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Chemosh abrió la puerta de bronce y la encontró parada en la escalera de mármol. Estaba empapada, desaliñada, con las manos ensangrentadas y magulladas, agotada hasta el punto de desplomarse. Los ojos ambarinos brillaban con la cálida luz roja de Lunitari. Le hizo una reverencia y le tendió el yelmo del Caballero de la Muerte, Ausric Krell.

—Como lo ordenaste, mi señor —dijo.

—Entra. Ponte a resguardo de miradas indiscretas.

Agarró a la joven y la hizo pasar al mausoleo, tras lo cual cerró las grandes puertas de bronce.

—Qué fría tienes la mano. Helada como la muerte —dijo, y le complació verla sonreír por la pequeña broma—. Estás empapada hasta los huesos. Ven, te haremos entrar en calor.

Estaba ansioso por comprobar si su encantamiento había funcionado y si había conseguido realmente capturar a Krell, pero Mina le preocupaba. La joven casi no podía caminar por los temblores que la sacudían. Chemosh chasqueó los dedos y un fuego se encendió en un brasero del altar. Mina se acercó a él con alivio y alargó las manos hacia la fuente de calor.

La blusa de batista, empapada, se le pegaba al cuerpo y perfilaba la redondez de los pechos, que eran blancos y suaves como el mármol del altar. Él reparó en los senos, temblorosos por la tiritera, que subían y bajaban con la respiración. Sus ojos se desviaron hacia el hueco de la garganta, una tentadora sombra de oscuridad a la luz del fuego, hacia el rostro, a la curva de los labios, a la firme barbilla, a los extraordinarios ojos ambarinos.

Chemosh se sorprendió a sentir que el corazón le latía más de prisa y que se le cortaba la respiración. No era nada nuevo que los dioses se enamoraran de mortales; Zeboim había sido una de ellos e incluso había llegado tan lejos como para dar a luz a un hijo semimortal. Chemosh nunca había entendido cómo se podía sentir uno atraído por un mortal, con sus mentes limitadas y sus vidas fugaces, y tampoco se entendió a sí mismo en ese momento. El propósito de seducir a Mina era un puro asunto de interés, al menos en lo concerniente a sí mismo. Haría el amor a la joven y la cogería en una trampa, la obligaría a depender de él. Ahora se sentía entre divertido y enfadado por experimentar deseo. El deseo era una señal de debilidad por su parte. Tenía que dominarlo, centrarse en la meta de convertirse en rey.

Mina sintió la mirada prendida en ella. Se volvió a mirarlo y debió de ver sus pensamientos reflejados en los ojos porque le sonrió, y el ámbar de sus iris se tornó cálido.

Chemosh apartó bruscamente esos pensamientos y la mirada de la joven. El trabajo estaba antes que el placer. Puso el yelmo sobre el altar y miró con ansia el interior. En las sombras del Abismo distinguió la pequeña y reseca alma de Ausric Krell.

Una violenta ráfaga de viento azotó el mausoleo, sacudió los árboles y arrancó las hojas de las ramas. Los truenos retumbaron con frustración contra el templo. La furia alumbró el cielo nocturno y las lágrimas de cólera ahogaron las estrellas.

Dentro del mausoleo todo era acogedora calidez. Chemosh sostuvo el espíritu entre el pulgar y el índice y observó cómo Krell se retorcía, igual que un ratón apresado por la cola.

—¿Me juras lealtad, Krell? —demandó el dios.

—Sí, mi señor. —La voz del caballero muerto sonó lejana, minúscula y desesperada—. ¡Lo juro!

—¿Harás lo que te pida? ¿Obedecerás mis órdenes sin rechistar?

—Lo que sea, mi señor —aseguró Krell—. Sólo tienes que mantener lejos de mí las garras de la Arpía del Mar.

—Entonces, a partir de este momento, Ausric Krell, me perteneces —entonó Chemosh con solemnidad al tiempo que soltaba el espíritu sobre el altar—. Zeboim no tiene dominio sobre ti. No puede encontrarte porque estás escondido y a salvo en mi oscuridad.

Durante todo el tiempo era consciente de que Mina lo observaba, los ojos ambarinos muy abiertos por el sobrecogimiento y la admiración. Le complació que se impresionara hasta que se le pasó por la cabeza la idea de que estaba comportándose como un colegial que alardeara para que lo viera una niñita tonta.

Hizo un ademán irritado con la mano y Ausric Krell, vestido con la armadura de su maldición, apareció frente al altar. Los rojos ojos, relucientes como ascuas encendidas, recorrieron el entorno con desconfianza en un vistazo de reconocimiento.

—No es ninguna trampa, Krell, como puedes ver —manifestó Chemosh, que añadió en voz rechinante—: Al menos podrías darme las gracias.

El caballero hincó trabajosamente una rodilla en el suelo en medio de tintineos y ruidos metálicos.

—Mi señor, te doy las gracias. Estoy en deuda contigo.

—Lo estás, Krell. Y jamás lo olvidarás.

—¿Tus órdenes, mi señor?

Los pensamientos de Chemosh no dejaban de desviarse hacia Mina, y el Caballero de la Muerte empezaba a resultarle una molestia insoportable.

—Todavía no tengo órdenes para ti —dijo—. Le estoy dando vueltas a un plan en el que tomarás parte, pero aún no es el momento adecuado. Tienes permiso para marcharte.

—Sí, mi señor. —Krell hizo una reverencia y echó a andar hacia la puerta. A mitad de camino se detuvo y giró sobre sus talones, desconcertado—. ¿Marcharme adonde, mi señor?

—A donde quieras, Krell —replicó Chemosh, impaciente. Tenía los ojos puestos en Mina, igual que los de la joven estaban prendidos en los de él.

—¿Puedo ir a cualquier parte? —Krell quería estar completamente seguro—. ¿La diosa no puede alcanzarme?

—No, pero yo sí puedo —dijo Chemosh, que perdía la paciencia por momentos—. Ve a donde quieras, Krell. Lleva a cabo cualquier barbaridad que se te ocurra, pero no aquí.

—¡Así lo haré, mi señor! —Krell hizo otra reverencia—. En ese caso, mi señor, si no me necesitas para nada más...

—Lárgate, Krell.

—Esperaré tu llamada, mi señor. Hasta entonces, me despido. Adiós.

Krell salió del mausoleo acompañado del tintineo metálico de la armadura. Chemosh cerró de golpe la puerta de bronce tras él y la atrancó.

—Creía que habías sido muy hábil al capturar a ese desdichado, Mina, pero ahora veo que podría haber mandado a un enano gully a buscarlo. —Chemosh le sonrió para que comprendiera que estaba bromeando y alargó las manos hacia la joven, que las agarró y se acercó a él.

—¿Y cuál va a ser mi recompensa, mi señor?

Los ojos ambarinos brillaban; su cabello era una llamarada roja y dorada. Las manos apretaban las suyas y el dios sintió la suavidad de la piel recubriendo la dureza de los huesos. Podía percibir la sangre palpitante que circulaba por las venas y ver el latido de la vida en el hueco de la garganta. Estrechándola contra sí, se deleitó con su calidez, la calidez de la vida, la calidez de la mortalidad.

—¿Cómo he de servir a mi señor? —preguntó Mina.

—Así —contestó y la tomó en sus brazos.

Le besó los labios. Le besó el hueco de la garganta. Le quitó la blusa que la cubría y, ciñéndola, oprimió la boca contra el seno, por encima del corazón.

El beso abrasó la carne, que empezó a ennegrecerse con su tacto. Mina gritó. Se puso rígida y se retorció de dolor mientras forcejeaba entre sus brazos. Él la retuvo con firmeza, pegada contra sí. Y entonces, muy despacio, se apartó.

La joven se estremeció, suspiró. Abrió los párpados y lo miró a los ojos. Después, con un gesto de dolor, bajó la vista a su seno.

Tenía una marca, la huella de sus labios, grabada a fuego en la piel. —Eres mía, Mina—dijo Chemosh.

El beso había traspasado carne y hueso y había llegado al corazón. La joven sentía rebullir en su interior el poder que acababa de darle y se inclinó hacia él con los labios entreabiertos, anhelando que la besara una y otra vez.

—Soy tuya, mi señor.

El deseo, doloroso, se adueñó de Chemosh, que ya no se lo cuestionó. La tomaría, la haría suya, pero necesitaba estar seguro de que ella lo entendía.

—No serás una esclava para mí, como lo fuiste de Takhisis.