—¿Sabes una cosa, majestad? —susurró—. Mi muerte sería más rápida, más fácil, si te dijera que me mataras ahora mismo.
Zeboim alzó hacia él los ojos color verde mar.
—Tal vez. O tal vez no. Tanto en un caso como en otro no has tenido en cuenta a tu amigo el kender ni a toda esa gente joven, como tu hermano, asesinada en nombre de Chemosh. Ni a todos los marineros a bordo de barcos varados en mitad de unos mares calmos, lánguidos. Marineros que sin duda morirán...
Gerard volvió a aporrear la puerta. Una llave sonó en el candado. Rhys se puso derecho.
—Entiendo, majestad —dijo con la calma de quien puede estar sosegado o puede romper a llorar en cualquier momento.
—Eso pensé —repuso Zeboim con tono lánguido—. Comunícame tu decisión.
—¿Dónde estarás, majestad?
Tendida en la cama, la diosa se arrebujó en sus ropas, se echó la capucha por la cabeza y se volvió de cara a la pared. —Aquí, donde nadie puede encontrarme.
—Se acabó el tiempo —anunció Gerard mientras entraba en la celda—. ¿Cómo ha ido todo? —inquirió en voz baja. —Bastante bien —contestó el monje.
Gerard echó una ojeada al bulto de ropas de encima de la cama y después acompañó a Rhys hacia la puerta. Cerró con llave al salir y los dos echaron a andar corredor adelante. Cuando estuvieron lo bastante lejos para que no los oyera la prisionera, Gerard se paró.
—¿Qué hago con la mujer loca? —preguntó en un susurro—. ¿La dejo marchar?
Rhys no contestó. En realidad no había oído la pregunta. Estaba pensando en lo que tenía que hacer e intentaba discurrir un modo de hacerlo y sobrevivir. Gerard se pasó los dedos por el cabello.
—Como si ya no tuviera bastante jaleo, ahora ha caído algún conjuro maligno sobre el lago Crystalmir...
—¿Qué has dicho? —inquirió el monje, sobresaltado—. ¿Qué es eso del lago?
—¿Es que no lo hueles? —Gerard encogió la nariz—. Apesta a kilómetros de distancia. Los peces mueren a centenares y el agua los arroja a las orillas durante la noche. Se pudren al sol. Nuestro pueblo depende del agua del lago y ahora todo el mundo tiene miedo de acercarse a él. Dicen que está maldito. Con eso y una mujer loca de la que ocuparme...
—Alguacil, tengo que pedirte un favor —lo interrumpió Rhys—. Voy a estar ausente durante un tiempo y necesito que alguien se ocupe de Atta. ¿Querrías cuidarla?
—¿Pastoreará kenders si se lo digo? —pregunto Gerard, a quien le relucían los ojos. Su pregunta provocó una sonrisa a Rhys.
—Te enseñaré las órdenes que has de darle —dijo el monje—. Y encontraré la forma de pagar su manutención y albergue.
—Si pastorea kenders para mí tan bien como hace contigo, los habrá pagado más que de sobra. —Gerard le tendió la mano—. Es un trato, hermano. ¿Adonde te diriges?
Rhys no contestó.
—¿Y si no regreso seguirías cuidando de ella? —preguntó a su vez. Gerard lo observó con atención. —¿Por qué no ibas a regresar?
—Sólo los dioses conocen nuestro sino —contestó Rhys. —Puedes confiar en mí, hermano. Sea cual sea el lío en el que estés metido...
—Lo sé, alguacil —agradeció Rhys—. Por eso te pedí que te ocuparas de Atta.
—De acuerdo, hermano, no me entrometeré en tus asuntos. Y no te preocupes por la perra, que la cuidaré bien.
Mientras los dos caminaban por el corredor a Gerard se le ocurrió otra cosa, una idea alarmante a juzgar por su tono.
—¿Y qué pasa con el kender? No pensarás pedirme que me ocupe de él también, ¿verdad, hermano?
—No. Beleño se viene conmigo.
5
Un Caballero de la Muerte —dijo Beleño. —Según la diosa, sí —contestó Rhys. —Se supone que hemos de ir al Alcázar de las Tormentas para enfrentarnos a un Caballero de la Muerte y rescatar al espíritu del hijo de la diosa, que está atrapado en una pieza de khas. Rescatarlo de un Caballero de la Muerte.
Rhys asintió con la cabeza, en silencio.
—¿Has estado bebiendo? —preguntó Beleño muy en serio.
—No. —Rhys sonrió.
—¿Te han dado un golpe en la cabeza? ¿Te ha pisoteado una mula? ¿Te has caído escaleras abajo?
—Estoy en mi sano juicio, o eso creo. Sé que esto suena increíble... —¡Caray! —exclamó el kender a la par que soltaba un silbido. —Pero aquí tienes la prueba.
El kender y él se encontraban en la calzada a varios centenares de metros de la orilla del lago Crystalmir. El nombre se debía a las cristalinas aguas del lago, de un intenso color azul, pero ahora no podía ser más inadecuado. El agua tenía un repugnante color amarillo verdoso y apestaba a huevos podridos. Había un sinnúmero de peces a la orilla, muertos o moribundos. Incluso desde esa distancia, con el viento soplando en dirección contraria, la peste era espantosa. Beleño se pinzaba la nariz.
—Sí, supongo que tienes razón. No podré volver a comer pescado, ¿sabes? —añadió en tono apenado.
Los dos regresaron a Solace y en el camino se cruzaron con la muchedumbre que se había echado a la calle para ver la mortandad de peces. Todo el mundo tenía alguna teoría, desde la de que unos forajidos habían envenenado el lago, hasta la de hechiceros que le habían lanzado un maleficio. El miedo contaminaba el aire tanto como el hedor a peces muertos.
—He estado pensando, Rhys —dijo Beleño mientras caminaban hacia la ciudad—. No soy muy digno de confianza y tampoco se me da muy bien luchar. Si no quieres llevarme contigo no herirás mis sentimientos. Me encantará quedarme con el alguacil para ayudarlo a cuidar de Atta.
Dio unas palmaditas a la perra en la cabeza. El animal lo permitió, si bien su mirada estaba concentrada en el monje. Rhys sonrió ante la generosa oferta del kender.
—Sé que es peligroso, y no te pediría que arriesgaras la vida, amigo mío, si no fuera porque de verdad te necesito. Yo sería incapaz de diferenciar qué pieza de khas encierra el alma del caballero...
—La diosa te dijo que era el caballero negro —lo interrumpió Beleño.
—Mi madre solía citar un dicho: «Ten en cuenta la fuente» —comentó Rhys con ironía.
—Sí, supongo que tienes razón —dijo el kender con un suspiro.
—En esto caso, nuestra fuente no es muy de fiar. Es posible que nos esté mintiendo. Krell podría haberle mentido a ella. Krell podría cambiar el espíritu de una pieza a otra. Para que mi plan funcione tengo que saber qué pieza guarda el alma del caballero, y tú eres el único que puede decírmelo. Además —añadió Rhys, sonriente—, creía que a los kenders les gustaba la aventura, que eran curiosos y absolutamente inmunes al miedo.
—Soy kender, pero no estúpido. Y esto es estúpido.
—No tenemos opción, amigo mío —argumentó Rhys, que coincidía con él—. Zeboim dejó muy claro que si no lo intentamos nos matará.
—Así que en vez de ella, nos matará el Caballero de la Muerte. No veo que ganemos mucho con la alternativa, excepto el viaje al Alcázar de las Tormentas, y probablemente no vivamos lo suficiente para disfrutarlo. ¿Sabes, Rhys? La mayoría de la gente no confiaría una misión tan importante a un kender. Y he de decir que lo comprendo. No se puede contar con los kenders. Yo que tú me dejaría aquí.
—Siempre me has parecido muy digno de confianza, Beleño —contestó el monje,
—¿De verdad? —Beleño estaba desconcertado—. Entonces supongo que tendré que estar a la altura de las circunstancias. —Creo que sí.
—Y para ello es imprescindible conservarse vivo. —Beleño puso énfasis en la última palabra.
—Enfócalo de este modo: por lo menos hemos conseguido algo —comentó Rhys—. Hemos llamado la atención del dios.
—Cosa que evitaría la gente con un mínimo de sentido común —arguyó el kender, enfadado—. Mi padre también solía citar un dicho: «Jamás llames la atención de un dios».