Galdar la había ayudado en la tarea, y también lo hicieron los dioses aunque ella no fue consciente de ello; de haberlo sabido habría desdeñado esa ayuda.
Las deidades que habían juzgado a la Reina de la Oscuridad, Takhisis, y la habían declarado culpable de quebrantar el juramento inmortal prestado por todos en el comienzo de los tiempos, sabían tan bien como Mina lo que pasaría si los mortales descubrían la ubicación de la tumba de la Reina Oscura. Árboles que sólo eran plantones cuando Mina los metió en tierra habían crecido tres metros en un mes. Arbustos y zarzas crecieron de un día para otro. Un viento silbante que no dejaba de soplar pulió la cara del risco hasta dejar suave la roca, de manera que no quedó ni rastro de la existencia de una entrada.
Ni siquiera Mina fue capaz de dar con ella, al menos mientras estaba despierta. En sus sueños siempre podía verla. Ahora ya no le quedaba nada que hacer salvo protegerla de todos, mortales e inmortales. Había llegado incluso a desconfiar de Galdar, porque el minotauro era uno de los responsables de la caída de su reina. No le gustaba la forma en que el minotauro la instaba constantemente a irse. Sospechaba que Galdar estaba esperando que se marchara para irrumpir en la tumba.
—Mina, no tengo ni idea de dónde está la entrada a la tumba —le juró
Galdar una y otra vez—. ¡Ni siquiera sería capaz de encontrar esta montaña si me fuera, porque el sol jamás sale por el mismo sitio dos veces! —Gesticuló hacia el horizonte—. Los propios dioses la ocultan. El este es el oeste un día y el oeste es el este al siguiente. Por eso no hay peligro de abandonarla, Mina. Una vez que te marches nunca podrás hallar el camino de vuelta aquí. Estarás en condiciones de seguir adelante con tu vida.
En el fondo de su corazón ella sabía que eso era cierto. Lo sabía y lo anhelaba y al mismo tiempo la aterraba.
—Takhisis era mi vida —le respondía a Galdar—. Cuando miraba un espejo era su rostro el que contemplaba. Cuando hablaba, era su voz la que oía. Ahora se ha ido, y cuando miro en el espejo no veo ningún rostro. Cuando hablo, sólo hay silencio. ¿Quién soy, Galdar?
—Eres Mina —respondía él.
—¿Y quién es Mina? —preguntaba la joven.
Galdar no podía hacer otra cosa que mirarla fijamente, con impotencia.
Sostenían esa conversación con frecuencia, casi a diario. Esa mañana la habían tenido de nuevo. Sin embargo, en esta ocasión la respuesta del Galdar fue distinta. Llevaba mucho tiempo pensando en ello y, cuando la muchacha preguntó «¿quién es Mina?», él contestó en voz queda:
—Goldmoon sabía quién eras, Mina. En sus ojos te podías ver a ti misma. No veías a Takhisis.
La joven reflexionó sobre aquello.
Al recordar su vida la veía dividida en tres partes. La primera era la infancia. Esos años se habían convertido en un simple borrón de color, pintura fresca que alguien había corrido al pasar por encima una esponja mojada.
La segunda era Goldmoon y la Ciudadela de la Luz.
Mina no recordaba el naufragio ni haber sido arrastrada de la cubierta del barco al mar o lo que quiera que le hubiese ocurrido. Sus recuerdos —y su vida— comenzaban cuando abrió los ojos y se encontró chorreando agua, tendida en la arena, con un grupo de gente amontonada a su alrededor, gente que le hablaba con amorosa compasión.
Le preguntaron qué le había ocurrido.
No lo sabía.
Le preguntaron su nombre. Tampoco sabía eso.
Al final habían llegado a la conclusión de que era la superviviente de un naufragio, a pesar de que no se había dado aviso de la desaparición de ningún barco. Se suponía que sus padres habían muerto en el mar. Ésa era la teoría más probable, ya que nadie había ido a buscarla.
Dijeron que no era raro que no recordara nada de su pasado ya que había sufrido un fuerte golpe en la cabeza, lo que a menudo ocasionaba la pérdida de memoria.
La llevaron a un lugar llamado Ciudadela de la Luz, un sitio maravilloso de cordialidad, resplandor y serenidad. Al evocar aquel entonces Mina ni siquiera recordaba cielos grises relacionados con la Ciudadela, aunque sabía que tenía que haber habido días de viento y tormenta. Para ella, los años pasados allí, de los nueve a los catorce, estaban iluminados por el sol radiante reflejado en las murallas de cristal de la Ciudadela. Iluminados por la sonrisa de la mujer que llegó a ser tan querida para ella como una madre: la fundadora de la Ciudadela, Goldmoon.
Le dijeron a Mina que Goldmoon era una heroína, una persona famosa en todo Ansalon. Su nombre se pronunciaba con amor y respeto en cualquier rincón del continente. A Mina no le importaba nada de eso. A ella sólo le importaba que cuando Goldmoon le hablaba lo hacía con dulce bondad y con amor. A pesar de ser una persona muy atareada, Goldmoon nunca estaba demasiado ocupada para responder a las preguntas de Mina, y a Mina le encantaba hacer preguntas.
Goldmoon era mayor ya cuando Mina la conoció, tan vieja como una montaña, pensaba la muchachita. Goldmoon tenía el cabello blanco y la cara marcada por arrugas de profunda tristeza y de gozo aún más profundo, arrugas de pesar y dolor, arrugas de esperanza y hallazgo. Sus ojos eran jóvenes como la risa, jóvenes como el llanto... Y Galdar tenía razón. Al evocar aquellos tiempos Mina pudo verse en los ojos de Goldmoon.
Vio una chiquilla que crecía demasiado de prisa, desgarbada, desmañada, de largo cabello pelirrojo y ojos de color ámbar. Todas las noches Goldmoon le cepillaba la abundante melena y respondía a todas las preguntas que a Mina se le habían ocurrido a lo largo del día. Cuando tenía el cabello cepillado y trenzado y estaba lista para acostarse, Goldmoon la sentaba en su regazo y le contaba historias de los dioses perdidos.
Algunas eran lúgubres porque había dioses que gobernaban las malas pasiones que alberga el corazón de cualquier hombre. Había dioses de la luz en oposición a los dioses de la oscuridad. Dioses que dirigían todo lo que había de bueno y noble en la humanidad. Los dioses de la oscuridad luchaban sin tregua para lograr la supremacía sobre la humanidad. Los dioses de la luz trabajaban sin descanso para impedírselo. Los dioses de la neutralidad mantenían el equilibrio en la balanza. Toda la humanidad se encontraba en medio. Cada persona era libre de elegir su destino, porque sin libertad el ser humano moriría como muere un pájaro enjaulado, y el mundo dejaría de existir.
A Goldmoon le encantaba contarle historias a Mina, pero la chiquilla se daba cuenta de que esas historias ponían triste a su madre adoptiva ya que los dioses se habían marchado y la humanidad se había quedado sola para seguir adelante lo mejor posible, con esfuerzo. Goldmoon había empezado una nueva vida sin dioses, pero los echaba de menos y su mayor anhelo era que regresaran.
—Cuando crezca —solía decirle Mina a Goldmoon— recorreré el mundo y encontraré a los dioses y te los traeré.
—Ay, pequeña —respondía Goldmoon con una sonrisa que prestaba brillo a sus ojos—, la búsqueda no te llevaría más lejos que aquí. —Y ponía la mano sobre el corazón de Mina—. Porque, aunque los dioses hayan partido, su recuerdo nace en todos nosotros: recuerdos de amor eterno, paciencia infinita y máximo perdón.
Mina no entendía. No tenía recuerdos de nada ligados al nacimiento. Al mirar atrás no veía nada salvo vacío y negrura. Todas las noches, cuando yacía sola en la oscuridad de su cuarto, rezaba la misma plegaria.
—Sé que estás ahí, en alguna parte. Deja que sea yo quien te encuentre. Seré tu fiel servidora. ¡Lo juro! Deja que sea la que te dé a conocer al mundo.
Una noche, cuando Mina contaba catorce años, elevó la misma plegaria con tanto fervor y anhelo como la primera noche que la había pronunciado. Y esa noche llegó una respuesta.