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—Majestad...

Había sido en ese momento cuando Zeboim puso punto final a la discusión.

Ahora el monje se hallaba en el Alcázar de las Tormentas obligado a enfrentarse a un Caballero de la Muerte sólo con un cayado por arma, un kender en miniatura como compañero, y sin el auxilio de un dios. Prendida la mirada en las plomizas olas y en el vacío y progresivamente oscuro firmamento, Rhys asió con fuerza el bastón, que había sido el último y afligido regalo de Majere, y elevó una plegaria. No sabía a quién le rezaba, si es que lo hacía a alguien o a algo, tal vez al mar, tal vez al cielo infinito. No pidió hechizos, ni magia sagrada ni poderes divinos. Sería inútil pedirlos. Nadie respondería.

—Dame fuerza —rezó y, sin más, echó a andar hacia la fortaleza para encontrarse con el Caballero de la Muerte.

Sólo había dado unos pocos pasos cuando una sombra cayó sobre él desde atrás. Era una sombra fría como la desesperanza, oscura como el miedo. Tras él oyó el crujido del cuero y el golpeteo metálico de la armadura, así como el sonido de una respiración que no era la de un ser vivo, sino el sonido siseante, rasposo, de un muerto viviente que intentaba evocar qué era respirar. El hedor a putrefacción, a muerte, le inundó las fosas nasales y la boca. Entre la peste y el terror se sintió tan mareado que por un instante creyó que se iba a desmayar.

Apretó más aún el cayado. Su yo espiritual fue hacia la lucha. El miedo era el arma más potente del caballero muerto y Rhys tenía que derrotar el miedo o caería allí mismo. Su espíritu batalló contra el miedo, buscando superar la debilidad inherente a la carne. Fue una lucha corta, brusca. Rhys se había entrenado para ese momento durante todos los días pasados en el monasterio. No podía invocar a Majere para que lo ayudara, pero sí recurrir a las lecciones de Majere. El espíritu se alzó con la victoria. La sensación de mareo pasó. El cosquilleo abrasador en los miembros desapareció, si bien las manos, cerradas sobre el cayado, se le habían quedado dormidas.

Dueño de sí mismo, mantuvo ese dominio y se volvió sin prisa para mirar cara a cara al miedo.

A la vista del Caballero de la Muerte, la resolución de Rhys estuvo a punto de irse abajo. Krell se encontraba cerca de él, imponente. Al mirar las rendijas del yelmo el monje vio la luz maligna de la muerte en vida; una luz tan abrasadora como la del sol pero que sin embargo no alumbraba la oscuridad del ser atrapado dentro de la armadura tinta de sangre. Rhys se armó de valor para mirar al ser que había más allá de la ardiente luz.

No era amedrentador, sino vil y encogido.

Los pequeños ojos rojos de Krell lo observaban.

—Antes de matarte, monje de Mantis, te doy la oportunidad de contarme qué haces en mi isla. Tu explicación puede resultar divertida.

—Te equivocas, señor. No soy monje de Majere. Vine a hablar en nombre de Zeboim, a negociar por el alma de su hijo.

—Pues vistes como un monje —se mofó Krell, desdeñoso.

—Las apariencias engañan. Tú, señor, vistes como un caballero —replicó Rhys.

Krell lo fulminó con la mirada. Tenía la impresión de que lo había insultado, pero no estaba seguro.

—Da igual. Seré yo quien ría el último, monje. Días enteros de risa, siempre y cuando no te me mueras demasiado pronto, como tantos de esos bastardos.

Krell se meció sobre los talones atrás y adelante, con las manos metidas en el cinturón.

—Así que Zeboim quiere negociar, ¿eh? De acuerdo. Éstas son mis condiciones, monje: me entretendrás como hacen todos mis «invitados» jugando al khas conmigo. Si, por casualidad, me ganas, te recompensaré degollándote. —Por si acaso no lo había entendido, agregó—: Una muerte rápida, ¿sabes?

Rhys asintió con la cabeza y mantuvo agarrado con fuerza el cayado. De momento, todo iba bien, tal como lo había planeado.

—Si no me ganas, y te advierto que soy un jugador experto, te daré otra oportunidad. Después de todo no soy un tipo tan malo. Te daré una oportunidad tras otra de vencerme. Jugaremos una partida tras otra tras otra. —Krell hizo un gesto con la mano.

»E1 tablero está en la biblioteca, una larga caminata, pero al menos tú puedes disfrutar de este inusitado buen tiempo que estamos teniendo. Es posible que quieras echar un último vistazo al ocaso.

Krell rió entre dientes, un sonido espantoso, y su regocijo resonó en la armadura vacía. Salió con pasos ruidosos mientras se frotaba alegremente las manos, disfrutando la partida de antemano. A mitad de camino de la plaza de armas se detuvo y se volvió para mirar a Rhys.

—¿He mencionado que por cada pieza de khas que pierdas, monje, te romperé un hueso? —Rió abiertamente—. Empezaré por los pequeños, los de los dedos de las manos y de los pies. Después te romperé las costillas, de una en una. Luego, quizá, una cervical, una muñeca o un codo. Después seguiré con las piernas: una espinilla, una tibia, la pelvis... La espina dorsal la dejo para el final. Para entonces me estarás suplicando que te mate. ¡Ya te dije que este juego me parecía muy divertido! Voy a colocar el tablero. Y no me hagas esperar. Estoy deseando saber qué me ofrece Zeboim a cambio de su hijo.

El Caballero de la Muerte se alejó y Rhys se quedó inmóvil, siguiéndolo con la mirada.

—¡Oh, Rhys! —gimió Beleño, horrorizado.

—Baja la voz. ¿Qué tal juegas al khas? —inquirió en un susurro.

—No muy bien —contestó el kender con voz temblorosa—. Nos veremos obligados a sacrificar piezas, Rhys. Es el único modo de jugar este juego. Lo siento. Trataré de encontrar en seguida a Ariakan.

—Hazlo lo mejor que puedas, amigo mío —dijo el monje que, aferrando el cayado con fuerza, echó a andar hacia la torre.

9

Krell se levantó de su asiento cuando Rhys entró en la biblioteca. Con una reverencia que era una parodia de cortés bienvenida, el Caballero de la Muerte acompañó a Rhys hacia las dos sillas situadas cerca de una mesita en la que había colocado el tablero de khas. La estancia estaba helada y su ambiente era opresivo, además de que olía a carne putrefacta. Krell apartó a patadas, impaciente, unos huesos que cubrían el suelo.

—Perdona el desorden. Anteriores jugadores de khas —le comentó a Rhys.

Huesos de piernas, de brazos, de cuellos, dedos de manos y pies, cráneos... Todos quebrados y machacados, algunos por varios sitios. Como por casualidad, Krell pisó unos cuantos, que se desmenuzaron.

Acomodó la pesada armadura que albergaba su espíritu en una de las sillas e indicó a Rhys que se sentara con un nuevo gesto de la mano. El tablero redondo de khas se encontraba entre los dos jugadores; los cuerpos resecos que eran las piezas de khas se situaban en las casillas hexagonales negras, blancas y rojas, dos ejércitos opuestos y enfrentados uno al otro a los extremos del campo de batalla que configuraban las casillas.

Rhys se sentó. Parecía haber perdido el coraje. Su calma habitual había desaparecido y los temblores lo sacudían de tal manera que el cayado se le escapó de las manos sudorosas y cayó al suelo. Trató de quitarse la bolsa de cuero del cinturón y también la dejó caer. Se agachó para recogerla.

—Déjala —gruñó Krell—. Empecemos la partida.

Rhys se enjugó el sudor de la frente con la manga de la túnica. Mientras se hundía en la silla, tembloroso, la rodilla sufrió una sacudida, golpeó el tablero de khas y lo volcó. El tablero cayó de la mesita y las piezas se desparramaron por el suelo en todas direcciones.

—¡Zoquete patoso! —gruñó Krell. El Caballero de la Muerte se agachó para recoger las piezas de khas, o, mejor dicho, una de ellas, que tomó del suelo con premura.

Rhys no puedo verla bien, ya que Krell cerró la mano enguantada sobre ella.

—Recoge las demás, monje —rezongó—. Y si cualquiera de esas piezas se ha estropeado, te romperé dos huesos por cada pieza que pierdas. Date prisa.

Rhys se puso a gatas y empezó a recoger las piezas, algunas de las cuales habían rodado a los extremos de la estancia.