Los monjes no temían que les robaran. Hasta los kenders pasarían de largo ante el monasterio con un bostezo y un indiferente encogerse de hombros. Todo el mundo sabía que los monjes de Majere no tenían cámaras de tesoro —en realidad, ni una simple moneda de cobre— ya que no se les permitía manejar dinero. Tampoco tenían posesiones, nada que mereciera la pena robar a menos que uno fuera un lobo al que le gustara la carne de oveja.
Rodeó el edificio en dirección a la puerta de entrada y se encontró con un carruaje extraño parado en el exterior. Acababa de llegar, por lo visto, porque dos monjes jóvenes habían soltado el tiro de caballos y en esos momentos se llevaban a los animales para almohazarlos y darles comida y descanso.
Desenganchar el tiro era mala señal, pensó Rhys, porque eso significaba que los intrusos iban a quedarse. Así, giró sobre sus talones para dirigirse hacia las dependencias. No tenía ganas de ver a los visitantes y no sentía la más mínima curiosidad por saber quiénes eran. No tenía motivos para pensar que esa gente tenía nada que ver con él, y por ello se sobresaltó cuando oyó una voz que lo llamaba.
—¡Hermano Rhys! Espera un momento. El maestro te busca.
Rhys se paró y giró la cabeza hacia el carruaje. Los dos novicios que llevaban los caballos al cobertizo pasaron a su lado y le hicieron una reverencia ya que era un maestro de armas, conocido como el Maestro de Disciplina. Les respondió con una ligera inclinación de cabeza y echó a andar. Él y el monje que lo había llamado —el Maestro de la Casa— se saludaron al mismo tiempo con una inclinación de cabeza que reflejaba su igualdad de rango.
—Los visitantes han venido a verte, hermano —dijo el otro monje—. Ahora están con el maestro y esperan que te reúnas con ellos.
Rhys asintió. Le habría gustado hacer unas preguntas, por supuesto, pero los monjes sólo hablaban lo estrictamente necesario y, puesto que sus preguntas tendrían respuesta en seguida, no hacía falta iniciar una conversación. Se saludaron del mismo modo otra vez y Rhys entró en el monasterio mientras el Maestro de la Casa, que tenía a su cargo los asuntos domésticos del monasterio, regresaba a sus quehaceres.
Al superior del monasterio se lo conocía simplemente como el maestro, y tenía un despacho en la zona común. No era un despacho privado, ya que también hacía las veces de biblioteca y de clase. La estancia sin ventanas estaba amueblada con varios escritorios de madera, sencillos y sólidos, así como banquetas. Estanterías llenas de libros y pergaminos revestían las paredes. Olía a cuero y a pergamino, a tinta y al unto con el que los monjes frotaban la madera de los escritorios.
El maestro era el monje de más edad. Tenía ochenta años y había vivido en el monasterio durante más de sesenta, ya que había ingresado a los dieciséis. Aunque debía obediencia al Profeta de Majere, que era el cabeza de todos los monjes del dios en el continente de Ansalon, el maestro sólo había visto al Profeta en una ocasión, hacía veinte años, el día que fue confirmado como maestro.
Dos veces al año, el maestro preparaba un informe por escrito de los asuntos del monasterio, una misiva que se despachaba al Profeta a través de uno de los monjes. El Profeta enviaba otra carta acusando recibo del informe y ése era el único contacto que habría entre los dos hasta el siguiente informe. No había idas y venidas entre los monasterios ni intercambio de noticias. Los monasterios se encontraban tan aislados que los monjes de uno rara vez conocían la ubicación de otro. A los monjes que estaban de viaje se les permitía hacer noche en los monasterios, pero la mayoría prefería no hacerlo porque cuando salían al mundo —por lo general en un periplo espiritual y personal— se les ordenaba que se mezclaran con la gente.
A los monjes de Majere no les interesaban las noticias sobre sus colegas, y tampoco la política de ninguna nación. No tomaban partido en guerras ni conflictos. (Debido a esta circunstancia, a menudo se les pedía que actuaran como negociadores de la paz o que emitieran su juicio en disputas.) Los informes anuales redactados por el maestro casi siempre eran poco más que la anotación de la muerte de algún hermano, o de un nuevo ingreso en la orden, o de aquellos que habían salido al mundo. También incluía una breve descripción del tiempo y de cómo había influido en cultivos y cosecha, y cualquier ampliación o cambio realizado en los edificios del monasterio.
El cambio y la agitación en el mundo del exterior tenían tan poco efecto en un monasterio que una carta escrita por un maestro en el 4000 p.C. tendría una redacción similar a otra escrita por el maestro de ese mismo monasterio varios siglos después.
Rhys entró al despacho y vio a tres personas con el maestro: un hombre y una mujer de mediana edad, que parecían angustiados e incómodos, y un joven que vestía la túnica de clérigo de Kiri—Jolith; éste sonreía, relajado.
El largo cabello canoso del maestro le caía sobre los hombros. Su cara, con los altos pómulos, la firme barbilla y la nariz prominente, estaba arrugada como una manzana en invierno. Sus ojos oscuros eran penetrantes. Era un Maestro de Disciplina y no había un monje en el monasterio, incluido Rhys, que lo superara en combate.
El maestro escuchaba pacientemente al hombre de mediana edad, que hablaba tan de prisa que Rhys no entendía el torrente de palabras. La mujer guardaba silencio y asentía con la cabeza en señal de anuencia; a veces lanzaba ojeadas anhelantes al hombre joven. La voz del hombre mayor y su forma de hablar le resultaban familiares a Rhys. Finalmente, el maestro miró en su dirección y Rhys hizo una reverencia. En respuesta, aquél parpadeó ligeramente y siguió prestando total atención a sus visitantes.
Al cabo, el hombre mayor hizo un alto para coger aire. La mujer se enjugó los ojos. El joven bostezó con expresión aburrida. El maestro se volvió hacia Rhys.
—Reverencia —dijo Rhys mientras hacía una profunda y respetuosa inclinación al maestro. Saludó con otra inclinación a los forasteros—. Hermanos viajeros.
—Éstos son tus padres —dijo el maestro sin preámbulos, en respuesta a una pregunta que Rhys no había hecho—. Y éste es tu hermano menor, Lleu.
4
Rhys dirigió la mirada hacia ellos, sosegadamente. —Padre, madre —saludó cortés—. Lleu. —Hizo otra reverencia. Su padre se llamaba Petar y su madre, Brandwyn. Su hermano, Lleu, era un niño cuando él se había marchado de casa.
—¿Es eso todo lo que tienes que decir a tus padres después de quince años? —exclamó su padre, con el rostro congestionado por la ira.
—Chist, Petar —intervino su madre mientras posaba la mano en el brazo de su esposo en un gesto tranquilizador—. ¿Qué quieres que diga? Somos extraños para él.
Esbozó una sonrisa dirigida a Rhys. No estaba furiosa, como su padre, sólo agotada por el viaje y angustiada por los problemas —fueran cuales fuesen— que la habían traído desde tan lejos en busca de un hijo que casi no recordaba, un hijo al que nunca había comprendido.
Bran, el primogénito, había sido su predilecto, y el pequeño Lleu, su niño mimado. Rhys era el mediano que nunca había acabado de encajar. Era el niño callado, el niño «diferente». Hasta su aspecto era distinto, con los oscuros ojos, el cabello negro y la constitución esbelta y nervuda en marcado contraste con sus hermanos, rubios y corpulentos.
Su padre lo miró, ceñudo. Rhys le sostuvo la mirada sin perder la serenidad, sosegado, y después bajó los ojos. Petar Alarife ya peinaba canas, pero en su juventud había tenido el cabello del color de la estopa. Nunca se había sentido a gusto con Rhys. Aunque adoraba a su esposa quizá albergaba alguna duda en el fondo de su corazón, seguramente sin reconocerlo siquiera, respecto a que su hijo mediano, tan diferente de los otros dos, fuera realmente de su progenie. Indiscutiblemente, Rhys era hijo de su madre, ya que se parecía a su familia. Sus tíos eran todos hombres morenos, nervudos. Pero no había heredado un solo rasgo de su progenitor. Por todo ello a su madre le había sido difícil amar al niño que rara vez hablaba y jamás reía.