Miró un tanto frustrado a Lleu, que paseaba tranquilamente, con aire garboso, por la calle mayor de Solace, el sombrero echado hacia atrás como si quisiera sentir la caricia del sol matinal en la cara, sólo que estaba lloviznando. Llevaba días cayendo esa llovizna y Solace se había convertido en un barrizal por el que se movían ciudadanos empapados y malhumorados.
Lleu iba canturreando. En una ocasión había entonado una pieza de baile. Después, canturreó fragmentos de la misma melodía. Y ahora su canturreo resultaba irreconocible, desafinado y desentonado, como si hubiese olvidado la canción, como probablemente había ocurrido. Igual que olvidaba en un visto y no visto si había comido o bebido. Igual que olvidaba a Rhys. Igual que olvidaba a sus víctimas al momento de matarlas.
—Rhys —llamó de repente Beleño al tiempo que le tiraba de la manga—, ¡mira! ¿Adónde va?
El monje había estado absorto en sus pensamientos, tan lúgubres como el día, y no prestaba atención a lo que pasaba. Había dado por hecho que Lleu volvería al Abrevadero, que era donde pasaba el tiempo cuando no estaba haciendo el amor con alguna joven condenada a morir. Rhys escudriñó a través de la llovizna intermitente y vio que Lleu había girado en otra dirección. Se encaminaba hacia la calzada principal.
—Me parece que se marcha de la ciudad —comentó el kender.
—Creo que tienes razón —convino Rhys al tiempo que se detenía tan bruscamente que pilló desprevenida a Atta. La perra dio unos pasos más antes de caer en la cuenta de que había dejado atrás a su amo. Se volvió y le dedicó una mirada dolida como si le reprochara que no lo había avisado; luego se sacudió el agua del pelaje y regresó al trote.
—Ahora que lo pienso —dijo Beleño—, no he visto a ninguno de los Predilectos cuando he pasado por el mercado esta mañana, y tampoco había ninguno en la posada. Por lo general siempre hay uno o dos rondando por allí.
—Se han puesto en marcha —dedujo Rhys—. Fui a visitar a los pobres padres de Lucy con la esperanza de poder hablar con ella, pero me dijeron que había desaparecido, al igual que su marido. Fíjate cómo se ha trasladado Lleu de ciudad en ciudad. Quizá cuando los Predilectos de Chemosh finalizan su misión en un sitio reciben la orden de desplazarse al siguiente y después al siguiente. De ese modo nadie sospecha nada, como podría ocurrir si se quedaran en el mismo lugar mucho tiempo. Viajan hacia el este.
—¿Y cómo sabes eso? —se interesó Beleño.
—No lo sé con certeza —reconoció el monje—, salvo por el hecho de que Lleu ha estado viajando en esa dirección. Es como si algo lo atrajera...
—Alguien —lo corrigió el kender, sombrío.
—Sí, Chemosh. Y me pregunto para qué. ¿Con qué propósito?
Beleño se encogió de hombros. No veía razón para seguir planteando preguntas que no se podían contestar, así que volvió a lo práctico.
—¿Vamos tras él?
—Sí —respondió Rhys, que echó a andar otra vez—. Vamos tras él. Beleño soltó un triste suspiro.
—Esto no nos está llevando a ninguna parte, ¿sabes? Ir de un sitio a otro para ver cómo tu hermano engulle treinta comidas al día y bebe suficiente aguardiente enano para ahogar a un kobold...
—No se puede hacer otra cosa —repuso el monje, frustrado—. De la diosa no hay que esperar apoyo. Le he pedido que me ayude a encontrar a esa Mina y a intentar descubrir qué trama Chemosh, pero Zeboim no ha atendido mis súplicas. Fui a su santuario y me lo encontré cerrado, con la puerta atrancada. Creo que me elude deliberadamente.
—¿Así que simplemente seguimos a tu hermano por si nos conduce a alguna parte? Alguna parte que no sea otra taberna, se entiende.
—Exactamente.
Beleño sacudió la cabeza y fue en pos de él. Sin embargo, no habían recorrido ni medio kilómetro cuando oyeron gritos y la trápala de cascos.
Rhys se apartó a un lado de la calzada. Uno de los guardias de la ciudad sofrenó a su caballo junto al monje.
—Yo no lo he cogido —negó rápidamente Beleño mientras agitaba las manos en el aire—. O si lo hice, lo he devuelto.
—¿Eres Rhys Alarife? —preguntó el guardia sin hacer caso del kender.
—Sí —contestó el monje.
—Tienes que volver a Solace. El alguacil me mandó a buscarte.
Rhys volvió la vista hacia la figura de su hermano, que desaparecía en la bruma de la llovizna. Lo que quiera que quisiera de él Gerard debía de ser urgente para que enviara a uno de sus hombres.
Dio media vuelta en dirección a Solace. Beleño se puso a su lado.
—El alguacil no dijo nada de que quisiera ver kenders —manifestó el guardia, ceñudo.
—Está conmigo —aclaró Rhys con voz sosegada al tiempo que posaba la mano en el hombro de Beleño.
El guardia vaciló un momento, esperó hasta asegurarse de que los dos se ponían en marcha hacia la ciudad y a continuación regresó al galope para informar.
—¿Qué crees que querrá el alguacil? —preguntó Beleño—. Puesto que no me buscan a mí.
—No tengo ni idea. —Rhys sacudió la cabeza—. A lo mejor tiene algo que ver con una de las víctimas de asesinato.
—Pero nadie sabe que las asesinaron excepto nosotros. —Quizá lo ha descubierto de algún modo.
—Sería estupendo, ¿verdad? Al menos ya no estaríamos solos en esto. —Sí. —De repente Rhys se dio cuenta de lo solo que se sentía, un simple mortal plantándole cara a un dios—. Sería magnífico.
Encontraron a Gerard esperándolos con impaciencia al pie de la escalera que subía a la posada El Ultimo Hogar. Estrechó la mano de Rhys e incluso dedicó a Beleño un amistoso saludo con la cabeza.
—Gracias por venir, hermano. Me gustaría hablar en privado contigo, si no te importa —dijo Gerard, que se llevó a Rhys a un lado y añadió en voz baja:
»¿Crees que esa perra pastora de kenders tuya sería capaz de tener vigilado a tu pequeño amigo durante una hora más o menos? Quiero que me acompañes a la prisión. Es por un preso que tengo allí.
—Me gustaría que Beleño viniera conmigo —adujo Rhys con la idea de que, si se trataba de uno de los Predilectos de Chemosh, necesitaría la ayuda del kender—. Posee talentos especiales...
—Los tengo, ¿sabes? —abundó Beleño con modestia.
Los dos hombres se volvieron y se encontraron con el kender de pie justo detrás de ellos. Gerard le asestó una mirada feroz.
—Oh, al decir en privado te referías a vosotros dos —dijo Beleño—. Sea como sea, iba a añadir que no me importaba quedarme con Atta, Rhys. Ya conozco la prisión de Solace y, aunque es muy bonita —se apresuró a agregar en favor del alguacil—, no es un sitio que me apetezca visitar otra vez.
—Laura le dará de comer —ofreció Gerard—. Y a la perra también.
En lo que a Beleño concernía, lo de la comida hacía del trato cosa hecha.
—No me necesitas. Sabes muy bien lo que tienes que buscar —dijo en voz baja a Rhys— Los ojos. Todo radica en los ojos.
El monje mandó a Atta con Beleño y le dijo al kender que no perdiera de vista a la perra, mientras que a ésta, con una orden muda y un gesto, le indicaba que no perdiera de vista al kender.
Gerard echó a andar y Rhys fue tras él. Los dos marcharon en silencio por las calles de Solace. Era casi media mañana y, a despecho de la lluvia, las calles se encontraban abarrotadas. La gente dirigía saludos deferentes y amistosos a Gerard, que respondía con un alegre gesto de la mano o inclinación de cabeza. Los haraganes alzaban el vuelo al verlo llegar o si topaba con ellos demasiado pronto lo saludaban inclinando la cabeza con aire culpable. Los forasteros lo miraban con descaro o de forma furtiva. Rhys se fijó en que Gerard tomaba nota de todos ellos. Casi podía verlo archivar las imágenes en su cabeza para futuras consultas.