Mina miró a Lleu, que rebullía, se estiraba y empezaba a despertar. De pronto se dio cuenta de que no sólo había tomado una vida, sino que la había devuelto. Tenía poder para dar la vida eterna a cualquiera en el mundo. Su poder... y el del dios.
Le tendió la mano a Chemosh, que la estrechó entre la suya.
—¡Cambiaremos el mundo, mi señor!
Sólo quedaba una pregunta, una duda persistente. Mina posó la mano sobre su propio pecho, donde estaba la marca negra dejada por Chemosh en su blanca piel.
—Mi señor, mi corazón sigue latiendo. La sangre corre caliente por mis venas. No tomaste mi vida...
Chemosh no le dijo que era eso lo que amaba en ella. Su calidez, su corazón palpitante, su sangre caliente y viva. Tampoco le dijo que el don de la vida eterna que ella otorgaría a los mortales no era tan radiante como parecía a primera vista. Podría habérselo dicho, pero entonces la habría perdido y no estaba dispuesto a renunciar a ella. Aún no. Quizá algún día, cuando se hubiera cansado de ella.
—Estoy rodeado de muertos, Mina —explicó a modo de excusa—. Un día sí y otro también. Como ese necio de Krell, que no me deja en paz y está dándome la lata constantemente. Para mí eres «una bocanada de vida», Mina.
Rió su propia broma, dio un beso de despedida a Mina y se marchó. La joven se bajó de la cama. Cogió el peine y se lo pasó por el enmarañado cabello, con cuidado para deshacer los nudos.
Oyó un murmullo a su espalda. Miró hacia atrás por encima del hombro y vio a Lleu sentado entre las sábanas revueltas. Parecía confuso y se llevó la mano al pecho; se encogió, como si reviviera un dolor evocado. Mina lo observaba sin dejar de peinarse.
La expresión de Lleu se relajó. Abrió los ojos de par en par. Volvió a mirar en derredor, como si todo le pareciese nuevo. Se bajó de la cama, se acercó a ella, se agachó y la besó en el cuello.
—Gracias, Mina —dijo fervientemente.
Deseaba hacer el amor con ella otra vez. Intentó besarla. La joven soltó el peine, se volvió hacia él y le retiró las manos anhelantes. —Conmigo no, Lleu —dijo—. Con otras.
Lo miró a los ojos, que ya no mostraban extrañeza, sino que estaban brillantes y alertas. Pasó el índice sobre el beso marcado a fuego sobre la piel del clérigo.
—¿Lo entiendes?
—Lo entiendo. Y te agradezco este regalo.
Lleu le tomó la mano y se la besó. Su piel tenía un tacto frío. No con el helor de la muerte, pero sí más fría de lo habitual, como si hubiese llegado de un lugar frío como una oscura cueva o un bosque umbrío. En todos los demás aspectos parecía normal.
—¿Volveré a verte, Mina? —inquirió con ansiedad mientras se vestía la túnica de clérigo de Kiri—Jolith.
—Quizá. —Se encogió de hombros—. No puedes depender de mí. Tengo un deber que cumplir para con Chemosh, igual que tú.
El joven clérigo frunció el entrecejo, desilusionado.
—Mina...
Ella siguió dándole la espalda. El tamborileo de sus uñas denotó su impaciencia.
—Alabado sea Chemosh —dijo Lleu tras un momento, y se marchó.
Mina oyó el ruido de sus pasos en la escalera, lo oyó saludar ruidosamente al posadero.
Volvió a coger el peine y se puso a desenredar con paciencia los nudos del cabello rojizo. Las palabras de Chemosh perduraban en su memoria; al igual que su beso.
Le había prometido poder sobre la vida y la muerte y había cumplido su promesa. Le había sido leal.
—Alabado sea Chemosh —musitó.
3
Sentado en la alta hierba, al pie de la colina, Rhys tenía el bastón recostado en los brazos y dejaba vagar los pensamientos, sin rumbo, junto a las blancas nubes que se desplazaban por el cielo azul. Desperdigadas por la colina que se alzaba sobre él, las ovejas pastaban plácidamente. Los grillos zumbaban en la hierba a su alrededor. Las mariposas aleteaban de flor en flor. Rhys permanecía tan inmóvil que de vez en cuando las mariposas se posaban en él, engañadas por el intenso color anaranjado de sus toscas ropas de hilaza.
Rhys estaba pendiente de las ovejas, ya que era su pastor, pero no las vigilaba de forma exagerada. No era necesario. Su perra, Atta, tumbada panza abajo a corta distancia de él con la cabeza sobre las patas, observaba atentamente a las ovejas, sin perderse un solo movimiento. Atta vio que tres empezaban a apartarse del hato y a deambular hacia un rumbo que en seguida las llevaría al otro lado de la cima de la colina, fuera de la vista. Levantó la cabeza, enhiestas las orejas. El cuerpo se le puso en tensión y echó una mirada de soslayo a su amo para ver si Rhys se había dado cuenta del detalle.
El hombre se había fijado en las ovejas errabundas pero fingió lo contrario y siguió sentado tranquilamente, escuchando los píos del gorrión y el canto del jilguero, observando el lento avance de una oruga por un brote de hierba y pensando en su dios.
Atta se estremeció. Emitió un gruñido bajo, de alerta. Las ovejas casi habían llegado a la cima. Rhys cedió.
Se levantó con gran facilidad, sin el menor esfuerzo. Tenía treinta años y la edad se le notaba en el rostro, de piel tostada y curtida, pero no ocurría lo mismo con su cuerpo, al que el ejercicio diario, la rigurosa vida a la intemperie y una sencilla dieta hacían fuerte, delgado, ágil. Llevaba largo el oscuro cabello, tejido en una trenza que le colgaba por la espalda. Extendió el brazo e hizo un gesto amplio. —Ve —ordenó.
Atta corrió colina arriba; su cuerpo blanco y negro era un borrón sobre la verde hierba. No se dirigió directamente a las ovejas y tampoco las miró. Un movimiento así de un animal haría que las ovejas lo identificaran con un lobo y huyeran despavoridas. Abriéndose en ángulo y sin perderlas de vista por el rabillo del ojo, Atta flanqueó a las ovejas por la derecha y las hizo girar a la izquierda, de vuelta con el rebaño.
El hombre se llevó los dedos a la boca y emitió un silbido penetrante. La perra estaba demasiado lejos para oír su voz, pero el silbido le llegaba claramente. Atta se dejó caer sobre la barriga, sin quitar ojo a las ovejas, y esperó la siguiente orden.
Rhys alzó el puño y lo sostuvo entre el sol y la línea del horizonte. Un puño por cada hora entre ese momento y la puesta de sol. Había que pensar en volver y llevar el hato a los corrales para llegar a tiempo de cenar antes de iniciar los ejercicios rituales de entrenamiento. Lanzó otro agudo silbido, dos notas: larga, corta. Eso significaba «marcharse», orden que hizo desplazarse a la perra a su izquierda.
Atta condujo a las ovejas colina abajo, de vuelta a donde se encontraba Rhys con su cayado. Equilibrando sus movimientos con los de Rhys, se mantenía en línea recta con el pastor de forma que las ovejas quedaban entre los dos. Si Rhys se desplazaba a la izquierda, ella lo hacía a la derecha, y viceversa. Su deber era mantener al rebaño en movimiento, en la dirección correcta, y asegurarse de que los animales permanecieran juntos, todo ello sin provocar que se asustaran y salieran corriendo en desbandada.
El hato estaba más o menos a medio camino de la ladera cuando Rhys vio que una oveja se quedaba atrás. Se había desviado hacia una zona de hierba alta y él no se había percatado. Rhys volvió a silbar; era una orden distinta que significaba «échate».
Atta aflojó el paso. No tenía que seguir la orden al pie de la letra, aunque a veces la perra se tumbaba sobre la tripa. En esta ocasión, se detuvo. El rebaño frenó la marcha. Fijando la mirada hipnótica de sus ojos castaños en los animales, Atta los sometió y los inmovilizó.
Rhys silbó una vez más, otra señal diferente. «Vuelve», ordenó.
Segura de que el rebaño continuaría parado donde lo había dejado, Atta dio media vuelta y corrió colina arriba. Localizó a la oveja solitaria y la hizo moverse, de vuelta al rebaño. Después, Atta azuzó al hato hacia Rhys.