Выбрать главу

El monje cruzó la calle para ir por el lado opuesto del templo y se mantuvo en las sombras. Si los legos corrientes lo confundían con un monje de Majere, los clérigos del dios harían lo mismo y descubrirían en seguida la verdad, puesto que él ni siquiera intentaría mentirles. Podría ocurrir que lo abordaran, lo interrogaran y lo llevaran ante el abad superior para tener una «charla». Cabía la posibilidad incluso de que se hubieran enterado de los asesinatos a través del Profeta de Majere y quisieran discutir el asunto. Los clérigos llevarían buena intención, claro, pero Rhys no quería perder tiempo en responder a sus preguntas y tampoco creía estar a la altura de esa tarea.

Varios clérigos, con sus túnicas anaranjadas y cobrizas, trabajaban en el jardín del templo. Hicieron una pausa en su labor para mirarlo con curiosidad. Él siguió su camino, con la mirada al frente.

Un golpe de aire, el olor a mar y el tacto de un brazo enlazado con el suyo anunciaron la presencia de su diosa.

—Mantente pegado a mí, monje —ordenó Zeboim en tono perentorio—. Los entrometidos de Majere no repararán en ti así.

—No necesito tu protección, señora —dijo Rhys al tiempo que intentaba sin éxito librarse de su brazo—. Y tampoco la he pedido.

—Nunca me pides nada —repuso Zeboim—, y me encantaría complacerte.

Se apretó contra él de manera que el monje sintiera la calidez y suavidad de sus formas.

—Qué cuerpo tan duro y firme tienes —continuó Zeboim con tono admirado—. Será por esas caminatas que das, supongo. Monta un número —añadió con una voz suave como brisa estival con un asomo de tormenta—, y te pasarás el resto de la noche hablando de la bondad de tu alma en lugar de estar hablando con tu hermano.

—¿Sabes dónde está Lleu? —Rhys le asestó una mirada intensa.

—Lo sé, y tú también —contestó ella con una mirada significativa.

—¿En el Abrevadero?

—Ahora está allí, echándose a coleto vaso tras vaso de aguardiente enano. Está bebiendo tanto que cualquiera diría que sus fabricantes están al borde de la extinción. Y lo estarían, si dependiese de mí. Esos pequeños bastardos peludos... enanos.

—Gracias por la información, majestad —dijo Rhys mientras intentaba de nuevo soltarse—. He de ir a reunirme con Lleu...

—Desde luego que has de ir. Y lo harás. Pero no antes de que hagas una visita a mi santuario —lo interrumpió la diosa— Está calle abajo. Allí es adonde te dirigías, presumo.

—A decir verdad, majestad...

—Jamás le digas la verdad a una mujer, monje —advirtió Zeboim.

—Entonces, sí, allí es adonde me dirigía —contestó Rhys, sonriente.

—¿Y traes algún regalito para mí? —preguntó burlonamente la diosa.

—Todas mis pertenencias son esta bolsa y el emmine —dijo Rhys, todavía sonriente—. ¿Cuál os gustaría tener, majestad?

Zeboim contempló con desdén los objetos ofrecidos.

—Una apestosa bolsa de cuero y un palo. No quiero ninguno de los dos, gracias.

Pasaron delante del templo de Majere. Al ver a Rhys en compañía de una mujer, los clérigos comprendieron que no era uno de los suyos y volvieron a sus tareas. Más allá se alzaba el templo de Zeboim, una estructura modesta hecha de madera arrastrada por el mar hasta la playa, transportada allí desde la costa del Nuevo Mar, y adornada con conchas. Antes de llegar a la puerta, Zeboim se paró y se volvió hacia Rhys.

—Tu presente a tu diosa será un beso.

El monje le tomó la mano y se la besó respetuosamente.

Zeboim le cruzó la cara. Fue un bofetón fuerte que le dejó la piel ardiendo y la mandíbula dolorida.

—¿Cómo osas burlarte de mí? —demandó, echando chispas.

—No me burlo, majestad —contestó en voz baja Rhys— Muestro mi respeto por ti, como esperaría que me respetaras a mí y a los votos que he hecho, votos de pobreza y castidad.

—¡Hechos a otro dios! —replicó, desdeñosa.

—Hechos a mí mismo, majestad.

—¿Y a mí qué me importan tus estúpidos votos? ¡Y tampoco quiero tu respeto! —bramó la diosa—. ¡A mí hay que temerme, adorarme!

Rhys no se amilanó ante ella ni se tocó la mejilla, que le ardía. Zeboim se calmó de repente, adoptó una actitud peligrosamente tranquila, igual que los mares se tornan lisos y calmos antes de la tempestad.

—Eres un hombre insolente y obstinado. Te aguanto por una razón, monje. ¡Ay de ti si me fallas!

La diosa se marchó dejando a Rhys con la sensación de estar tan exhausto como si acabara de volver del campo de batalla. Zeboim no quería un seguidor. Quería atraparlo, hacerle su prisionero, obligarlo a trabajar para ella como un esclavo de galeras amarrado a las cadenas. Rhys contaba con una arma que utilizaría para mantenerla a distancia y ésa era la disciplina: disciplina de cuerpo y disciplina de mente. Zeboim no entendía de eso y no sabía cómo luchar contra ello. La ponía furiosa y, al mismo tiempo, la intrigaba. No obstante, Rhys sabía que llegaría el momento en el que la inconstante diosa dejaría de sentirse intrigada y daría rienda suelta a su ira.

Al extremo de la calle Rhys divisó el templo derruido de Chemosh, cuyas ruinas aparecían esparcidas entre parches de malas hierbas. Rhys no tenía necesidad de ir allí ya que sabía dónde encontrar a Lleu, pero decidió acercarse al templo de todos modos. Tenía toda la noche para ir al encuentro de su hermano, que no se marcharía pronto de la taberna. Volvió sobre sus pasos, en dirección al templo del Señor de la Muerte.

Tal vez se debía a la influencia del dios o quizá fue simplemente imaginación de Rhys, pero le dio la impresión de que las sombras de la cercana noche eran más espesas alrededor del templo que en otras zonas de la calle. Necesitaría luz para investigar y no llevaba linterna. Regresó al santuario de Zeboim, donde no vio señales de clérigos ni sacerdotisas. Nadie respondió a sus repetidas llamadas. Varias velas, colocadas en candelabros hechos de manera que semejaban barcas de madera, ardían en el altar, presentes para Zeboim ofrecidos con la esperanza de que cuidara de quienes navegaban por los mares o viajaban por vías fluviales tierra adentro.

—Dijiste que nunca te pedía nada, majestad —le dijo Rhys a la diosa—. Ahora te lo pido. Concédeme el regalo de la luz.

Rhys tomó una de las velas del altar y la sacó fuera del edificio. Un soplo de viento hizo que la llama titilara y por poco la apaga, pero la diosa cedió y, con la vela en la mano, el monje se dirigió a investigar el templo de Chemosh.

En la escalera derruida habían caído grandes cascotes y Rhys tuvo que salvarlos por encima para llegar a la puerta, y entonces descubrió que estaba bloqueada por una columna. Se coló dentro entrando a duras penas por una grieta en la pared. El suelo del templo se hallaba cubierto de polvo y cascotes. Los hierbajos habían crecido entre las grietas. El altar aparecía rajado y cubierto de correhuela. Todos los objetos sagrados para el dios habían desaparecido, ya fuera porque se los hubiesen llevado los clérigos o los saqueadores o ambos. Las huellas de los pies descalzos de Rhys eran las únicas marcadas en el polvo. El monje sostuvo la vela en alto y escudriñó el templo a su alrededor. Nadie había estado allí hacía mucho, mucho tiempo.

Rhys llevó la vela al santuario de Zeboim, la puso en una de las pequeñas barcas de madera y le dio las gracias a la diosa. Volvió sobre sus pasos, de nuevo en la dirección que lo conduciría al Abrevadero.

«Lo que quiera que Chemosh esté haciendo en el mundo, desde luego no es construir monumentos», se dijo Rhys mientras pasaba delante del hermoso templo de Mishakal, todo él de mármol blanco.

Aquel pensamiento le resultó inquietante, más de lo que lo habría alarmado encontrarse con un grupo de clérigos de ropajes negros moviéndose a hurtadillas por el interior del templo y levantando cadáveres a docenas. El Señor de la Muerte ya no se ocultaba en las sombras. Había salido a la luz del sol, caminaba entre los vivos y reclutaba seguidores como el malhadado Lleu.