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—¿Y cómo crees que Chemosh lo está haciendo? —preguntó el monje. —Lo ignoro. Pero si tengo razón, da mucho miedo. Rhys estaba de acuerdo con él. Daba mucho miedo.

10

Haven era una ciudad grande, la más grande que había visto Rhys hasta entonces. Beleño y él se pasaron varios días pateando de aquí para allí, dando la descripción de su hermano, buscando a alguien que hubiese visto a Lleu. Cuando finalmente dieron con el dueño de una taberna que se acordaba de él, Rhys descubrió que su hermano no se había quedado mucho tiempo en Haven, sino que se había marchado casi de inmediato. Lo más probable era que hubiese ido a Solace, considerando que todo el mundo que viajaba por Abanasinia acababa yendo a Solace. Así pues, Rhys, Beleño y Atta continuaron viaje.

De pequeño Rhys había estado en Solace con su padre y recordaba muy bien la ciudad, famosa en leyendas y la tradición popular por el hecho de que sus casas y comercios estaban construidos entre las ramas de los enormes vallenwoods. Su mero nombre conjuraba imágenes de un lugar donde los heridos en cuerpo, mente y alma podían ir para hallar consuelo.

Los recuerdos infantiles de Rhys sobre Solace eran de una ciudad de gran belleza y de gente amistosa. Encontró Solace muy cambiada. La ciudad había crecido para convertirse en una urbe ruidosa y ajetreada donde reinaba la confusión y el alboroto y que rugía con voz estentórea. A decir verdad, Rhys no habría reconocido el lugar de no ser por la legendaria posada El Ultimo Hogar. E incluso la posada había cambiado al crecer y agrandarse, de forma que ahora se extendía sobre las ramas de varios vallenwoods.

Debido a que las viviendas originales se habían construido en las copas de los árboles, los ciudadanos de Solace no habían necesitado levantar murallas para proteger sus hogares y negocios. Eso había funcionado bien en los tiempos en los que Solace fue una villa. Ahora, sin embargo, los viajeros entraban y salían de la ciudad sin restricción, sin guardias que hicieran preguntas. Gente de todo tipo llenaba las calles: elfos, enanos, kenders a montones. Rhys vio más razas diferentes en treinta segundos en Solace que en sus treinta años de vida.

Se quedó estupefacto al ver a dos draconianos, un varón y una hembra, que paseaban por la calle principal con tanta tranquilidad como si el lugar les perteneciera. La gente se apartaba para evitar a los «lagartos», pero nadie parecía alarmado por su presencia, excepto Atta, que gruñó y les ladró. Oyó comentar a alguien que eran de la ciudad draconiana de Teyr y que estaban allí para reunirse con unos Enanos de las Colinas y tratar unos acuerdos comerciales.

Enanos gullys se peleaban y revolvían en la basura, y un rostro de rasgos goblins miró de soslayo a Rhys desde las sombras de un callejón. El goblin desapareció cuando una tropa de guardias, armados con picas y equipados con cotas de malla, pasaron calle adelante acompañados por una caterva de chiquillos que llevaban cacerolas en la cabeza y empuñaban palos.

La humana era la raza predominante. Humanos de piel negra procedentes de Ergoth se mezclaban con bárbaros de las Llanuras toscamente vestidos y con palanthinos ricamente engalanados, todos ellos empujándose y dándose codazos e intercambiando insultos.

También todas las profesiones tenían representación en Solace. Tres hechiceros, dos con Túnica Roja y uno con Túnica Negra, chocaron con Rhys. Iban tan absortos en su discusión que ni siquiera repararon en él ni se disculparon. Un grupo de actores, que se referían a sí mismos como la Compañía Itinerante Gilean, venían danzando calle abajo al toque de un tambor y panderetas, con lo que el nivel de ruido aumentó. Todos tenían algo que vender o buscaban algo que comprar, y todos gritaban a voz en cuello.

Mientras todo esto ocurría al nivel del suelo, Rhys alzó la vista para ver a más gente que se desplazaba por las pasarelas y los puentes de cuerda que iban de un vallenwood a otro como filamentos de seda de una gigantesca telaraña. Al parecer, el acceso al nivel de las copas de los árboles estaba restringido, porque el monje reparó en que había guardias apostados en distintos puntos que hacían preguntas o impedían el paso a aquellos que no conseguían convencerlos de que tenían asuntos que tratar arriba.

Mientras caminaba trabajosamente por el barrizal ocasionado por el continuo tráfago de personas, animales y vehículos, Rhys se maravilló de los cambios habidos en Ansalon durante el tiempo que él había pasado aislado en el mundo invariable del monasterio. Por lo que veía, no se había perdido gran cosa. El ruido, las vistas, los olores —que iban del hedor a basura podrida hasta la peste de gullys sucios, desde el tufo a pescado de un día hasta el aroma a carne a la brasa y a pan recién sacado del horno del panadero— despertaban en Rhys el anhelo por la soledad y la calma de las colinas, la simplicidad de su vida anterior.

A juzgar por su comportamiento, Atta coincidía con él. Alzaba la vista hacia su amo con frecuencia, los ojos marrones rebosantes de confusión pero con plena confianza en que los guiaría para salir de aquella vorágine. Rhys le daba palmaditas en la cabeza para infundirle confianza aunque él mismo se sentía intranquilo. Puede que estuviera desalentado por el tamaño de Solace, por la cantidad ingente de personas, pero eso no cambiaba su resolución de seguir buscando a su hermano. Al menos sabía dónde buscar. Pocas veces había dejado de entrar Lleu en una posada o taberna a lo largo del camino.

Rhys tenía otra opción, o eso esperaba. La idea se le ocurrió al ver un pequeño grupo de clérigos de negra túnica que caminaban abiertamente por la calle. Era muy probable que una ciudad del tamaño y disposición de Solace contara con un templo dedicado a Chemosh.

El monje volvió sobre sus pasos en dirección a la famosa posada El Último Hogar con la idea de empezar allí a buscar información. Tuvo que pararse en una ocasión para sacar a Beleño de un grupo de kenders que se habían agarrado a él como si fuese un primo perdido mucho tiempo atrás (cosa, de hecho, que dos de ellos afirmaban ser).

La famosa posada donde, según la leyenda, los Héroes de la Lanza acostumbraban a reunirse, estaba a tope. La gente hacía cola para poder entrar. Conforme se marchaban unos clientes se admitía la entrada del mismo número de los que esperaban. La cola empezaba al pie de la larga escalera espiral y se extendía calle abajo. Rhys y Beleño se pusieron al final y esperaron pacientemente. El monje observaba a los que subían y bajaban la escalera con la esperanza de que uno de ellos fuese Lleu.

—¡Fíjate cuánta gente! —exclamó Beleño con entusiasmo—. Estoy seguro de poder recaudar unas cuantas monedas de cobre aquí. Ese cabrito asado huele de maravilla, ¿verdad, Atta?

La perra estaba sentada junto a Rhys y su mirada iba y venía de su amo al kender. A Beleño le alegraba pensar que Atta había desarrollado un verdadero afecto por él, porque nunca lo perdía de vista, y Rhys no quería desengañar a su compañero. Atta se había aficionado al «pastoreo de kender» del mismo modo que se había aficionado a pastorear ovejas.

Mientras observaba a los que se iban de la posada, Rhys oía la charla de la gente a su alrededor y pilló algunos chismes locales; confiaba oír algo que lo condujera hasta Lleu. Beleño se afanaba en ofrecer sus servicios e informaba a los que estaban delante en la cola que los pondría en contacto con cualquier familiar que hubiese salido de esta espiral mortal al módico precio de una moneda de acero, pagadera a la comunicación con el mencionado familiar. La vigilante perra, mientras tanto, cuidaba de que el kender no «cogiera prestado» de forma accidental algún saquillo, bolsa, daga, anillo o pañuelo, metiendo el cuerpo entre Beleño y cualquier posible «cliente».