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El clérigo de Kiri—Jolith, que se llamaba Lleu, vio que la gente sentía curiosidad, no miedo, y ello le causó inquietud al no saber qué hacer. Los clérigos de todos los dioses habían esperado que Chemosh intentara asir las riendas del poder que manejaba Sargonnas. Durante un año, desde el retorno de los dioses, los clérigos habían especulado respecto al audaz paso que daría. Por lo visto, Chemosh ya se había puesto en marcha finalmente. Lleu advirtió que muchos lo observaban con expectación, esperando que montara un número. Guardó silencio mientras las extrañas porteadoras pasaban junto a él, si bien clavó la vista en las cortinillas para tratar de atisbar quién iba dentro.

Una vez que el palanquín hubo pasado, dejó su sitio en la fila para, caminando al margen de la multitud, seguirlo discretamente. Cuando el palanquín llegara a las puertas, la persona que iba dentro tendría que identificarse a los guardias, y Lleu se proponía echarle una ojeada.

No obstante, muchos otros habían tenido la misma idea y la multitud se adelantó en tropel, de forma que se apelotonaron detrás del palanquín mientras se daban codazos para tener mejor vista. Los guardias, al oír que aquello tenía algo que ver con Chemosh, habían enviado a un corredor de la guarnición a pedir instrucciones al corregidor. El corregidor llegó a caballo para encargarse de la situación e interrogar personalmente a esa persona. Se hizo un profundo silencio en la multitud cuando el palanquín llegó a las puertas, y todos esperaron descubrir algo del misterioso ocupante.

El corregidor echó un vistazo al palanquín y a las mujeres que lo transportaban y se rascó la mejilla en un gesto obvio de no saber cómo proceder.

—Mi señor corregidor —saludó en voz baja Lleu—, si puedo servirte de ayuda...

—¡Hermano Lleu, me alegra verte de vuelta! —exclamó el corregidor con alivio. Se inclinó en la silla para mantener un breve intercambio— ¿Crees que es un clérigo de Chemosh?

—Es lo que creo, señor —respondió Lleu—. Clérigo o sacerdotisa. —Echó una ojeada al palanquín—. Las calaveras doradas son las de Chemosh, sin lugar a dudas.

—¿Qué hago? —El corregidor era un fornido hombretón acostumbrado a ocuparse de reyertas tabernarias, no de mujeres de un metro ochenta cuyos ojos no se movían y que cargaban con un palanquín que transportaba a un viajero desconocido—. ¿Les mando largarse con viento fresco?

Lleu estuvo tentado de responder afirmativamente. La llegada de Chemosh no era buena señal para nadie, de eso estaba seguro. El corregidor tenía autoridad para negar la entrada a cualquiera por cualquier razón.

—Chemosh es un dios del Mal. Creo que estaría dentro de tu jurisdicción...

—¿Hacer qué? —inquirió una voz de mujer que temblaba de indignación—. ¿Prohibir al representante de Chemosh el paso a vuestra ciudad? ¡Supongo que eso significa que lo siguiente que haréis será prender fuego a mi santuario y expulsarme a mí!

Lleu suspiró profundamente. La mujer vestía los ropajes verdes y azules propios de una sacerdotisa de Zeboim. La ciudad de Staughton se alzaba a orillas de un río. Zeboim era una de las diosas más populares de la ciudad, sobre todo en la estación de lluvias. Si el corregidor negaba el acceso al representante de uno de los dioses de la oscuridad, se correría el rumor de que Zeboim sería la siguiente en marcharse.

—Deja que pasen —dijo Lleu, que agregó en voz alta para que la muchedumbre lo oyera—: Los dioses de la luz fomentan el libre albedrío. No le decimos a la gente en qué puede creer o en qué no.

—¿Estás seguro? —preguntó el corregidor, ceñudo—. No quiero ningún problema.

—Es lo que te aconsejo, mi señor. La decisión, por supuesto, es tuya.

Los ojos del corregidor pasaron de Lleu a la sacerdotisa de Zeboim, y de ésta, al palanquín. Ninguno de ellos le sirvió de mucha ayuda. La sacerdotisa de Zeboim lo observaba con los ojos entrecerrados. Lleu había dicho todo cuanto tenía que decir. El palanquín seguía parado delante de las puertas, y las porteadoras esperaban pacientemente.

El corregidor se adelantó para dirigirse al ocupante invisible.

—Tu nombre y la naturaleza de los asuntos que te traen a nuestra bella ciudad —inquirió en tono enérgico.

La multitud contuvo la respiración.

Durante un instante no hubo respuesta. Entonces una mano —una mano femenina— apartó las cortinillas. Era una mano bien formada. Gemas rojas como la sangre resplandecían en los dedos esbeltos. Lleu captó el atisbo de una mujer dentro del negro palanquín. Se quedó boquiabierto, con los ojos desorbitados.

Nunca había visto a esa mujer. Era joven, menos de veinte años. Tenía el cabello caoba, del color de las hojas en otoño, y lo llevaba arreglado en un peinado complejo debajo de un tocado negro y dorado. Sus ojos eran de color ámbar, luminosos, radiantes, cálidos, como si todo el mundo estuviera frío y aquellos ojos fueran el último calor que le quedara a un hombre. Se cubría con un vestido negro de un tejido transparente que insinuaba todo sin revelar nada. Se movía con estudiada gracia y en aquellos ojos había una expresión enterada, un conocimiento de secretos que ningún otro mortal poseía.

Resultaba inquietante. Peligrosa. Lleu habría querido girar sobre sus talones y alejarse con indiferencia, pero se quedó mirándola fijamente, fascinado, incapaz de moverse.

—Me llamo Mina —dijo—. Vengo a vuestra ciudad con el mismo propósito que ha traído a toda esta buena gente. —Hizo un ademán para señalar a la muchedumbre—. Para compartir la celebración de la primavera.

—¡Mina! —exclamó Lleu—. Conozco ese nombre.

Kiri—Jolith era un dios belicoso, un dios de honor y guerra, patrón de los Caballeros de Solamnia. Lleu no era caballero ni solámnico, pero había viajado a Solamnia para estudiar con los caballeros cuando decidió consagrarse a Kiri—Jolith. Había oído sus historias sobre la Guerra de los Espíritus y sobre una joven llamada Mina que había conducido a sus ejércitos de la oscuridad de una victoria asombrosa a otra, incluida la destrucción de la Señora Suprema, la dragona Malys.

—He oído hablar de ti. Eres seguidora de Takhisis —dijo Lleu con severidad.

—La diosa que salvó al mundo del terror de los señores supremos. La diosa que fue vilmente traicionada y destruida —contestó Mina. Una sombra oscureció sus ojos ambarinos—. Honro su memoria, pero ahora sigo a otro dios.

—A Chemosh —apuntó Lleu en tono acusador.

—A Chemosh —corroboró Mina al tiempo que agachaba la vista en una actitud respetuosa.

—¡El Señor de la Muerte! —añadió, desafiante, Lleu. —El Señor de la Vida Eterna —replicó ella.

—De modo que así es como se llama ahora —comentó Lleu, sarcástico. —Ven a visitarme y lo descubrirás —ofreció Mina.

Su voz era tan cálida como sus ojos, y Lleu fue consciente de repente de la muchedumbre amontonada a su alrededor con la oreja puesta para no perderse una sola palabra. Ahora lo miraban todos mientras se preguntaban si aceptaría la invitación, y comprendió, con gran disgusto, que lo había llevado a una trampa. Si rehusaba pensarían que tenía miedo de enfrentarse a Chemosh y acto seguido llegarían a la conclusión de que era un dios poderoso, pero lo cierto era que no quería hablar con esa mujer. No quería estar en su presencia.

—Acabo de volver tras una larga ausencia —dijo Lleu tratando de ganar tiempo—. Tengo muchas cosas que hacer. Si consigo encontrar un rato libre tal vez me pase a verte para sostener una conversación teológica contigo. Creo que sería muy interesante.

—También yo lo creo —respondió suavemente Mina, y él tuvo la impresión de que no se refería a la teología.

A Lleu no se le ocurrió nada que contestar. Hizo una cortés reverencia y se abrió paso entre la multitud fingiendo no oír las pullas y las risitas disimuladas. Esperaba fervientemente que el corregidor negara la entrada a esa mujer. Fue derecho a su templo y se detuvo frente a la estatua de Kiri—Jolith; encontró solaz y consuelo en el semblante severo e implacable del dios guerrero. Se tranquilizó y, tras dar las gracias al dios, fue capaz de ponerse con el trabajo que se había amontonado durante su ausencia.