—Hay veintisiete huesos en la mano humana —comentó Krell mientras colocaba las piezas que Rhys iba poniendo encima—. Empiezo por el índice de la mano derecha y voy avanzando. Se te ha pasado por alto un peón, un kender. Está junto al hueco de la lumbre.
Rhys recogió la pieza, un peón kender, y la puso sobre el tablero.
—¿Qué haces, monje? —demandó Krell.
La mano de Rhys se quedó paralizada. Sentía temblar a Beleño debajo de sus dedos.
—Los peones no van ahí —siguió Krell, disgustado—. En esa casilla se pone el roque. El peón va ahí.
—Lo siento —dijo Rhys, que cambió a Beleño a la casilla señalada—. Casi no sé jugar al khas.
Krell sacudió la cabeza.
—Y yo que confiaba en que durarías lo suficiente para que me entretuvieras una semana, como poco. Aun así —añadió alegremente el Caballero de la Muerte—, hay veintiséis huesos en el pie humano. Durarás por lo menos un día o dos. Te toca mover primero.
Rhys volvió a sentarse. Puso el pie sobre el peón kender que había cambiado por Beleño y lo arrastró debajo de su silla.
Luego agarró a Beleño, que estaba muy tieso y muy derecho como el resto de los peones, y lo adelantó una casilla. Entonces dudó. No recordaba si debía avanzar una casilla o dos en el movimiento de apertura. Al parecer Beleño percibió su dilema, ya que dio un ligero tirón y Rhys lo movió otra casilla, tras lo cual se hundió en su silla. Los temblores y los estremecimientos habían sido fingidos, pero el sudor de la frente era real. Volvió a enjugarlo con la manga de la túnica.
Krell adelantó dos casillas a un peón goblin al otro lado del tablero.
—Te toca mover, monje.
Rhys miró el tablero e intentó recordar las clases de khas que Beleño le había impartido la noche anterior. Tenían en mente un plan de juego en el que el objetivo era que Beleño se acercara a los caballeros oscuros lo suficiente para que pudiera descubrir cuál de ellos era Ariakan. Beleño expuso todas las posibles contingencias: qué mover si Krell movía esto; qué otra cosa mover si movía esto otro. Por desgracia, Rhys había resultado ser un mal discípulo.
—¡Tienes que pensar como un guerrero, no como un pastor! —le había dicho el kender en cierto momento, exasperado.
—Pero es que soy un pastor —había contestado el monje, sonriendo.
—Vale, pues deja de pensar como tal. No puedes proteger todas tus piezas, tienes que sacrificar algunas para ganar.
—No tengo que ganar —había argumentado Rhys—. Sólo tengo que aguantar lo suficiente en la partida para que lleves a cabo tu misión.
Con lo que ninguno de los dos había contado era con lo de los huesos rotos.
Rhys puso la mano sobre un peón y echó una ojeada a Beleño. El kender, tieso en su casilla, sacudió levemente la cabeza y Rhys apartó la mano de la pieza.
—¡Ja, monje! —retumbó Krell mientras se echaba hacia adelante en medio del repiqueteo de la armadura—. Has tocado la pieza, tienes que moverla.
Beleño encorvó los hombros. Rhys movió la pieza, y apenas había tenido tiempo de apartar la mano cuando Krell agarró una de sus piezas, la deslizó sobre el tablero y derribó el peón de Rhys. Con gesto triunfal, el caballero apartó el peón a su lado de la mesa.
—Me toca otra vez —dijo.
Se levantó de la silla con los ojillos rojos chispeantes; estaba disfrutando de antemano. Asió la mano de Rhys.
El monje soltó una exclamación ahogada y se estremeció al contacto del Caballero de la Muerte, que abrasó su carne con el odio candente que los muertos condenados sentían hacia los vivos.
A los monjes de Majere se los entrenaba para aguantar el dolor sin quejarse mediante el uso de muchas disciplinas, entre ellas una llamada Fuego Helado. Por medio de la práctica y la meditación constantes, el monje era capaz de dejar de sentir por completo dolores poco importantes, así como reducir los debilitantes a un nivel en el que podía seguir desempeñando su labor. Al «fuego» se lo cubría de hielo; el monje visualizaba la nivea escarcha que cuajaba sobre el dolor, de modo que éste remitía con el frío gélido que entumecía la zona afectada del cuerpo.
Rhys había contado con valerse de esta disciplina para ser capaz de superar el dolor de los huesos rotos, al menos durante un rato. Pero la meditación y la disciplina no podían competir con el tacto del Caballero de la
Muerte. En una ocasión Rhys había tropezado con una linterna y se había derramado el aceite inflamable en las piernas desnudas. La piel se ampolló sobre la carne abrasada, y el dolor había sido tan intenso que casi perdió el conocimiento. El roce de Krell era como aceite ardiendo que corriera por sus venas. No puedo evitarlo y gritó de dolor mientras los espasmos le sacudían el cuerpo.
Aferrando el dedo índice de Rhys con su mano derecha, Krell se lo retorció con un experto giro. El dedo se partió por el nudillo y Rhys soltó un gemido. Lo asaltó un repentino calor que le produjo mareo y náuseas.
Krell lo soltó y regresó a su silla.
Rhys se recostó en la silla mientras luchaba para no desmayarse y realizaba las profundas inhalaciones que usaba para aclararse la mente y entrar en estado de Fuego Helado. No era tarea fácil. El dedo roto estaba descolorido y empezaba a hincharse. La carne que Krell había tocado tenía una palidez cadavérica. Rhys se sentía débil e inestable. Las piezas del khas ondeaban ante sus ojos y la habitación se movía.
«Si flaqueas ahora todo está perdido —se dijo, al borde de la inconsciencia—. Esta actitud es imperdonable. El maestro se sentiría profundamente desilusionado. ¿Es que todos estos años fueron una mentira?»
El monje cerró los ojos y se encontró de nuevo en las colinas, sentado en la hierba mientras las nubes algodonosas se desplazaban por el cielo como un reflejo de las ovejas que pastaban en la ladera. Poco a poco empezó a recuperar el dominio de sí mismo, mientras el espíritu se imponía al cuerpo herido.
Sosteniendo con cuidado el dedo roto, enfocó de nuevo su atención en el tablero de khas. Las lecciones de Beleño volvieron a él, y Rhys levantó la mano —la mano herida— e hizo su movimiento.
—Estoy impresionado, monje —dijo Krell, que lo miraba con reacia admiración—. La mayoría de los humanos se me desmayan y tengo que esperar a que vuelvan en sí.
Rhys apenas oyó lo que decía. El siguiente movimiento haría avanzar a Beleño, pero ello significaba tener que sacrificar otra pieza.
Krell movió pieza e hizo un gesto con la cabeza al monje.
Rhys fingió estudiar la partida, aunque lo que hacía era serenar el espíritu y prepararse para lo que se avecinaba. Puso la mano sobre la pieza de khas y miró de reojo a Beleño.
El kender había palidecido profundamente, de modo que apenas se diferenciaba del resto de los cadáveres consumidos de kenders. Beleño sabía tan bien como Rhys lo que venía a continuación, pero había que hacerlo. Asintió levemente.
Rhys tomó la pieza, la desplazó y la soltó, y sólo tras una breve vacilación apartó la mano de ella. Oyó la risita de placer de Krell, oyó que derribaba una de sus piezas, oyó que se levantaba pesadamente.
La gélida sombra del Caballero de la Muerte se cernió sobre él.
Por un instante Beleño creyó que se iba a desmayar. Había oído perfectamente el chasquido del hueso al romperse y el gemido de dolor de Rhys, lo que le ocasionó una desagradable sensación de calor. Sólo el hecho de imaginarse a sí mismo, una pieza de khas, caer redondo en la casilla negra (movimiento que no aparecía en ningún manual de khas) mantuvo a Beleño de pie. Tembloroso pero firmemente decidido, siguió adelante con su misión.
Beleño era un kender fuera de lo normal en el sentido de que no le gustaba la aventura, cosa que sus padres habían considerado un rasgo deplorable, por lo que habían intentado hacerlo entrar en razón, pero sin éxito. Su padre era de la opinión de que esa falta de verdadero espíritu kender probablemente se debía a que Beleño pasaba todo el tiempo haciendo buenas migas con gente muerta. Algunos de esos muertos contemplaban la vida desde un prisma realmente negativo.