—¡Sargonnas! —clamó Galdar a su dios, aunque la voz se le quebró y tragó saliva para humedecerse la garganta—. Sargonnas, dame fuerza. Ayúdame a combatir a este temible enemigo...
La respuesta del dios fue un resoplido antes de hablar.
—Te he consentido tu lealtad a esta humana hasta ahora, Galdar, pero mi paciencia se ha acabado. Déjala a su suerte. Se la tiene bien merecida.
—No puedo —respondió con incondicional fidelidad a pesar de haber palidecido al ver al extraño hombre—. Estoy comprometido con ella...
—Te prevengo, Galdar. No te interpongas entre Chemosh y su presa —advirtió Sargonnas en tono grave.
—¡Chemosh! —exclamó el minotauro con voz apagada.
Chemosh, Señor de la Muerte. Galdar empezó a temblar, encogidas las entrañas.
Mina levantó el cuchillo del minotauro. Era una arma vieja, con el mango de hueso, un utensilio para distintos propósitos, desde limpiar pescado hasta destripar venados, y el minotauro mantenía aguzado el filo, bien amolado. Vio que Mina enarbolaba el cuchillo, vio la luz del sol reflejarse en el acero de la hoja, pero no en los ojos de la joven, que tenía la mirada fija en el dios.
Mina sostenía el arma con la mano derecha. Le dio la vuelta y presionó la aguzada punta contra su garganta. La luz interna de los ojos ambarinos centelleó fugazmente y después se apagó. Apretó los labios. Los dedos se ciñeron con más fuerza sobre el mango. Cerró los ojos y soltó el aire.
Galdar bramó y se lanzó hacia ella. Había esperado demasiado. No llegaría antes de que se clavara el acero en la garganta. Confiaba en que su grito la distrajera antes de que se inmolara.
Chemosh levantó la mano en un ademán negligente, casi descuidado. Galdar salió lanzado por el aire, sostenido en la mano del dios. El minotauro se debatió y luchó, pero el dios lo tenía sujeto y no había modo de soltarse. Era tan imposible escapar de su garra como de la propia muerte.
Chemosh trasladó al minotauro —que bramaba y sacudía el brazo y las piernas— fuera del valle, lejos de la montaña, lejos de Mina, que iba perdiéndose en la distancia y se hacía más y más pequeña por momentos.
Galdar alargó la mano en un desesperado intento de asirse al tiempo y al mundo mientras ambos pasaban de largo, a fin de agarrarse a ellos... a ella. La joven alzó los ojos ambarinos hacia el minotauro y, durante un fugaz instante, los dos se tocaron.
Después, las rugientes aguas se la arrancaron de la mano. Un bramido de frenética desesperación se alargó y dio paso a un rugido de angustia.
Galdar se hundió bajo la riada del tiempo y todo desapareció.
Unas voces despertaron a Galdar. Eran voces profundas y ásperas, y sonaban cerca de él.
—¡Mina! —gritó mientras se esforzaba por levantarse y tanteaba en busca de la espada que había aprendido a manejar con la mano izquierda.
Dos minotauros que vestían armadura de combate de las legiones de su país retrocedieron con presteza ante el repentino salto con el que se levantó, a la par que llevaban la mano a su propia espada.
—¿Dónde está? —tronó, los labios salpicados de saliva—. ¡Mina! ¿Dónde la tenéis? ¿Qué le habéis hecho?
—¿Mina? —Los dos minotauros lo miraron, desconcertados.
—No conocemos a nadie que se llame así —dijo uno, que tenía desenvainada a medias la espada.
—Suena a nombre humano —gruñó su compañero—. ¿Qué es? ¿Una cautiva tuya? En tal caso, debe de haber huido cuando te caíste por ese risco.
—O quizá te empujó —dijo el otro soldado.
—¿Risco? —Ahora fue Galdar el que se quedó desconcertado. Miró hacia donde señalaba el otro minotauro.
La pronunciada pendiente de un risco se alzaba a gran altura; la rocosa pared apenas se veía con el espejo follaje. Miró en derredor y vio que estaba de pie en la alta hierba que crecía bajo las umbrías ramas de un tilo. Su cuerpo había dejado una huella profunda en el blando y húmedo humus.
Lejos del desierto achicharrado por el sol. Lejos de la montaña.
—Te vimos caer desde una gran altura —dijo uno de los minotauros, que envainó de nuevo la espada—. En verdad, Sargonnas debe de amarte. Creíamos que habrías muerto, porque debiste de precipitarte en el vacío más de treinta metros. Y, sin embargo, aquí estás, sin nada más que un chichón.
Galdar oteó en busca de la montaña, pero la espesura del bosque impedía ver la línea del horizonte. Bajó la vista, gacha la cabeza y los hombros hundidos.
—¿Cómo te llamas, amigo? —preguntó el otro—. ¿Y qué haces deambulando solo por Silvanesti? La escoria elfa por esta zona no osa atacar a descubierto, pero tiende emboscadas a un minotauro que esté solo.
—Me llamo Galdar —respondió en tono descorazonado.
Los dos soldados dieron un respingo e intercambiaron una mirada.
—¡Galdar el Manco! —exclamó uno de ellos, fija la mirada en el muñón.
—¡Vaya, entonces el dios no sólo te salvó la vida, sino que te dejó caer justo a los pies de tus escoltas! —dijo el otro.
—¿Escoltas? —Galdar los observó con suspicacia, desconcertado y receloso—. ¿Qué quieres decir con eso?
—El comandante Faros recibió la noticia de tu llegada, señor, y nos mandó a buscarte para que nos ocupáramos de que llegases sano y salvo al cuartel. En verdad se cumple nuestra misión, alabado sea Sargonnas.
—Es un honor conocerte, señor—añadió el otro soldado, impresionado—. Tus hazañas con los caballeros negros se han convertido en leyenda.
—Ahora que lo pienso, hubo alguien que se llamaba Mina. Sirvió a tu mando, señor, ¿no es así? ¿Una funcionaría de segunda fila?
—La caída debe de haberte aturullado, señor. Por lo que sabemos, la tal
Mina lleva muerta mucho tiempo, desde que Sargonnas derrotó y mató a la reina Takhisis.
—Así los perros royan sus huesos —añadió, sombrío, el otro soldado.
Galdar echó una última ojeada a su alrededor con la esperanza de divisar la montaña, el desierto, alguna señal de Mina. Sabía que era inútil, pero no pudo evitarlo. Entonces volvió la vista a los dos minotauros que esperaban pacientemente y sin dejar de mirarlo —brazo y todo lo demás— con respeto y admiración.
—Alabado sea Sargonnas —musitó Galdar, que cuadró los hombros y dio el primer paso en su nueva vida.
3
Dispuesta a morir, Mina asestó un seco golpe con el cuchillo. La muerte la miró con regocijo. El acero se convirtió en cera y casi de inmediato empezó a licuarse con el sol abrasador. La cera caliente resbaló entre sus dedos. Mina la miró de hito en hito, estupefacta, sin entenderlo. Alzó los ojos, que se encontraron con los del dios.
Las piernas le temblaban. Le habían fallado las fuerzas. Cayó de rodillas y hundió la cara en las manos. Ya no veía al dios, pero oyó sus pisadas, que se acercaban más y más. La sombra se proyectó sobre ella, ocultando la luz del sol, y Mina tiritó.
—Déjame morir, mi señor Chemosh —masculló sin levantar la vista—. Por favor. Sólo quiero descansar.
Oyó el crujido de las botas de cuero, sintió que se movía cercay se arrodillaba junto a ella. Olió a mirra, aroma que le recordó los óleos perfumados que se vertían en las piras funerarias para enmascarar el hedor a carne quemada. Mezclado con la fragancia almizcleña había un aroma dulzón a lilas y rosas, tenue y delicado como los pétalos de la juventud prensados entre las páginas del libro de la vida. La mano del dios le tocó el cabello, se lo alisó. La mano pasó del pelo a la cara. Tenía un tacto fresco en contraste con la piel quemada por el sol.
—Estás agotada, Mina —le dijo Chemosh; el aliento la rozó en la mejilla, suave y cálido— Lo que necesitas es dormir. Dormir, no morir. Sólo los poetas confunden lo uno con lo otro. Le acarició la cara, el cabello.
—Pero has venido a buscarme, señor —protestó Mina, somnolienta, relajada con sus caricias, derritiéndose como el cuchillo de cera—. Eres la muerte y viniste por mí.