Poniéndose de pie, el monje encaró a su hermano.
—No quería hacer esto, Lleu, pero no me dejas alternativa. Eres mi prisionero. Voy a llevarte ante las autoridades y se te acusará de asesinato. Quiero que me acompañes sin resistirte. No quiero hacerte daño, pero si es preciso lo haré.
—Iré contigo de buen grado, hermano. —Lleu se encogió de hombros—. Pero me parece que te va a resultar difícil sostener ese cargo de asesinato.
—¿Y eso por qué? —inquirió el monje en tono adusto.
—Porque no ha habido asesinato —contestó una voz detrás de él, seguida de una risita.
Lucy se levantó y corrió hacia Lleu; lo rodeó con los brazos y se apretó contra él. Estaba despeinada y tenía el corpiño desabrochado. Rhys todavía veía la marca —roja y encendida— de los labios de Lleu en su seno, que subía y bajaba con el aliento de la vida. La joven contempló a Rhys con una expresión burlona en los ojos.
—Estoy viva, monje —dijo—. Más que nunca.
—Habías muerto —contestó Rhys, que tenía un nudo en la garganta—. Moriste en mis brazos.
—Tal vez —replicó ella, maliciosamente—. Pero ¿quién te creerá? Nadie. Nadie en todo el ancho mundo.
—¿Quieres que te acompañe al alguacil, hermano? —preguntó Lleu—. Puedo presentarle a otras dos jóvenes que he conocido durante mi estancia en Solace. Mujeres que ahora conocen y abrazan los designios de Chemosh.
Rhys empezaba a entender, aunque esa comprensión era tan espantosa que no le resultaba fácil aceptarla.
—Estás muerto —dijo.
—No, hermano, soy uno de los Predilectos de Chemosh —declaró Lleu. Los dos, Lucy y él, se echaron a reír.
—Intenté explicártelo una vez, Rhys, pero no quisiste escucharme. Ahora puedes verlo por ti mismo. Mira a Lucy. Es hermosa, está en su plenitud, radiante. ¿Te parece que esté muerta? Demuéstraselo, Lucy.
Contoneándose, con los ojos entornados y los labios entreabiertos en un gesto provocativo, la mujer avanzó hacia Rhys.
—Tu hermano está celoso, Lleu. Me quiere para él.
—Es todo tuyo, paloma mía —contestó Lleu—. Que te diviertas...
Lucy siguió avanzando, echada la cabeza hacia atrás, los párpados entornados, los labios entreabiertos.
—¡Mátala! —gritó de repente Beleño.
Rhys retrocedió un paso. No podía apartar la vista de ella, de la mujer que había muerto en sus brazos y que ahora le dirigía una sonrisa acariciadora, incitante.
—Mátalos a los dos, a ella y también a él —urgió el kender.
—Según Lleu, no se los puede matar —dijo el monje—. Además, ya ha habido demasiadas muertes.
Lucy agarró a Rhys por el cuello de la túnica y deslizó las manos por debajo.
—Nunca has yacido con una mujer, ¿verdad, monje? ¿No te gustaría descubrir lo que te has perdido todos estos años? Rhys le apartó las manos ansiosas y la empujó.
—Tienes que intentar matarlos, o volverán a asesinar —insistió Beleño, implacable.
—Un monje de Majere no mata... —susurró Rhys.
—Pero no eres un monje —replicó brutalmente el kender—. Y, aunque lo fueras, no importaría. ¡Ya están muertos!
—De eso no estoy seguro. —Rhys sacudió la cabeza.
—¡Pues claro que sí! ¡Mira los ojos de esa mujer, Rhys! ¡Mírale los ojos!
Rhys miró los ojos de la joven. No vio el vacío, como le había ocurrido con su hermano, sino algo más terrible. Había visto una expresión así con anterioridad e intentó recordar dónde. Entonces le vino a la cabeza: los ojos de un lobo famélico. Empujado por el hambre, desesperado por alimentarse, el ansia de comer había prevalecido sobre todos sus otros instintos, incluso el miedo. Rhys estaba armado con dos antorchas encendidas, y Atta había asestado un mordisco al flanco del lobo, que se había lanzado directamente a la garganta de Rhys...
Vio la verdad de las palabras del kender en los ojos de Lucy. Volvería a asesinar para satisfacer aquella desesperada necesidad. Y otra vez, y otra, y otra...
Rhys levantó el emmide y arremetió con la punta directamente contra la frente de la joven. La cabeza se echó bruscamente hacia atrás y se oyó con absoluta claridad cómo se quebraba el cuello. Se desplomó en el suelo, la cabeza doblada en un ángulo extraño. Rhys se giró rápidamente para hacer frente a su hermano.
Lleu estaba apoyado en un árbol, cruzado de brazos, y observaba todo con una sonrisa.
Rhys aferró el bastón con fuerza y empezó a avanzar hacia su hermano.
—¡Cuidado! ¡A tu espalda! —sonó la voz estridente de Beleño. Rhys se giró y miró de hito en hito, espantado.
Lucy caminaba hacia él, contoneándose, los labios entreabiertos, las manos extendidas.
—Chemosh tendrá tu alma —dijo la mujer con una risa cantarina. La cabeza se inclinaba en un ángulo extraño, por el punto donde se había roto el cuello. Con una sacudida y un quiebro, volvió a colocarlo recto y continuó adelante—. Lo quieras o no.
El monje oyó a su espalda el raposo sonido de la espada de Lleu al deslizarse fuera de la vaina. Rhys hizo frente a Lucy y la mantuvo a raya con el emmide, sin perderla de vista, al tiempo que aguzaba el oído para seguir la pista a los movimientos de Lleu. Beleño farfullaba algo y agitaba las manos como si estuviese lanzando un hechizo. Rhys habría querido que se callara. Percibió un susurro en la hierba, el crujido de las pinochas y la repentina inhalación de Lleu.
Rhys rotó hacia un lado, con un giro del cuerpo. La espada hendió el aire, allí donde estaba él un momento antes.
El impulso de la violenta acometida llevó a Lleu casi hasta la mitad del claro. Rhys golpeó a Lucy en la cara con el emmide. El impacto le destrozó la nariz, que se desparramó por todo el rostro. Un fino hilillo de sangre resbaló de la herida, pero no el chorro que debería haber salido con semejante herida. Ella chilló, más de rabia que de dolor, y trastabilló hacia atrás.
Rhys se desplazó a fin de afrontar a Lleu, justo a tiempo de ver que su hermano corría hacia él con la espada en una mano y un cuchillo en la otra.
El monje golpeó la espada con el bastón y la partió. Dando vueltas al bastón rápidamente, de forma que parecía las aspas de un molino en medio de un vendaval, lo descargó con fuerza en la muñeca de Lleu y oyó el chasquido de huesos. Lleu dejó caer el cuchillo. Rhys recordó claramente que la última vez que había golpeado a su hermano éste había gritado de dolor, pero ahora no lo hizo, ni siquiera pareció notar que la mano no le funcionaba ya.
Desarmado, Lleu saltó sobre su hermano para agarrarlo por el cuello con la mano sana al tiempo que arremetía con la rota como si fuese un garrote.
Descompuesto por el horror, Rhys hizo un quiebro lateral, y Lleu pasó de largo sin rozarlo. Según pasaba, el monje le puso la zancadilla y Lleu se fue de bruces al suelo.
De pie junto a su hermano caído, Rhys arremetió contra la columna vertebral de Lleu con el extremo del emmide, con todas sus fuerzas; el golpe separó las vértebras y cortó la médula espinal.
Rhys se echó hacia atrás, en una postura defensiva, y observó a su hermano.
—¡Mi hechizo místico no ha funcionado! —dijo Beleño, jadeante, mientras corría hacia él—. He lanzado ese conjuro tropecientas veces y siempre detiene a los muertos vivientes. Por lo general los derriba como bolos, pero tu hermano ni siquiera se ha inmutado.
Lleu hizo un gesto de dolor como si se hubiese golpeado un dedo del pie y luego, lentamente, como quien recompone algo fraccionado, empezó a levantarse. Arqueó la espalda y se la frotó.
—Si quieres que te dé mi opinión, Rhys, no puedes hacer nada para matarlos —añadió el kender, falto de aliento—. ¡Este sería un buen momento para largarse!
El monje no contestó. Estaba mirando fijamente a Lleu.
—¡Ahora! —urgió Beleño mientras le tiraba de la manga.
—Te lo dije antes, Rhys —habló Lleu. Se agarró la mano mutilada por la muñeca y se la colocó en su sitio con un chasquido—. Soy uno de los Predilectos de Chemosh. Tengo su don. Vida eterna...