—Agárrate, Beleño —dijo—. Esto se va a poner un poco feo. —¡Rhys! —chilló el kender, aterrado—. ¿Qué haces? ¡No veo nada! —Mejor.
El monje alzó el rostro hacia el cielo. —Zeboim, estamos en tus manos.
Era como si estuviera en lo alto de la verde colina, con las ovejas flotando por encima en una masa blanca, y Atta lista a su lado, mirándolo a la cara, moviendo la cola, esperando anhelante la orden.
—Atta, vamos —dijo, y saltó.
11
Extendiéndose como tinta a través del agua, la noche se filtró desde las profundidades del Mar Sangriento. Mina miró hacia arriba para contemplar el último vestigio de la parpadeante luz del sol titilar en la superficie. Después la luz desapareció, y la joven se encontró envuelta por la más absoluta oscuridad.
Durante las horas que habían pasado esperando y vigilando la torre en el Mar Sangriento, Chemosh y ella no habían visto a nadie entrar en ella ni salir. Las criaturas marinas pasaban nadando junto a los muros cristalinos con la misma despreocupación con la que nadaban junto a los arrecifes de coral o al casco deteriorado de un barco naufragado, tendido sobre el fondo marino. Los peces rozaban las paredes, recorrían arriba y abajo la suave superficie, ya fuera para encontrar comida o fascinados con su propio reflejo. Ninguno parecía temeroso de la torre, aunque Mina reparó en que las criaturas del mar evitaban el extraño aro de oro amarillo rojizo y plata que había en lo alto. Ninguno se aproximaba al agujero que había en el centro.
Con la llegada de la noche bajo las aguas, Chemosh observó para comprobar si aparecían luces dentro de la torre.
—Había ventanas en la Torre de Istar, aunque no se las veía de día —recordó—. Lo único que se veían eran los suaves y verticales muros de cristal. Sin embargo, al caer la noche los hechiceros encendían las lámparas en sus cámaras, y la torre resplandecía con puntitos de luz. Los ciudadanos de Istar solían decir que los hechiceros habían atrapado las estrellas y las habían bajado a la ciudad para darle esplendor y majestuosidad.
—Tiene que estar desierta, milord —dijo Mina mientras tanteaba en la oscuridad para encontrar su mano, contenta de sentir su tacto, de oír su voz. La oscuridad era tan absoluta que la joven empezaba a dudar de su propia realidad. Necesitaba saber que el dios estaba con ella—. No parece haber nada siniestro en la torre. Los peces se mueven cerca.
—Los peces no destacan por su inteligencia, por mucho que Habbakuk se empeñe en decir lo contrario. Con todo, como bien dices, no hemos visto acercarse a nadie. Vayamos a investigar. —Le soltó la mano y desapareció.
—Mi señor —llamó Mina, que extendió las manos hacia él—, mis ojos mortales están ciegos en estas tinieblas. No te veo. ¡Ni siquiera me veo yo! Lo que es más, no veo por dónde voy. ¿Hay algún modo de que me alumbres el camino?
—Los que ven también pueden ser vistos —dijo Chemosh—. Prefiero permanecer encubierto en la oscuridad.
—En tal caso tienes que guiarme, señor, igual que el perro guía al pordiosero ciego.
Chemosh le agarró la mano y tiró de ella a través del agua tan rápidamente que no se diferenciaba del aire. El agua pasaba veloz junto a Mina, resbalando sobre su cuerpo. En cierto momento unos tentáculos le rozaron un brazo y la joven se apartó bruscamente. La criatura de los tentáculos no la persiguió. A lo mejor sabía mal. Si Chemosh había reparado en esa criatura no le hizo el menor caso. Siguió adelante, ansioso e impaciente.
A medida que se aproximaban a la torre, Mina se dio cuenta de que los muros emitían una tenue fosforescencia de color azul verdoso. La espeluznante luz cubría las paredes de cristal y daba a la torre un aspecto fantasmagórico.
—Espérame aquí —dijo Chemosh al tiempo que le soltaba la mano.
Mina flotó en la oscuridad y observó cómo el dios se acercaba a la torre. Le vio pasar las manos sobre la tersa superficie de las paredes e intentar atisbar el interior a través del cristal.
El cristal le devolvió reflejada su propia imagen.
Chemosh dobló el cuello hacia atrás, miró hacia arriba, hacia abajo, a los lados. Sacudió la cabeza, profundamente perplejo.
—No hay ventanas —le dijo a Mina—. Ni puertas. No hay acceso al interior que yo vea, pero tiene que haber uno. La entrada está oculta, eso es todo.
Se desplazó a lo largo de las paredes buscando con las manos al igual que con los ojos. La joven divisaba su silueta, negra en contraste con el verde brillo fosforescente, y no lo perdió de vista mientras fue posible, hasta que desapareció alrededor de una esquina del edificio.
Mina se quedó totalmente sola, como si se hallara al borde del caos.
Estaba muerta de sed y de hambre. Lo del hambre podía aguantarlo; había realizado muchas marchas largas con su ejército sin probar bocado. La sed era otro cantar. Se preguntó cómo podía estar sedienta teniendo como tenía la boca llena de agua, sólo que esa agua sabía a sal, y la sal le daba más y más sed. Ignoraba cuánto tiempo podía sobrevivir sin beber antes de que la necesidad de ingerir agua se volviera crítica y tuviera que admitir ante Chemosh que no podía continuar así. Tendría que recordarle, una vez más, que era una mortal.
El dios regresó de repente, saliendo de la oscuridad.
—Es cierto que hacía muchos siglos que no había visto esta torre, pero había algo que no me acababa de cuadrar. He deducido lo que pasa. Como mínimo hay un tercio enterrado bajo el fondo oceánico. Se supone que eso incluye la entrada. En los viejos tiempos sólo había una puerta de acceso a la torre, y ahora está enterrada en arena. Puedo encontrar otro camino... —Chemosh se calló bruscamente y se quedó mirando de hito en hito.
»¿Tú ves eso?
—Lo veo, mi señor —contestó Mina—, pero no sé si creerlo.
En el interior de la torre se encendían luces. Primero, una. Después, otra. Pequeños glóbulos de luz blanca azulada aparecieron en distintos niveles de la torre, algunos arriba, por encima de sus cabezas, casi en lo alto de todo; otros, más abajo. Algunas luces parecían brillar muy en el interior de la torre, y otras daban la impresión de estar más cerca de las paredes de cristal.
—Es como lo recordaba —comentó Chemosh—. Estrellas a las que se retiene cautivas.
Las luces brillaban con el mismo fulgor de las estrellas, frío y aguzado. No iluminaban nada, no daban calor ni resplandor. Mina observó atentamente una de ellas.
—Mira ahí, mi señor —señaló.
—¿Qué es? —demandó Chemosh.
—Una de las luces se ocultó y después volvió a aparecer, como si alguien o algo hubiera pasado por delante. —¿Dónde? ¿Qué luz?
—Ahí arriba, unos dos niveles. Mi señor, puedes entrar en la torre —añadió Mina—. Eres un dios. Esos muros, tanto si son sólidos como si son una ilusión, no pueden detenerte.
—Sí, pero tú no puedes.
—Tienes que entrar, mi señor —insistió Mina—. Yo esperaré aquí fuera. Cuando encuentres la entrada, ven a buscarme.
—No me gusta dejarte sola —dijo él, aunque se sentía tentado de hacerlo. —Te llamaré si te necesito.
—Y vendré, aunque me encuentre en los confines del universo. Espérame aquí. No tardaré.
Nadó hacia el muro de cristal, nadó a través de él. La oscuridad, cálida y sofocante, se abatió sobre ella, opresiva.
Mina vigiló las luces semejantes a estrellas, se centró en ellas en lugar de hacerlo en la sed, que empezaba a ser extrema. Contó ocho luces esparcidas por la torre y sin haber más de una en un mismo nivel, si es que había niveles. Ninguna parpadeó ni se apagó, sino que lucían fijas, invariables.
Echaba de menos a Chemosh, echaba de menos su voz. El silencio era denso y pesado, como la oscuridad. De repente, muy cerca de ella, se encendió una novena luz.