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«Esto es una locura —se dijo, enfadado—. Soy un dios. Ella, una mortal. Está muerta. ¿Y qué? Cada día sucumben mortales, a millares de un solo golpe. Está muerta. Su debilidad como mortal expiró con ella. Su espíritu será mío por toda la eternidad si lo deseo. Y puedo desterrarlo si no lo quiero conmigo. Mucho más práctico...»

Se sorprendió mirando fijamente una caja vacía, a saber durante cuánto tiempo, y viendo únicamente el rostro de Mina, que le sostenía la mirada. Comprendió que estaba perdiendo el tiempo.

«Nuitari me pilló desprevenido. No esperaba encontrar la torre reconstruida. No esperaba encontrar al dios de la luna negra estableciéndose aquí. No es de extrañar que esté distraído. Necesito tiempo para pensar cómo combatirlo. Tiempo para hacer planes, para desarrollar una estrategia.»

Mientras pensaba aquello, se tranquilizó.

—Me marcho ahora, pero volveré —le prometió al dios con cara de luna. Caminó a través de los muros de cristal, a través de las cambiantes profundidades submarinas, a través del éter, de regreso a la oscuridad del Abismo. Oscuridad que estaba vacía y silenciosa. Terriblemente silenciosa. Terriblemente vacía.

«Su espíritu estará aquí —se dijo—. Quizás elija continuar hacia la siguiente etapa de su viaje. Quizá me deje, me abandone como la abandoné yo.»

Empezó a dirigirse hacia el lugar donde las almas pasaban del mundo material al más allá atravesando una puerta que las conducía a dondequiera que necesitaran ir para cumplir su búsqueda espiritual. Fue allí para recibir el alma de Mina.

O para verla alejarse de él.

Se detuvo. Tampoco podía ir allí. No sabía adonde ir y, al final, no fue a ninguna parte.

Chemosh yacía en el lecho, en el lecho de ambos.

Todavía se olía su aroma. Se notaba la marca en la almohada dejada por su cabeza. Encontró unos brillantes cabellos rojos, los tomó y se los enrolló en un dedo. Pasó la mano sobre la sábana, alisándola, y fue como si la pasara sobre la tersa y suave piel, deleitándose con el tacto de la cálida y mórbida carne.

Deleitándose con la vida. Porque ella le transmitía vida.

«Cuando estoy contigo —le había dicho una vez—, es cuando estoy más cerca de la mortalidad. Te veo recostada en la almohada, con el cuerpo cubierto de una fina película de sudor, tendida ahí, lánguida y acalorada. El rápido latido de tu corazón, la sangre palpitante debajo de tu piel. Siento la vida en ti, Mina.»

Todo eso había acabado.

Yació en el lecho vacío, contemplando la oscuridad. Sus planes se habían ido al garete. Los «Predilectos» deambulaban por Ansalon y sus besos mortales llevaban más y más conversos a su culto, conversos que obedecerían hasta su más mínima orden. Tendría a su disposición una fuerza poderosa. Ahora no estaba seguro de saber qué haría con ellos.

Su propósito había sido que Mina los dirigiera.

Cerró los ojos, angustiado, y cuando volvió a abrirlos la vio ante él.

—Mi señor —dijo ella.

—Has venido a mí.

—Por supuesto, mi señor. Te juré fidelidad y amor. Chemosh la tomó en sus brazos.

Los ojos ambarinos eran cenizas. Sus labios, polvo. Su voz, el fantasma de una voz. Su tacto, espeluznantemente gélido. Chemosh rodó en la cama, lejos de ella.

Ningún mortal, ni siquiera uno muerto, podía ver llorar a un dios.

Epílogo

Muy lejos del Abismo, en la antigua Torre de la Alta Hechicería de Istar, a la que se había dado el nuevo nombre de la Torre del Mar Sangriento, Nuitari, dios de la magia negra, se había encerrado en una de las habitaciones de la torre con dos de sus hechiceros.

Los tres miraban fijamente, con embelesada intensidad, un gran cuenco de plata, único en forma y diseño. Elaborado a semejanza de un dragón enroscado, el pie del recipiente era el cuerpo del reptil que se retorcía en torno a sí mismo y acababa en la cola. Ésta formaba el cuenco. Las cuatro patas eran la base que soportaba el cuerpo. Cuando la cola estaba llena con sangre de dragón (sangre que se debía tomar con el consentimiento del reptil) el cuenco poseía la habilidad de revelar a quienes miraban en él lo que ocurría, no en el mundo —lo cual no guardaba interés alguno para Nuitari— sino en los cielos.

El robo del mundo por uno de ellos había obrado grandes cambios en todos los dioses, algunos para mejor y otros para mucho peor. Los tres primos, dioses de la magia, siempre habían sido aliados aunque no siempre fueran amigos. Su amor y su dedicación a la magia creaban un vínculo entre ellos tan fuerte como para que aceptaran sus diferentes filosofías en cuanto al modo en que la magia debía utilizarse y promulgarse. Siempre se habían reunido para tomar decisiones relativas a la magia. Habían trabajado juntos para levantar las Torres de la Alta Hechicería. Habían llorado juntos al ver caer las torres.

Nuitari todavía sentía un vínculo con sus primos. Se había unido a ellos para traer de vuelta al mundo la magia divina y era partidario acérrimo, incluso despiadado, de su deseo de poner fin a la práctica de la baja hechicería. Pero la relación entre los primos había cambiado. La traición de Takhisis había convertido en sospechoso a Nuitari a los ojos de todos, incluidos sus primos.

Nuitari nunca había confiado en la ambición de Takhisis. Muchas veces había actuado en contra de su propia madre, sobre todo cuando los intereses de uno y otra habían estado en conflicto. Ni siquiera él estaba preparado para la traición de Takhisis. La sustracción de Krynn lo había cogido desprevenido y lo había puesto en ridículo. Su madre lo había dejado registrando el universo en busca de su mundo perdido igual que un niño registra la casa buscando una canica perdida.

La cólera contra Takhisis por su traición y contra sí mismo por estar ciego a su perfidia era un fuego latente que ardía en su interior. Jamás volvería a confiar en nadie. En adelante, Nuitari cuidaría de Nuitari. Erigiría una fortaleza para sí mismo y para sus seguidores, una que sólo controlara él. Desde la seguridad de esa fortaleza mantendría bajo estrecha vigilancia a los demás dioses y haría cuanto estuviera en su poder para frustrar sus planes y ambiciones.

Las ruinas de la Torre de Istar llevaban mucho tiempo descansando bajo el Mar Sangriento. La mayoría de los dioses habían caído en la ingenuidad de suponer que la torre había quedado totalmente destruida. Los dioses de la magia sabían que no había sido así. A fin de mantener su secreto a salvo, enterraron las ruinas de la torre bajo una montaña de arena y coral. En algún momento, en un futuro muy, muy lejano, cuando la historia de Istar sólo fuera una fábula utilizada para asustar a los niños y hacer que se comiesen la verdura, los dioses de la magia restaurarían la torre, recuperarían las reliquias perdidas y se las devolverían a los dioses que las habían forjado y bendecido.

Takhisis echó por tierra esos planes. Cuando los dioses descubrieron finalmente el mundo, se centraron exclusivamente en la urgente necesidad de restablecer la magia y aplastar la baja hechicería. Solinari y Lunitari estaban dedicados a su causa y eran ajenos a cualesquiera otras. Nuitari prestaba ayuda cuando se lo pedían. Cuando no lo necesitaban, se encontraba en el fondo de Mar Sangriento, trabajando para sí mismo. Levantó las ruinas de la Torre de Istar y la reconstruyó según su propio diseño. Recuperó los artefactos perdidos y los guardó en una cámara fuerte secreta, oculta debajo de la torre, a la que puso el nombre de Cámara de las Reliquias. Después la selló con poderosos cerrojos mágicos y apostó un guardián, un dragón marino, una feroz y astuta criatura llamada Midori.

Hasta ese momento ninguno de los dioses conocía la existencia de su torre. Estaban tan ocupados construyendo templos nuevos y reclutando nuevos seguidores que a ninguno se le ocurrió echar un vistazo bajo el océano.