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Durante la Guerra de los Espíritus sus soldados la habían adorado. La adoraban cuando los conducía a la muerte. La adoraban cuando se arrodillaba y rezaba por ellos y mandaba sus almas al vasto río de los perdidos. Veía el temor en sus ojos, el miedo a lo desconocido.

Tanto miedo. El miedo a la vida, a vivir. Ella tenía el poder de quitarles ese miedo. De apartar lo desconocido. Con su beso, el espíritu abandonaba el cuerpo, daba unos cuantos pasos inseguros, con los brazos extendidos hacia Chemosh, igual que un bebé camina, tambaleándose, hacia su madre. Chemosh volvía a imbuir el espíritu en el cuerpo, bañado, limpio, despojado de toda sensación molesta. Ni amor ni culpabilidad ni angustia ni celos...

—Serás elegido de Chemosh —le dijo al joven, cuyos cálidos labios se posaban en su palma abierta—. Tendrás la vida eterna. No más dolor. Jamás sentirás frío, calor o cansancio.

—Supongo que tanto da un dios u otro —dijo el joven, y su aliento ardiente le rozó el cuello—. Prometen y nunca dan, o eso es lo que me han contado.

—Chemosh te dará todo lo que ha prometido —aseguró Mina mientras le retiraba el cabello—. ¿Quieres aceptarlo como tu dios?

—Si tú vas incluida con él —respondió el joven con una risita.

—Ella va con él —dijo una voz—. Ella le abre el camino.

El joven se levantó de un salto. Habían extendido una manta en un sitio apartado, a la orilla del río, sobre la broza de hojas húmedas, raíces de árbol y hierba aplastada.

—¿Quién eres? —demandó el joven al apuesto dios de refinado atuendo que parecía haber surgido de la tierra, ya que no se lo había oído acercarse.

—Chemosh —respondió y, al tiempo que el joven se quedaba boquiabierto, alargó la mano y lo tocó en el pecho, sobre el corazón—. Y tú me perteneces.

El joven exhaló un gemido de dolor y se aferró el pecho. Un estremecimiento sacudió su cuerpo. Cayó de rodillas, los ojos fijos en el dios mientras la luz se apagaba en ellos poco a poco. Se desplomó de bruces en el suelo y se quedó tirado, inmóvil. Chemosh pasó por encima del cadáver. Miró a Mina con expresión ceñuda, malhumorada.

—No me gusta esto —dijo.

—¿Cómo he incurrido en el desagrado de mi señor? —preguntó Mina, quien se incorporó con aire digno para mirarlo cara a cara—. Hago todo lo que me pides.

Lo que decía era verdad y eso precisamente encolerizó más a Chemosh, así como el hecho de no comprender la razón de que se enfadara con ella.

—Eres una Suma Sacerdotisa del Señor de la Muerte —manifestó—. No es apropiado que estos patanes te soben con sus toscas manazas. Aunque a ti parecen complacerte mucho esos toqueteos. A lo mejor hice mal en interrumpir.

—Mi dulce señor —empezó Mina, que se aproximó a él sin apartar del dios la mirada de sus ojos ambarinos, brillantes y dorados—. Me ordenaste que te trajera a estos jóvenes. Obedezco tus mandatos.

Se acercó más aún, al punto de que el dios percibió la calidez de la joven, olió la fragancia de su cabello y el aroma de su cuerpo, que seguía estando suave y mórbido por el deseo.

—Las manos que me tocan son tus manos —le dijo—. Los labios que me besan, los tuyos, y de nadie más.

Chemosh la tomó en sus brazos y la besó fuerte, con brutalidad, descargando su rabia en ella, que era la causa, aunque no habría podido decir el porqué. Mina le devolvió el beso fiero y desesperado, como en el campo de batalla cuando el tumulto del combate parece apagarse dejando a los dos contrincantes aislados de todo lo demás en un preciado momento que perdurará hasta que uno de ellos muera.

—Mi señor... —musitó Mina—. ¿Me permites que le conceda tu presente?

Señaló con un ademán el cadáver del joven que yacía sobre la manta, a la orilla del río.

—Ya me encargo yo —contestó Chemosh, que se agachó y posó la mano sobre el pecho inmóvil del joven.

Los ojos del cadáver se abrieron. Los tenía de color verde, y el cabello era rubio. Miró a Chemosh y reconoció al dios de los muertos, y en aquella mirada había veneración. Se puso de pie e hizo una reverencia.

—Eres uno de mis Predilectos —manifestó Chemosh—. Viaja hacia el este, hacia el amanecer de tu nueva vida. Y, en tu camino, encuentra a otros que juren adorarme y tráelos a mi servicio.

—Sí, señor. —El joven hizo otra reverencia a Chemosh, que lo despidió con un ademán y se desentendió de él.

La mirada del joven se desvió hacia Mina, que le sonrió; fue una sonrisa impersonal. Chemosh frunció el entrecejo, y el joven se dio media vuelta y se alejó con premura.

—Si consigues quitarte de la cabeza a tu conquista, quizá podamos volver a ocuparnos de asuntos serios —dijo Chemosh. Sabía que estaba siendo injusto. Mina se limitaba a cumplir lo que él le había mandado. Sin embargo, no podía evitarlo.

—Hoy no estás de buen humor, mi señor —comentó ella mientras enlazaba las manos alrededor de su brazo—. ¿Qué ha ocurrido para que tengas esa expresión sombría?

—No lo entenderías —replicó secamente al tiempo que le retiraba la mano con brusquedad—. Eres mortal.

—Una mortal que ha entrado en contacto con la mente de un dios.

Chemosh le clavó una mirada penetrante. Si sonreía o parecía pagada de sí misma u orgullosa la mataría allí mismo.

La vio seria, sin saber qué pasaba. Lo amaba, lo adoraba.

El dios suspiró profundamente, apaciguado.

—Se trata de Sargonnas. El dios astado va por el cielo pavoneándose todo esponjado como si fuese nuestro rey. —Chemosh, echando chispas, paseaba arriba y abajo por la orilla del río—. Alardea de su victoria en Silvanesti, se jacta de haber aplastado a los elfos, se ríe de cómo han embaucado a los ogros haciéndoles creer que los minotauros son sus aliados. Fanfarronea de que él y sus cabestros no tardarán en ser líderes indiscutibles del tercio oriental de Ansalon.

—Simple jactancia, mi señor—dijo Mina con displicencia.

—No. El dios toro será un zafio patán, pero tiene un rudimentario sentido del honor y no miente. —Dejó de pasear y se volvió a mirar a Mina—. Ha llegado el momento de que pongamos en marcha nuestro plan.

—Pero aún es pronto, mi señor —protestó ella—. El número de nuestros Predilectos aumenta, pero no se acerca siquiera al que haría falta, además de que la mayoría se encuentra en el oeste de Ansalon, no en el este.

—No podemos esperar —insistió el dios al tiempo que sacudía la cabeza—. Sargonnas gana fuerza de día en día y los otros dioses o no ven su ambición o están tan preocupados con sus propios problemas que no se percatan del peligro. Si se apodera del este, ¿de verdad creen que se conformará con eso? Después de estar atrapados en sus islas durante siglos, los minotauros han logrado establecerse en el continente por fin. Su propósito no es gobernar sólo el este, sino todo el mundo, y el cielo por añadidura. —Chemosh apretó el puño.

»Soy el único que se encuentra en posición de desafiarlo. He de actuar ahora, antes de que se haga aún más fuerte. ¿Dónde está ese necio, Krell? —Miró en derredor como si el Caballero de la Muerte pudiera esconderse debajo de una piedra.

—Desatando el caos en alguna parte, supongo —dijo Mina—. No he estado en contacto con él, mi señor.

—Tampoco yo. Lo convocaré para que se reúna con nosotros en el Abismo. Tienes que abandonar este plano durante un tiempo, Mina, y dejar el trabajo que te es tan caro.

Asestó una mirada acerba a la manta arrugada, todavía reciente la huella que dos cuerpos entrelazados habían dejado en ella.

—Tú eres caro para mí, mi señor —respondió suavemente ella—. Mi trabajo no es más que eso: mi trabajo.

Chemosh se vio reflejado en los ojos ambarinos. No vio a nadie más. La tomó de las manos y se las llevó a los labios.

—Perdóname. Estoy raro. No soy el de siempre.

—Tal vez ése sea el problema, mi señor.

El dios se quedó pensativo, meditabundo.

—Quizá tengas razón. Últimamente ni siquiera estoy seguro de saber qué es «ser el de siempre». Resultaba más fácil cuando Takhisis y Paladine dominaban el firmamento. Sabíamos cuál era nuestro lugar. Puede que no nos gustara. Puede que clamáramos contra ellos y que su yugo nos escociera, pero había orden y estabilidad en los cielos y en el mundo. Al final va a resultar que la paz y la seguridad tienen su lado bueno. Así podría dormir con los dos ojos cerrados, en vez de tener uno abierto siempre, estar en todo momento en guardia por si alguien se acerca sigilosamente por detrás.