria. Se sorprendió agradablemente cuando la joven bajó de la pequeña embarcación llevando en los brazos el envoltorio con el yelmo. Más que sorprendido, estaba admirado. Habían pasado eones desde que un humano había despertado su admiración.
El lugar de encuentro acordado era un antiguo templo dedicado a su culto, en la costa de Solamnia. La había estado esperando allí, con cuidado de no dejarse ver, puesto que Zeboim vigilaría a Mina mientras la joven navegara por el mar y puede que incluso después de que desembarcara. Así pues, había mandado a Mina que hiciera una visita al santuario de la diosa para que ésta no sospechara nada.
El templo en el que se encontraron había sido en tiempos un mausoleo que una afligida noble había mandado construir para su difunto esposo. El nombre familiar, grabado en la parte frontal del mausoleo, aparecía erosionado, al igual que el escudo de armas. La mansión estaba en ruinas y sólo quedaban los cimientos debido a que los residentes locales se habían llevado los materiales utilizados en su construcción para reedificar los hogares dañados durante el Primer Cataclismo. No obstante, el mausoleo permanecía intacto y en unas condiciones relativamente buenas. Nadie había osado tocarlo porque, según la leyenda, todavía se podía oír el quejumbroso lamento de la afligida viuda y se veía su figura fantasmal que sollozaba en la escalera de mármol.
Construido en mármol negro, el mausoleo era casi un pequeño pabellón. Cuatro esbeltas torres adornadas con tallas se alzaban en las cuatro esquinas del tejado de pronunciadas vertientes y acabado en pico, rodeado por una delicada filigrana de hierro fundido. Un pórtico de columnas al final de la escalera de mármol resguardaba una enorme puerta de bronce. Dentro del mausoleo, dos hileras de esbeltas columnas se erguían cual centinelas a ambos lados de la inmensa tumba de mármol, adornada con el escudo de armas familiar y repleta de bajorrelieves que representaban los momentos más destacados de la vida del hombre que reposaba en ella.
La noble dama había construido un altar al fondo del mausoleo y lo había dedicado a Chemosh. Allí había acudido a rezar diariamente al Dios de la Muerte y a jurar que no abandonaría aquel lugar hasta que le devolviera a su esposo. Puesto que el espíritu del marido había seguido su camino, Chemosh no había podido responder a su plegaria, pero sí se ocupó de que la mujer cumpliera su promesa. Al volver al mundo, Chemosh había encontrado a su fantasma todavía allí, llorando en la escalera. Había olvidado lo molesto que le había resultado su lloriqueo y al final la había liberado para que se reuniera con su esposo.
Se preguntó si no se estaría volviendo un poco romántico.
Entró en el templo y miró a su alrededor. El mausoleo estaba bien construido. El agua no se filtraba por el tejado; el interior permanecía seco y no había humedad ni moho. Dentro sólo había un cadáver decentemente inhumado. No había un revoltijo de tibias y calaveras. Los seguidores de Chemosh, sin dejarse intimidar por el fantasma, se habían instalado en el mausoleo durante la Guerra de la Lanza y habían permanecido allí hasta que el robo del mundo los había privado de su dios. Le complació advertir el hecho de que había sido un grupo inusitadamente ordenado que limpiaba después de los ritos, por lo que no había cera derretida en el paño del altar ni manchas de sangre en el suelo ni fragmentos de huesos en el estrado.
Chemosh encontró cierta evidencia de que alguien —ya fuera uno de esos nuevos y equivocados nigromantes o un ladrón de tumbas— había entrado hacía poco. Quienquiera que fuera había intentado correr la tapa del sepulcro mediante una palanca. La tapa de mármol pesaba muchísimo y su intento había sido fallido. También habían saqueado el altar, del que se habían llevado un par de candelabros dorados y un cáliz con rubíes incrustados, objetos que recordaba claramente ya que no perdía la pista de sus objetos sagrados.
—En los viejos tiempos ningún ladrón se habría atrevido a incurrir en mi ira—dijo mientras fruncía el entrecejo con rabia—. Gracias a nuestra difunta y no llorada reina, nadie tiene respeto a los dioses en la actualidad. Pero eso cambiará. Un día no muy lejano, cuando los mortales pronuncien el nombre de Chemosh lo harán con respeto y sobrecogimiento. Lo pronunciarán con temor.
—Mi señor Chemosh. —Mina dijo su nombre, pero no con temor, sino con amor y reverencia.