»Sírveme, Mina —susurró en voz tan queda que ella no oyó las palabras, sino que las sintió arder en su piel—. Entrégate a mí. Entrégame tu fe. Tu lealtad. Tu amor.
Mina tembló ante su propio atrevimiento, temerosa de que el dios se enfadara, pero aun así estaba pensando en lo que él había dicho sobre el poder de la humanidad en esta Era de los Mortales. Imaginó la balanza dorada que sostenía Gilean en un equilibrio tan precario que un simple grano de arena podría hacer oscilar los platillos.
—Y, si te entrego mi amor, ¿qué me darás a cambio? —preguntó Mina.
La pregunta no enfureció a Chemosh. Por el contrario, pareció complacerlo.
—Vida eterna, Mina —le contestó—. Juventud eterna. Belleza inmutable. Dentro de quinientos años seguirás siendo tal como eres ahora. —Eso está muy bien, mi señor, pero... —Hizo una pausa. —Pero nada de eso te importa, ¿no es así?
—Lo siento, mi señor. —Mina enrojeció—. Espero que eso no te ofenda...
—No, no. No te disculpes. Esperas que te dé lo que Takhisis no quiso darte. De acuerdo. Te daré lo que deseas: poder. Poder sobre la vida. Poder sobre la muerte.
La joven sonrió y se relajó en sus manos.
—¿Y me amarás?
—Como te amo ahora —prometió él.
—Entonces me entrego a ti, mi señor —dijo la joven, que cerró los ojos y alzó el rostro ofreciendo sus labios al beso del dios.
Sin embargo él no estaba preparado del todo para hacerla suya. Aún no. La besó en los párpados, primero uno y luego otro.
—Duerme ahora, Mina. Duerme profundamente y sin sueños. Cuando despiertes, lo harás a una nueva vida, una vida como jamás has conocido.
—¿Estarás conmigo? —musitó ella.
—Siempre —prometió el dios.
4
Los elfos, expulsados de sus dos territorios ancestrales, vagaban por el mundo, exiliados. Algunos habían ido a ciudades —Palanthas, Sanction, Flotsam, Solace— donde se apelotonaban en viviendas lúgubres y trabajaban en lo que encontraban a fin de comprar comida para sus hijos, perdidos en sueños de glorias pasadas. Otros vivían en las Praderas de Arena, donde cada día contemplaban cómo se ponía el sol en su patria lejana, casi tanto como el astro, o al menos era lo que les parecía. Los elfos no soñaban con el pasado, sino con sueños salpicados de sangre en un futuro de castigo y venganza.
Los minotauros surcaban los espumosos océanos con sus barcos y libraban sus batallas unos contra otros, pero aun así el sol siempre brillaba en las espadas que vencían al secular enemigo y en la hoja del hacha que talaba el verde bosque.
Los humanos celebraban la muerte de los señores dragones y se preocupaban por los minotauros, que finalmente se habían establecido en AnsaIon. En realidad no se preocupaban demasiado, porque tenían otros problemas más acuciantes como eran las disputas políticas en Solamnia; los forajidos que amenazaban Abanasinia; los goblins, cuyo poder crecía al sur de Qualinesti; los refugiados en todas partes.
Los dragones salieron de sus cuevas a un mundo que antaño había sido suyo, que después habían perdido y que ahora volvía a pertenecerles. Pero actuaban con cautela, vigilantes; hasta los mejores de ellos se mostraban desconfiados y recelosos, y empezaban a darse cuenta de que lo que estaba perdido lo estaba irremediablemente.
Los dioses volvieron a una Era de los Mortales, ahora llamada así justamente porque era la humanidad la que decidiría si los dioses tendrían o no influencia en su creación. Por eso los dioses no podían quedarse tranquilamente en el cielo o en el Abismo o en cualquiera de los planos inmortales, sino que caminaban por el mundo en—busca de fe, amor, plegarias. Y haciendo promesas.
Y, mientras todo eso ocurría, un pastor contemplaba desde lo alto de una colina cómo su perra conducía el rebaño al redil.
Un kender jugaba en un cementerio con el fantasma de un niño muerto.
Un joven clérigo de Kiri—Jolith daba la bienvenida a un nuevo converso.
Un Caballero de la Muerte hervía de rabia en su prisión y buscaba una salida.
Mina despertó de un sueño extraño que era incapaz de recordar, para encontrarse en una oscuridad tan profunda que las llamas de las velas apenas lograban alumbrar, igual que la fría y débil luz de las estrellas no puede alumbrar la noche. Su sueño había sido tan profundo como esa oscuridad. No recordaba cuándo había dormido tan profundamente. Ni alarmas durante la noche, ni subcomandantes despertándola para plantearle preguntas que podrían haber esperado hasta el amanecer, ni heridos transportados en andas para que los curara.
Ni el semblante de una reina muerta.
Mina se quedó tendida boca arriba sobre los blandos almohadones que la rodeaban y contempló la oscuridad. Ignoraba dónde se encontraba; indudablemente aquello no era el duro y frío suelo del desierto en el que había estado durmiendo. Se sentía demasiado cómoda, demasiado resguardada, demasiado aletargada para preocuparse por descubrirlo. La oscuridad era tranquilizadora y estaba impregnada de olor a mirra. La miríada de velas que rodeaban el lecho ardía con llamas que no titilaban. Más allá de la cama no alcanzaba a ver nada, pero, de momento, eso tampoco le importaba. Pensaba en Chemosh, en algo que le había dicho el día anterior.
Y cuando murió, una parte de ti se alegró.
Mina era una guerrera veterana. Desde donde se encontraba aquel día funesto, no habría podido llegar a tiempo hasta el elfo para impedirle que arrojara la lanza contra la diosa cuyo castigo por hurtar el mundo había sido la mortalidad. Mina no se culpaba por la muerte de su reina. Se culpaba —como había dicho Chemosh— por alegrarse de que la reina hubiera muerto.
Había matado al elfo. La mayoría creía que lo había matado en justo castigo, pero Mina sabía que no era así. El elfo se había enamorado de ella. Había visto, con los ojos del amor, que le estaba agradecida por lo que había hecho. Ella advirtió la comprensión en sus ojos, y por ese pecado el elfo había pagado con la vida.
Su gozo por la muerte de su reina se había transformado inmediatamente en pesar y verdadero dolor. No podía perdonarse por aquel primer arranque de alivio, por alegrarse de que la decisión de entregar la vida por su reina le fuera arrebatada de las manos.
—¿Qué habría hecho cuando se hubiera acercado a matarme? ¿Me habría enfrentado a ella o habría dejado que me inmolara?
Todas las noches, acostada delante de la entrada oculta de la tumba de la Reina Oscura en la montaña, Mina se había hecho esa pregunta.
—Habrías luchado por tu vida —respondió Chemosh.
El dios se acercó al lecho. La plata que orlaba su casaca brilló a la luz de las velas. El pálido semblante poseía un brillo propio, al igual que los oscuros ojos. Tomó la mano de Mina, que descansaba en la sábana de batista que le envolvía el cuerpo, y se la llevó a los labios. El beso hizo que a la joven le diera un vuelco el corazón y que la respiración se le cortara.
—Habrías luchado porque eres mortal y tienes un fuerte instinto de supervivencia —añadió él—, una lucha que los dioses desconocemos.
Pareció cavilar sobre aquello, porque la joven notó que dejaba de prestarle atención, absorto en otra cosa, fija la mirada en una oscuridad que era eterna, infinita y terrible. Permaneció así largo rato, como si buscara respuestas, y después sacudió la cabeza, se encogió de hombros y volvió a mirarla con una sonrisa.
—Y así, vosotros, los mortales, podéis afirmar que los omniscientes dioses no son tan omniscientes.
Ella empezó a responder, pero el dios no la dejó. Se inclinó y le dio un rápido beso en los labios, tras lo cual se alejó del lecho sin prisas y dio una vuelta por la estancia iluminada por las velas. La joven observó su paso, firme y autoritario.