No podía llamar a Chemosh. Le era imposible gritar ni chillar. El agua se tragaba su voz. Se obligó a controlar el pánico e intentó mantenerse tranquila, relajada.
«He recorrido los lugares oscuros de Krynn —se dijo—. He caminado por los lugares oscuros de la mente de un dios. No estoy sola...»
Una mano rozó la suya y Mina la aferró, agradecida, y se sujetó a ella con fuerza.
—No estabas asustada, ¿verdad? —inquirió Chemosh, medio en serio, medio en broma—. Puedes hablar, Mina. Recuerda: el agua es para ti como aire. Habla. Te oiré.
—Iba a decir que si estaba asustada era sólo porque el miedo es la maldición de los mortales, mi señor.
—Eso es cierto —convino Chemosh en tono severo—. El miedo procura buenos instintos a los mortales. —¿Algo va mal, mi señor?
—Hay una agitación, una energía que no había cuando estuve aquí hace sólo un año. Quizá no tenga nada que ver con nuestra caza del tesoro, pero no me gusta. Esto me huele a deidad.
—¿Zeboim?
—Eso pensé, y volví a la superficie. —Chemosh sacudió la cabeza—. No había cúmulos de nubes, no aullaba el viento. El mar está tan calmo que las aves han empezado a construir nidos en el agua. No, sea lo que sea que pase, está aquí abajo, no es culpa de Zeboim.
—¿Y no será que hay otros dioses trabajando en el mar, mi señor?
—Habbakuk tiene dominio sobre las criaturas marinas. Él no me preocupa, sin embargo. Es indolente y perezoso, como cabe esperar de un dios que se pasa la vida entre peces.
Hizo una pausa y escuchó. Mina también prestó atención; pero, a despecho de lo que Chemosh había dicho, tenía los oídos tapados con el agua y no escuchaba nada excepto el sonido de su sangre palpitante y la voz del dios.
—No oigo nada —dijo él finalmente, y parecía perplejo—, pero la sensación persiste. Tal vez sólo son imaginaciones mías. Vamos, encontremos lo que hemos venido a buscar. Las ruinas no están lejos.
Caminó por el agua como si lo hiciera por tierra firme. Mina intentó imitarlo, pero andar no resultaba fácil. Acabó por avanzar nadando a medias y caminando a medias, impulsándose con los brazos y con las piernas. La insondable oscuridad empezó a tornarse menos profunda; Chemosh y ella ascendían hacia la superficie, hacia la luz del sol.
El dios volvió a detenerse, severa la expresión. La miró, observó el fino atuendo de seda que llevaba.
—No debí permitir que bajaras aquí desarmada y sin coraza que te proteja. Te mandaré de vuelta...
—No me hagas volver, mi señor. Me protege mi fe en ti, y mi amor por ti es mi arma.
Chemosh la acercó más a él. El cabello de la joven flotaba en el agua y se mecía en torno a la cabeza y los hombros con ondas sensuales. Los ojos ambarinos parecían luminiscentes, con un matiz anaranjado a causa del agua roja, de manera que tenían un brillo encendido.
—No es de extrañar que te eligiera para ser mi Suma Sacerdotisa, Mina —dijo el dios—. No obstante, te daré algo más consistente que la fe para que protejas tu cuerpo mortal, y una arma más idónea para causar daño.
Se zambulló en la oscuridad y se sumergió hacia el fondo del océano. Al cabo de unos instantes reapareció, cargado con un esqueleto humano.
—No es bonito, pero sí funcional. No te dará asco llevar puesta la caja torácica de un hombre, ¿verdad, Mina?
—La armadura que me dio Takhisis estaba húmeda con la sangre de un hombre que osó burlarse de ella —contestó la joven—. ¿Quieres servirme de escudero, mi señor?
—Sólo por esta vez —aceptó él con una sonrisa, y empezó a ajustar la esquelética armadura al cuerpo de Mina—. ¿Te sirve? Si no, puedo encontrar otra cosa que sea de tu talla. Disponemos de un surtido ilimitado de esqueletos.
—Se ajusta perfectamente, mi señor.
El peto lo formaban el esternón y las costillas de un hombre. Las clavículas le protegían los hombros, las espinillas hacían lo propio con las piernas, y los cubitos y húmeros, sus brazos. Chemosh los soldó y los reforzó con su poder. Cuando hubo acabado de equiparla, contempló el resultado y quedó satisfecho.
—Y ahora, el yelmo —dijo.
—Una calavera, no, mi señor —protestó Mina—. No quiero tener el mismo aspecto que Krell.
—¡No, por favor! —exclamó Chemosh con brusquedad—. No, Mina. Aquí tienes tu yelmo.
Le tomó la cabeza con ambas manos, la besó en la frente, en las mejillas, en la barbilla y, finalmente, en la boca.
—Ea, ahora estás protegida. —Vaciló, sin decidirse a soltarla, y la apretó con más fuerza—. Mina, yo... —empezó en un susurro.
—¿Qué, mi señor?
—Nada—repuso bruscamente. Se apartó de ella, lejos de su tacto, lejos de sus ojos.
—¿He hecho algo que te haya disgustado, mi señor? —preguntó la joven, preocupada.
—No —contestó él, y repitió—: No.
La miró, miró su cuerpo cálido, suave, flexible, ceñido por la fantasmal armadura del esqueleto de un hombre, y fue el Señor de la Muerte el que sufrió un escalofrío.
Arrancó los huesos con brusquedad y los arrojó de vuelta al fondo del mar.
—De verdad no me molestaba, mi señor —protestó ella.
—Pero a mí sí —respondió el dios, que se dio media vuelta con violencia.
Se desplazaron a través de las profundidades iluminadas por la luz del sol y buscaron las ruinas de la torre.
Fuera cual fuera el poder que Chemosh había notado, aumentó en lugar de disminuir, o es lo que Mina juzgó por la expresión cada vez más sombría del dios. No le habló, no la miró.
La joven intentó mantenerse centrada, alerta a un posible peligro, pero le resultaba difícil. Se hallaba en un mundo diferente, un mundo de belleza extraña y exótica, y se distraía constantemente. A su lado pasaban peces nadando o se movían veloces a su alrededor; algunos la observaban con curiosidad y otros no le hacían el menor caso. Capas de coral rosáceo se alzaban desde el fondo, hogar de un verdadero bosque de plantas de aspecto raro y de criaturas que parecían plantas pero que no lo eran, como descubrió cuando tocó lo que creyó que era una flor y el ser la golpeó y el contacto le ocasionó escozor. Los colores —de todo, plantas y animales— eran más intensos, más vividos y lustrosos que cualesquiera que hubiera visto en tierra firme.
Olvidó el peligro y se rindió al encanto del entorno. Bancos de peces plateados se daban media vuelta y cambiaban de dirección rápidamente como un solo individuo de mercurio. Pececillos minúsculos le picaban las manos. Otros se metían por puertas y ventanas de corales y se escondían dentro.
De repente Chemosh susurró una advertencia, la agarró y la arrastró hacia las sombras de verdes y ondulantes tallos. —¿Qué pasa? —dijo la joven.
—¡Mira! ¡Mira allí! —contestó él con incredulidad y rabia.
Un edificio de paredes de suave y reluciente cristal se alzaba en el fondo del océano. La cristalina estructura captaba los haces de sol que penetraban en el agua y los atrapaba, de manera que el edificio resplandecía con rielantes vidrios de luz pálida. Una cúpula de mármol negro remataba el edificio. Sobre la cúpula, un aro hecho de bruñido oro rojizo entretejido con plata resplandecía con la luz del sol. El centro del aro era negro azabache, como si se hubiese abierto un agujero en el mar para dejar a la vista el vacío del universo.
—¿Qué es ese lugar, mi señor? —inquirió Mina, sobrecogida.
—La Torre de la Alta Hechicería de Istar profanada, calcinada, arrasada por un meteoro, reducida a escombros —contestó Chemosh, que añadió con una maldición—: De algún modo, de alguna manera, se ha reconstruido.
8
Rhys y Beleño estaban en la celda de Zeboim, discutiendo pacientemente con la diosa, intentando hacerla entrar en razón, cuando de repente, en lo que media de un instante a otro, de una palabra a la siguiente, de un despotrique al sucesivo, Rhys se encontró de pie sobre baldosas desconchadas, en mitad de la fortaleza de un islote, con el eco persistente del rugido del mar bramando dentro de su cabeza. Harta de la discusión, Zeboim le había puesto fin de forma fulminante.