—También yo soy Predilecta de Chemosh —dijo Lucy, que no parecía darse cuenta de que su nariz era una masa sanguinolenta—. Tengo su don. Vida eterna. Tú puedes tenerlo también, Rhys. Entrégate a Chemosh.
Los dos cadáveres avanzaron hacia él, ardientes los ojos, aunque no de vida sino de una ansia imperiosa de tomar vida.
La bilis le subió a la boca a Rhys y el estómago se le agarrotó. Se dio media vuelta y huyó por el bosque a todo correr, tropezando con las ramas de los árboles, zambulléndose entre la maleza. Se paró para vomitar y después echó a correr otra vez para escapar de la risa burlona que sonaba entre los árboles, del cuerpo de la muchacha en sus brazos, de los cadáveres en la tumba común del monasterio. Corrió sin ver por dónde iba y sin importarle, corrió hasta que se quedó sin fuerzas y se desplomó en el suelo, sacudido por los sollozos y los jadeos. Volvió a vomitar una y otra vez, aun cuando ya no le quedaba nada en el estómago que expulsar, y entonces arrojó sangre. Finalmente, exhausto, rodó sobre sí mismo y se quedó tendido boca arriba, el cuerpo trémulo y agarrotado. Así lo encontró Beleño.
Aunque el kender había recomendado la huida no se esperaba que Rhys siguiera su consejo de una manera tan repentina. Cogido por sorpresa, Beleño reaccionó con lentitud. Los hambrientos ojos de los dos Predilectos de Chemosh, volviéndose hacia él, imprimieron más velocidad al arranque del kender. No veía a Rhys, pero oía cómo se abría paso violentamente por el bosque. Los kenders gozaban de una excelente visión nocturna, mucho mejor que los humanos, y Beleño encontró en seguida a Rhys tirado en el suelo, con los ojos cerrados y fatigosa la respiración.
—No te me vayas a morir ahora —conminó el kender, que se había agachado junto a su amigo.
Puso la mano en la frente del monje y la notó caliente. Su respiración era áspera a causa de tener la garganta en carne viva, pero firme. Beleño se puso a entonar un sonsonete que había aprendido de sus padres, mientras acariciaba el cabello del monje en un gesto tranquilizador, de un modo muy parecido a como habría hecho con Atta.
Rhys suspiró profundamente. Su cuerpo se relajó. Abrió los ojos y, al ver a Beleño inclinado sobre él, esbozó una leve sonrisa.
—¿Cómo te sientes? —preguntó el kender con ansiedad.
—Mucho mejor. —Ya no tenía el estómago revuelto y sentía la lacerada garganta caliente y suave como si hubiese tomado un ponche con miel—. Posees talentos ocultos, al parecer.
—Sólo era un pequeño hechizo de curación que aprendí de mis padres —respondió Beleño con modestia—. A veces viene muy bien, para arreglar huesos rotos y frenar hemorragias y hacer que remita la fiebre. No me permite conseguir nada grandioso, como devolverle la vida a los muertos... —Tragó saliva y se mordió los labios—. Uy, lo siento. No quería decir eso.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó el monje, que se incorporó con presteza.
—No mucho. Podrías haberme esperado, ¿sabes?
—No sabía lo que hacía —susurró Rhys—. Lo único que pensaba era lo horrible que... —Sacudió la cabeza—. ¿Nos persiguen? Beleño miró hacia atrás.
—No lo sé, supongo que no. No los oigo. ¿Y tú?
—Ojalá —contestó Rhys.
—¿Quieres que nos persigan? ¡Desean matarnos! ¡Entregarnos a Chemosh!
—Sí, lo sé. Pero si nos persiguieran sería porque nos temen. Si no vienen... —Se encogió de hombros—. Es que no les importa lo que pueda ser de nosotros. Eso sí es inquietante.
—Entiendo —contestó Beleño con aire solemne— Saben que no podemos hacer nada para frenarlos. Y tienen razón. Mi magia no les hace ningún efecto, y eso no me había ocurrido nunca. Bueno, no me ocurría desde que era pequeño y empezaba a practicar. Quizá si tuviésemos una arma sagrada...
—El emmide es una arma bendecida por el dios. Majere me la entregó como regalo de despedida. —Rhys apretó los dedos sobre el bastón. Revivió el momento en que había visto a Atta ir hacia él con el emmide en la boca, y sintió una fugaz calidez en medio de la helada oscuridad—. Aun en el caso de que quien lo maneje no sea un elegido de Majere, el arma sí lo es. Y, como viste, no logró matar a mi hermano, ni siquiera frenarlo un poco. Como dijo Lleu, no teme que le contemos a alguien que es un asesino. ¿Quién iba a creernos?
—Supongo que tienes razón —convino Beleño—. No lo había enfocado de ese modo. Bien, pues, ¿qué hacemos?
—No lo sé. Me es imposible pensar de un modo racional. —Rhys miró alrededor—. No tengo ni idea de dónde estamos ni cómo volver a la posada. ¿Y tú?
—No mucha —reconoció alegremente el kender—. Pero distingo luces en aquella dirección. ¿Tú no?
—No, pero yo no tengo la vista penetrante de un kender. —El monje puso la mano en el hombro del kender—. Ve tú delante, y gracias por la ayuda, amigo.
—De nada. —Beleño daba la impresión de estar desanimado, sin embargo. No parecía el mismo kender vivaz de siempre. Echó a andar, pero no miraba por dónde iba y en seguida metió un pie en un agujero.
—¡Ay! —exclamó mientras se frotaba un tobillo.
—¿Estás bien?
—Sí, supongo que sí.
—¿Qué pasa?
—Hay algo que tengo que decirte, Rhys. —¿Y qué es?
—No te va a gustar —advirtió Beleño.
—¿Y no puedes esperar hasta mañana? —preguntó con un suspiro. —Supongo que sí. Sólo que... Bueno, podría ser importante.
—Entonces, adelante, habla.
—He visto más personas como tu hermano y Lucy. Quiero decir como esas cosas que antes fueron tu hermano y Lucy. Las vi hoy, en Solace. El rostro del kender era un fulgor blanco a la luz de Solinari. —¿Cuántas? —preguntó el monje, desesperado.
—Dos. Mujeres jóvenes ambas. Y también guapas. Pero muertas. Del todo. —Beleño sacudió la cabeza con tristeza—. Te lo habría dicho antes, sólo que no sabía qué era lo que veía. Hasta que vi a tu hermano en la taberna. Entonces lo supe. Esas mujeres eran iguales que él, no irradiaban el brillo del espíritu desde su interior y, sin embargo, iban por ahí tan contentas, charlando y riendo...
Rhys recordó a la hija del molinero, que se había encaprichado con Lleu y se había escapado de su casa con él. ¿A cuántas jóvenes más había seducido y asesinado su hermano para luego entregar sus almas a Chemosh? Rhys volvió a ver el hambre espantosa en los ojos de Lucy. ¿A cuántos jóvenes seducirían esas muchachas a su vez? Seducirlos y asesinarlos. Los Predilectos de Chemosh.
«Nadie sabe lo que se traen entre manos porque nadie sabe que están muertos», se dijo para sus adentros al tiempo que la espantosa perfección de la estratagema del dios se abrió paso en su mente.
Rhys sabía la verdad del asunto; pero, como le había dicho al kender, ¿quién iba a creerle? ¿Cómo convencer a nadie? Beleño podía contar lo que veía, pero los de su raza no se distinguían por su rigor a la hora de relatar hechos. Rhys podía detener a Lucy, atarla y llevarla ante los magistrados para que la miraran a los ojos. Podía imaginar su reacción. Lo arrestarían a él y lo encerrarían como a un loco de atar.
La muerte tenía un rostro nuevo y ese rostro era joven y bello; la muerte tenía un cuerpo fuerte e incólume.
Rhys podía gritárselo al mundo.
Nadie le creería.
Libro III
Predilectos de Chemosh
1
Mina pasó los dedos por el cabello rubio del hombre. Tenía el pelo suave, fino, como el de un niño. Llevaba flequillo, que le caía sobre la frente, y ella se lo apartó de los ojos. No recordaba su nombre. Jamás recordaba los nombres. Sin embargo, sí recordaba los ojos, recordaba el afán, el anhelo, el asombro. El dolor, a veces; la infelicidad, la rabia, la frustración. La adoración, por supuesto. Todos la adoraban. El joven le cogió la mano y se la besó.