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—Oh, es lo que me propongo hacer. Mi primera parada será en el cielo, donde los otros dioses se quedarán fascinados al enterarse de qué chico tan atareado y diligente has sido. Antes, no obstante, ya que estoy aquí, echaré un vistazo.

—Quizá en otro momento —replicó Nuitari—, cuando disponga de tiempo para atenderte.

—No hace falta que te molestes, dios de la luna negra. —Chemosh hizo un gesto gentil—. Pasearé solo. ¿Quién sabe? A lo mejor me topo con mis reliquias sagradas. En tal caso, me limitaré a llevármelas. Te quitaré ese estorbo.

—Pierdes el tiempo —dijo Nuitari.

Señaló un gran cofre de madera que había en el suelo. Era oblongo, de un largo más o menos igual que la altura de un ser humano, y estaba hecho con tablas de roble talladas toscamente. Tenía dos asas de plata, una en cada extremo, y un tirador dorado en la parte delantera para levantar la tapa con más facilidad. No había cerradura ni llave. A los lados se veían runas grabadas a fuego en la madera.

—Intenta abrirlo —sugirió Nuitari.

Chemosh le siguió el juego y posó la mano sobre el tirador. El cofre empezó a irradiar un tenue resplandor rojizo. La tapa no cedió. Nuitari hizo un gesto con la mano hacia una de las puertas cerradas. Ésta empezó a irradiar también el mismo fulgor rojizo.

—Cierre hechicero —dijo Nuitari.

—Apertura divina —replicó Chemosh.

Golpeó el cofre con la mano, y las tablas de roble se hicieron cachos. Las asas plateadas cayeron al suelo con un tintineo metálico y el tirador dorado quedó enterrado bajo un montón de astillas. Los libros que había dentro se desparramaron por el suelo, a los pies del Señor de la Muerte.

—De poco sirvió el cierre hechicero. ¿Y ahora tendré que patear la puerta? Te lo advierto, Nuitari, encontraré mis artefactos aunque para conseguirlo tenga que hacer pedazos todas las cajas y las puertas de esta torre, así que sé razonable. Tus carpinteros tendrán mucho menos trabajo si te limitas a entregarme mis cosas...

—Tu mortal se está muriendo —lo interrumpió Nuitari.

Chemosh dejó de hablar y se dio cuenta de que había cometido un error en el momento de hacer la pausa. Tendría que haber respondido al instante «¿Qué mortal?», como si no tuviera ni idea de lo que hablaba Nuitari y tampoco le importara ni mucho ni poco.

Pronunció esas palabras, pero ya era demasiado tarde. Se había delatado. Nuitari sonrió.

—Esta mortal —dijo mientras abría la mano.

Algo se retorcía en la palma. La imagen era borrosa y al principio Chemosh creyó que era algún tipo de criatura marina, porque estaba mojada y se sacudía dentro de una red como un pez recién pescado.

Entonces vio que era Mina.

Los ojos se le salían de las órbitas, boqueaba para coger aire, se retorcía en un intento desesperado de respirar. Sus labios azulados formaron una palabra:

—Chemosh...

Él tenía preparada la respuesta y habló con aparente calma, aunque no podía apartar los ojos de ella.

—Tengo tantos mortales a mi servicio y todos ellos en trance de muerte, pues tal es su suerte, que no tengo ni idea de quién es.

—Te está implorando. ¿No la oyes?

—Soy un dios —contestó Chemosh, despreocupado—. Son incontables los que me imploran.

—Sin embargo, creo que su plegaria es especial para ti —dijo Nuitari, que ladeó la cabeza.

En la oscuridad se oyó el eco de la voz de Mina.

Chemosh... Voy a ti. No tengo miedo. Abrazo la muerte, porque ya no seré una mortal...

—Qué fe y qué amor tan devotos —comentó Nuitari—. Imagina la sorpresa de mis hechiceros cuando, tratando de pescar un atún, capturaron en cambio a una hermosa joven. E imagina su sorpresa al descubrir que respiraba agua y se ahogaba con el aire.

Sólo había que invertir el encantamiento y Mina viviría. Pero Chemosh tenía que localizarla. Se encontraba en algún lugar de la torre, pero la torre era inmensa y seguramente a Mina le quedaban segundos de vida. Estaba perdiendo el sentido y su cuerpo se sacudía.

«Es una mortal, nada más. Puedo tener cien, mil, si quiero —se dijo para sus adentros al tiempo que proyectaba zarcillos de poder en busca de la joven—. Es una carga para mí. Estoy dentro de la torre y puedo coger aquello que vine a buscar sin que Nuitari pueda hacer nada para impedírmelo.»

No consiguió encontrarla. Un velo de oscuridad la envolvía, se la ocultaba.

—Se muere —dijo Nuitari.

—Pues que muera —contestó Chemosh.

—¿Estás seguro, milord? —Nuitari mostró a Mina en la palma de su mano y puso la otra encima de forma que la dejó suspendida en el tiempo—. Mírala, Señor de la Muerte. Tu Mina es una magnífica mujer. Más de un dios te envidia por tener una mortal así a tu servicio...

—Seguirá siendo mía en la muerte como lo fue en vida —replicó Chemosh con brusquedad.

—Pero no la poseerás igual —adujo secamente Nuitari.

Chemosh optó por hacer caso omiso de la indirecta salaz.

—En la muerte su alma vendrá a mí. Eso no podrás impedirlo.

—Ni se me ocurriría intentarlo —manifestó Nuitari.

Mina parpadeó y abrió los ojos. Su mirada moribunda encontró a Chemosh. Tendió la mano hacia él, pero no en un gesto de súplica, sino de despedida.

El Señor de la Muerte tenía caídos los brazos a los costados. Los puños, ocultos por las puntillas de las bocamangas, estaban prietos. Nuitari cerró los dedos sobre ella.

Entre los dedos escurrió sangre. Las gotas rojas cayeron al suelo, lentamente al principio, de una en una. Después cayeron más seguidas, y, por último, el goteo se transformó en un chorro. El dios tenía la mano bañada en sangre. La abrió...

Chemosh se dio la vuelta.

13

Por todo el continente de Ansalon, los Predilectos de Chemosh recorrían el mundo. Hombres y mujeres jóvenes, sanos, fuertes, hermosos... Muertos. Asesinos todos, que se movían con total impunidad, sin temer a ley ni justicia. Seguidores de Chemosh que disfrutaban del sol y evitaban los cementerios. Predilectos de Chemosh que le llevaban nuevos seguidores todas las noches, matando con impunidad, seduciendo a sus víctimas con dulces besos y promesas aún más dulces: vida eterna, belleza inmarchitable, juventud perpetua. Todo lo que pedían a cambio era una promesa a Chemosh, unas pocas palabras sin importancia, pronunciadas despreocupadamente; el beso letal, la marca de labios grabada a fuego en la carne, otro cadáver recién resucitado.

A medida que pasaba el tiempo, los Predilectos descubrían que la vida eterna no era lo único que habían cosechado. Empezaban a olvidar quiénes eran, lo que habían hecho, dónde habían estado. Sus recuerdos eran reemplazados por la compulsión de matar, de encontrar nuevos conversos. Si fracasaban en esa tarea, si pasaba una noche sin que hubieran dado el beso fatal, el dios les hacía saber su decepción. Contemplaban en sus mentes muertas el rostro del dios, sus ojos vigilantes, y en sus cuerpos muertos sentían su ira, que ardía en su carne exánime, cada día más dolorosamente. Su tormento sólo se aliviaba cuando acudían a él para ofrecerle nuevos conversos.

Y así los Predilectos de Chemosh recorrieron Ansalon dejándose llevar de pueblo a ciudad, de granja a bosque, siempre en dirección este, con el sol naciente bañando sus rostros, para encontrarse con su dios.

Un dios que no estaba allí para recibirlos.

El Señor de la Muerte se separó de Nuitari con la firme intención de buscar sus reliquias sagradas por toda la maldita torre, desde el pináculo hasta los cimientos, de cabo a rabo. Abrió una puerta y allí estaba Mina. Porque ya no seré una mortal...

Cerró la puerta de golpe, abrió otra. La encontró allí. Más útil para ti muerta.

Mina estaba en todas las habitaciones en las que entraba. Caminaba con él por los pasillos de la torre. Sus ojos ambarinos lo miraban desde la oscuridad. Su voz, su última plegaria, susurrada una y otra vez. El ruido de la sangre al caer, gota a gota, en el suelo, a los pies de Nuitari, resonaba en su pecho como el latido de un corazón mortal.