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Este era el momento del supremo triunfo de Sargonnas y el dios no quería que nada lo echara a perder, de modo que le había pedido a su hija que los mares estuvieran en calma y soplaran vientos favorables, a lo que Zeboim, no teniendo nada mejor que hacer, accedió. A cambio, los minotauros le entregaron regalos espléndidos y celebraron juegos en su honor en el circo.

Se derramó sangre en su nombre. Brazales de oro y pendientes de plata adornaban sus altares. ¿Cómo negarse a sus peticiones?

Las velas se hincharon. El viento coronó el mar con espuma blanca que rompía bajo las proas galopantes de las embarcaciones. Los marineros minotauros entonaban canciones y bailaban en las oscilantes cubiertas. Zeboim danzaba con ellos sobre el chispeante mar.

Y entonces le llegó la voz de Krell a través de la distancia.

Krell maldijo su nombre. Maldijo sus vientos y sus aguas. La maldijo a ella y después se echó a reír.

Volviendo en aquella dirección los ojos de visión remota, Zeboim divisó a Krell de pie en uno de los acantilados del Alcázar de las Tormentas.

La diosa no lo pensó dos veces. No se preguntó por qué había regresado allí ni cómo tenía la osadía de desafiarla. Veloz como una crecida de agua que baja rugiente montaña abajo, Zeboim se desplazó por el cielo e irrumpió en el Alcázar de las Tormentas cual un torrente de furia que azotaba el mar, se encrespaba y rompía sobre los acantilados.

Zeboim percibió la abyecta presencia de Krell en la Torre del Lirio. Golpeó la puerta que conducía a la torre, la hizo astillas y, con un gesto de la mano, lanzó los pedazos a los cuatro puntos cardinales. Recorrió como un vendaval los fríos corredores, de manera que los inundó de agua de mar, y encontró a Krell sentado tranquilamente en un sillón de la biblioteca.

La diosa también estaba demasiado impaciente para fijarse en detalles que, en cualquier caso, no tenían sentido para ella. No veía nada salvo al Caballero de la Muerte. De repente exhibió una actitud peligrosamente calmada, como el mar antes de estallar el huracán, cuando, según el dicho marinero, el viento «engulle» las olas.

—Así pues, Krell —dijo con voz suave y amenazadora—, Chemosh se ha cansado de ti y te ha tirado al vertedero.

—Oh, vamos, señora —empezó el caballero mientras se recostaba cómodamente en el respaldo y cruzaba las piernas—. No deberías referirte a esta fantástica fortaleza construida por tu amado hijo, el difunto y muy llorado lord Ariakan, como un vertedero.

Zeboim cruzó la estancia de un salto. Los relámpagos iluminaron el cielo y el trueno retumbó. El aire siseó con su cólera. Se irguió amenazante ante él, rugiendo y echando chispas.

—¿Cómo osas mancillar su nombre al pronunciarlo? La última vez que lo hiciste te corté la lengua con mi cuchillo y te vi ahogarte en tu propia sangre. Te devolveré la lengua por el mero placer de volver a cortártela...

Alzó la mano.

—Cuidado, señora —dijo Krell, imperturbable—. No hagas nada que pueda volcar el tablero de khas. Estoy en mitad de una partida.

—¡Al Abismo con tu partida! —Zeboim alargó la mano con intención de asir el tablero, voltearlo y esparcir las piezas para pisotearlas y pulverizarlas—. ¡Y al Abismo contigo, Ausric Krell! ¡Esta vez acabaré contigo total y definitivamente!

—Yo no lo haría, señora —adujo el caballero con frialdad—. Yo que tú no tocaría ese tablero. Si lo haces, lo lamentarás.

El tono de su voz —burlón y pagado de sí mismo— y un brillo astuto en el núcleo de los llameantes ojos rojos dieron que pensar a la diosa. No entendía lo que pasaba y un poco tardíamente se planteó la pregunta que debería haberse hecho antes de ir al Alcázar de las Tormentas.

¿Por qué había vuelto Krell a su prisión? Había dado por sentado que Chemosh había abandonado al Caballero de la Muerte, que lo había desterrado de nuevo a la fortaleza. Ahora que prestaba atención percibía la presencia del Señor de la Muerte. Chemosh tendía a Krell su mano protectora del mismo modo que el caballero la tendía sobre el tablero de khas. Krell actuaba con el beneplácito de Chemosh. Un beneplácito que lo hacía lo bastante osado para maldecirla y desafiarla.

¿Por qué? ¿Qué tramaba Chemosh? ¿Cuál era su juego? Zeboim dudaba que fuera el khas. Esforzándose por recobrar al menos un atisbo de compostura, se clavó las uñas en las palmas de las manos y se tragó las palabras que habrían reducido a Ausric Krell a un siseante montón de metal fundido.

—¿De qué hablas, Krell? —demandó—. ¿Por qué habría de importarme ni poco ni mucho ese tablero de khas o cualquier otro tablero, en realidad?

Habló con desdén, pero cuando creyó que Krell no la miraba echó un vistazo raudo, inquieto, disimulado, al tablero. Su aspecto era corriente, como cualquier tablero de khas. A Zeboim nunca le había gustado ese juego. En realidad no le gustaba ninguno. El juego significaba competición, y la competición significaba que alguien ganaba y alguien perdía. La idea de perder a cualquier cosa era tan irrisoria que no merecía la pena tenerla en cuenta.

—Éste es un tablero de khas muy importante, señora. Tu hijo, mi señor Ariakan, encargó que se lo hicieran especialmente para él. ¿Por qué no te sientas y acabamos la partida? —invitó Krell, que señaló el tablero con un ademán—. Tú juegas con las negras. Te toca mover.

Zeboim sacudió la cabeza y la espuma de mar salpicó por la estancia.

—No tengo la menor intención de...

—Te toca mover, señora —repitió Ausric Krell, y los ojos rojos titilaron divertidos.

La presencia de Chemosh era muy fuerte. Zeboim estuvo tentada de llamarlo, pero después decidió que no le daría esa satisfacción. No le hacía gracia que Krell hablara constantemente de su hijo. El miedo, un miedo irracional, rebulló en su interior.

Chemosh había sido siempre un dios enigmático, el que menos conocía, introvertido, sin hacer amigos, sin forjar alianzas. Tras el retorno de los dioses al mundo, Chemosh se había vuelto aún más reservado y se había retirado a parajes más recónditos y oscuros. Sin embargo, el calor de su ambición se dejaba sentir por todo el cielo al expulsar vapor y ocasionar pequeños temblores como lava fundida que borbotara en las profundidades de una montaña.

—No sé jugar a esto —dijo Zeboim con desprecio—. Ignoro qué pieza mover y, para ser sincera, tampoco me importa. —¿Te puedo sugerir un movimiento, señora?

El caballero actuaba con oficiosa cortesía, pero la diosa captó el gorgoteo de una risa dentro de la armadura hueca. Se moría de ganas de agarrar aquella armadura y destrozarla. Entrelazó las manos para refrenarse.

Krell se inclinó sobre el tablero y señaló con el grueso dedo enfundado en el guantelete.

—¿Ves el caballero a lomos del Dragón Azul, el que está al lado de la reina? Voy a tomar esa pieza con mi roque a menos que tú hagas un movimiento para impedírmelo.

La posición de las piezas en las casillas hexagonales no tenía ningún significado para ella. Estaban esparcidas, algunas en las casillas de un lado del tablero y otras en las casillas del opuesto; algunas se encontraban de cara a sus dirigentes, mientras que otras miraban hacia otro lado. El caballero al que se había referido Krell parecía estar en el centro de alguna clase de acción, pues él y la reina a la que servía se hallaban rodeados de otras piezas. Como era propio en ella, Zeboim centró la atención en la reina.

Examinó atentamente la pieza y de repente sus ojos se abrieron de par en par. Ella era la reina, de pie sobre una concha de caracola, el vestido verde mar formando espuma alrededor de los tobillos y el semblante tallado con prolija delicadeza.

Se enterneció. Obviamente su hijo había hecho que tallaran esa pieza en su honor. La aferró con cariño, reacia a soltarla.

—Ahora que has cogido la pieza, señora, tienes que moverla —dijo Krell—. La puedes poner en esa casilla de ahí. Así no podré amenazar a tu hijo.