Margaret Weis
Ámbar y Hierro
Sin autorealización, ninguna virtud es genuina.
Dedicatoria
Con profundo agradecimiento dedico este libro a los miembros del Consejo de la Piedra Blanca y a todos aquellos que han dedicado voluntariamente su tiempo y su talento a DRAGONLANCE. Estas personas me han sido de gran ayuda. Siempre están para responder a mis preguntas. Se ocupan de que el sitio dragonlance.com vaya como la seda. Ayudan en la investigación, la redacción y las pruebas de los productos de juegos. Hay algunos que llevan trabajando años con DRAGONLANCE, desde el principio.
Cam Banks
Shivam Bhatc
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Sean Macdonald
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Joshua Stewart
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Matt Haag
Libro I
En el nombre de Chemosh
Prólogo
Timoteo Curtidor no era un hombre malo, sólo era débil.
Tenía esposa, Gerta, y un bebé recién nacido que estaba sano y era precioso. Los amaba entrañablemente a los dos y habría dado la vida por ellos. Lo malo es que era incapaz de ser fiel a su esposa. Se sentía terriblemente culpable por su «pindongueo», como lo llamaba él, y cuando el bebé nació se prometió a sí mismo que jamás volvería a mirar siquiera a otra mujer.
Pasaron tres meses y Timoteo mantuvo su promesa. De hecho había rechazado a un par de sus antiguas amantes, a quienes explicó que era un hombre nuevo, cosa que parecía verdad porque realmente adoraba a su hijo y sólo sentía gratitud y amor por su esposa.
Entonces, un día Lucy Ruedero entró en su tienda.
Aunque venía de una familia de curtidores, Timoteo había sido aprendiz de zapatero y se ganaba la vida haciendo y reparando calzado.
—Quiero saber si este zapato tiene arreglo —dijo Lucy.
Puso el pie en un taburete bajo y se remangó la falda hasta más arriba de la rodilla, de manera que dejó a la vista una pierna contorneada y aún más.
—¿Y bien, maese Curtidor? —inquirió pícaramente ella.
Timoteo apartó la vista de la pierna de la joven, no sin esfuerzo, y la bajó al zapato. Estaba completamente nuevo. Alzó los ojos hacia la chica, que le sonrió. Después ella se bajó la falda y se inclinó, supuestamente para atarse el zapato, si bien le mostró el generoso busto todo el rato. El zapatero se fijó en una señal que tenía en el pecho izquierdo; parecía la marca de un beso. Se imaginó posando los labios en aquel mismo lugar y se quedó sin aliento.
Lucy era una de las chicas más bonitas de Solace y también una de las más inalcanzables, si bien corrían rumores...
Al igual que Timoteo, estaba casada. Su esposo era una bestia de hombretón, amén de terriblemente celoso.
La joven se irguió y se colocó bien la blusa mientras echaba una ojeada a la puerta.
—¿Podrías ocuparte del zapato ahora? Realmente lo necesito. Lo necesito terriblemente...
—¿Y tu esposo? —preguntó Timoteo entre toses.
—Ha salido de cacería. Además, podrías echar el cerrojo para que nadie te interrumpiera en tu trabajo.
Timoteo pensó en su esposa y en su hijo, pero no estaban allí y Lucy sí. Se levantó de la banqueta y se dirigió a la puerta, que cerró con llave. Era casi cualquier cliente pensaría que había ido a casa a comer.
Para más segundad, condujo a Lucy a la trastienda. Ya mientras cruzaban la tienda la mujer se puso a besarlo, a acariciarlo, a desabrocharle la camisa y toquetearle los pantalones. En su vida había conocido a alguien tan ardiente, y a él lo consumía la pasión. Se tendieron sobre un montón de pieles apiladas. Lucy se despojó de la blusa y el zapatero le besó el pecho justo sobre la marca de los labios, pero ella le puso la mano sobre la boca.
—Quiero que hagas algo por mí, Timoteo —dijo, entre jadeos. —¡Cualquier cosa! —Apretó el cuerpo contra el de la mujer, pero ella lo mantuvo a raya.
—Quiero que te entregues a Chemosh.
—¿A Chemosh? —Timoteo rió. ¡No era el momento más oportuno para discutir sobre religión!—. ¿El dios de los muertos? ¿A qué viene eso?
—Sólo es algo que se me ha antojado —contestó Lucy mientras enroscaba el cabello del hombre en un dedo—. Soy una de sus seguidoras. Y es el dios de la vida, no de la muerte. Son esos horribles clérigos de Mishakal los que van diciendo cosas malas sobre él. No debes creerles.
—No sé... —A Timoteo aquello le parecía muy raro.
—Deseas complacerme ¿verdad? —preguntó Lucy a la par que le besaba el lóbulo de una oreja—. Soy muy agradecida con los hombres que me complacen.
Deslizó las manos hacia abajo por el cuerpo del hombre. Era muy diestra, y Timoteo gimió de deseo.
—Sólo tienes que decir: «Me entrego a Chemosh» —susurró Lucy—. A cambio tendrás vida eterna, juventud eterna... Y a mí. Si quieres podremos hacer el amor así todos los días.
Timoteo no era un hombre malo, sólo era débil. Jamás había deseado tanto a una mujer como deseaba a Lucy en ese momento. No era religioso en absoluto y no veía qué había de malo en prometer algo a Chemosh si con eso la hacía feliz.
—Me entrego a Chemosh... y a Lucy —dijo, bromeando.
Lucy le sonrió y presionó los labios contra el pecho izquierdo del hombre, sobre el corazón.
Un dolor espantoso acometió a Timoteo. El corazón empezó a latirle desbocado, irregularmente. El dolor se extendió por los brazos, torso abajo y por las piernas. Intentó apartar a Lucy, frenético, pero la mujer tenía una fuerza terrible y lo mantuvo inmóvil sin dejar de apretar los labios contra su pecho. Sintió un espasmo en el corazón. Quiso gritar, pero le faltaba el aliento. El cuerpo se le estremeció, lo sacudió una convulsión y se puso rígido a medida que el dolor, como si fuera la mano de un dios maligno, lo asía y lo estrujaba, lo retorcía, lo desgarraba y lo arrastraba a la oscuridad.
Timoteo salió de la oscuridad y entró en un mundo que parecía todo él penumbra. Vio objetos que le resultaban familiares pero que no conseguía reconocer. Sabía dónde estaba, pero eso no tenía importancia. Le daba igual. La mujer con la que había estado se había marchado. Intentó recordar su nombre, pero le fue imposible.
Sólo había un nombre en su mente, y fue el que pronunció:
—Mina...
Sabía quién era a pesar de que no la conocía. Tenía unos preciosos ojos ambarinos.
—Ven a mí —lo llamó Mina—. Mi señor Chemosh te necesita. —Iré —prometió Timoteo—. ¿Dónde te encontraré? —Sigue la calzada hacia el amanecer. —¿Quieres decir que abandone mi casa? No, no puedo... El dolor asaltó a Timoteo, un dolor espantoso que eta como la agonía de la muerte.
—Sigue la calzada hacia el amanecer —repitió Mina. —¡Lo haré! —jadeó, y el dolor cesó.
—Tráeme discípulos —le dijo—. Da a otros el regalo que se te ha dado a ti. Jamás morirás, Timoteo, jamás envejecerás, jamás sentirás temor. Da a otros ese regalo.
La imagen de su esposa acudió a su mente. Timoteo tuvo la vaga sensación de que no quería hacer eso, de que le causaría un gran daño a Gerta si le hacía eso. No, no lo...
El dolor lo desgarró, lo retorció, lo estrujó.
—¡Lo haré, Mina! —gimió—. ¡Lo haré!
Timoteo fue a casa con su familia. El bebé descansaba en la cuna echando la siesta de la tarde, pero Timoteo no le hizo el menor caso. No recordaba que fuera hijo suyo ni le importaba nada. Sólo veía a su esposa y sólo oía una voz, la de Mina, ordenándole: «Tráela...».
—¡Querido! —lo saludó Gerta, complacida pero sorprendida—. ¿Qué haces en casa a esta hora?
—Vine para estar contigo, amor mío —contestó Timoteo, que la estrechó entre sus brazos y la besó—. Vamos a la cama, esposa.
—¡Tim! —Gerta soltó una risita e intentó, sin demasiado empeño, apartarlo—. ¡Aún es de día!