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La intención de Chemosh había sido ofrecerle el castillo como regalo. Había elegido el nombre en honor a ella y como tributo a sus nuevos discípulos. Lo llamaba Castillo Predilecto.

Pero sólo el fantasma de Mina había acudido a instalarse allí.

Mina había muerto a manos de Nuitari, Señor de la Luna Oscura, el mismo dios que había acabado con los ambiciosos designios de Chemosh. Nuitari había levantado en secreto las ruinas de la Torre de la Alta Hechicería de Istar y se había apoderado del valioso tesoro de artefactos sagrados que habría instalado a Chemosh en el trono como dirigente del reino celestial y todos sus dioses. Nuitari había capturado a Mina, la había retenido como prisionera y, para demostrar su poder sobre el Señor de la Muerte, la había matado.

Ahora Chemosh vivía solo en el Castillo Predilecto. El lugar le resultaba detestable porque era un recordatorio constante de la destrucción de sus planes y designios. A pesar de lo mucho que detestaba el castillo, descubrió que no podía abandonarlo porque Mina estaba allí. Su espíritu acudía a él allí. Rondaba cerca del lecho; del lecho de ambos. Los ojos ambarinos lo contemplaban aunque no lo veían. Su mano se tendía hacia él, pero no lo hallaba. Su voz sonaba, pero no podía hablarle. Escuchaba para oír la voz de él, pero no lo oía cuando la llamaba.

La visión de su forma fantasmagórica lo atormentaba, e incontables veces intentó alejarse de ella. Regresaba a su morada abandonada en el Abismo, donde el espíritu de Mina no podía seguirlo, si bien su recuerdo perduraba allí también y esa remembranza le dejaba una sensación de dolor tan acerbo que se veía obligado a retornar al Castillo Predilecto para hallar solaz en la contemplación de su fantasma errabundo.

Chemosh se vengaría de Nuitari, de eso no le cabía la menor duda. No obstante, sus planes eran imprecisos, todavía en formación. El Caballero de la Muerte por sí solo no podía desalojar de la torre al poderoso dios, aunque eso no se lo dijo Chemosh a Krell. Planeaba dejar que Krell estuviera en ascuas durante un tiempo; le debía unas cuantas horas de inquietud por haber perdido a Ariakan.

Tampoco le dijo al Caballero de la Muerte que el resultado de su chapucería al final había sido para bien. Zeboim era hermana de Nuitari, pero los hermanos no se profesaban el menor afecto. Ahora Chemosh había encontrado la forma de conseguir hacer de Zeboim una poderosa aliada.

El Señor de la Muerte, acompañado por un reacio Ausric Krell, se abrió paso a través de la muralla interior y la exterior del castillo y entró en la cámara principal, vacía salvo por un trono que se alzaba sobre un estrado situado en el centro. En el estrado había espacio para dos tronos, y cuando Chemosh había construido el castillo había habido dos solios. El mayor y más magnífico de ellos era el del dios; uno más pequeño y más delicado estaba destinado a Mina. Chemosh había reducido a trizas ese trono.

Los restos se encontraban desperdigados por la cámara. Krell, que lo seguía con ruidosas zancadas, pisó algunos de esos desperdicios. Con la esperanza de recobrar el favor del dios, Krell empezó a hablar efusivamente de la arquitectura del castillo.

Chemosh no hizo el menor caso de las lisonjas del Caballero de la Muerte. Tomó asiento en el trono y aguardó en tensión a que el fantasma de Mina acudiera ante él. La espera siempre era un tormento; en secreto, una parte de él esperaba que Mina no se materializara, que no la volviera a ver nunca más, porque entonces, quizá, la olvidaría. Pero si por alguna razón transcurría más tiempo de lo que era habitual y el fantasma no aparecía, entonces creía que se volvería loco.

Entonces apareció y Chemosh soltó un suspiro que era mezcla de desesperación y de alivio. La forma de la mujer, fluctuante, delicada y pálida como si estuviese tejida con telarañas, se desplazó a través del salón hacia él. Vestía una especie de atavío holgado de seda negra que parecía agitarse al impulso de profundas corrientes subterráneas, porque se ondulaba suavemente alrededor de la fantasmagórica figura. Alzó una mano espectral al aproximarse a él y abrió la boca como si fuera a decir algo, pero la muerte sofocaba sus palabras.

—Krell —llamó, cortante, Chemosh—. Resides en el plano de los muertos, igual que ella. Habla con el espíritu de Mina en mi nombre, pregúntale qué es lo que tan fervientemente desea decirme. Siempre ocurre lo mismo —masculló con nerviosismo mientras tironeaba del encaje de la bocamanga—. Se me aparece y parece que quiere decirme algo ¡pero no la oigo! A lo mejor tú puedes comunicarte con ella.

Krell había odiado a Mina en vida; se había enfrentado a él sin temor la primera vez que se habían visto y jamás se lo había perdonado. Se alegraba de que estuviera muerta, y lo que menos deseaba era convertirse en intermediario entre ella y su amante.

—Mi señor —se aventuró a señalar—, vos regís el plano de la muerte y de la muerte en vida. Si vos no os podéis comunicar...

Chemosh asestó una mirada envenenada al Caballero de la Muerte, el cual hizo una reverencia y masculló algo sobre sentirse muy satisfecho de hablar con Mina cuando tuviera a bien manifestarse.

—Está ahora aquí, Krell. ¡Habla con ella! ¿A qué esperas? ¡Pregúntale qué quiere!

Krell miró a su alrededor y no vio nada, pero como no quería indisponerse con su señor empezó a hablarle a una grieta de la pared.

—Mina —dijo en tono sonoro y apesadumbrado—, lord Chemosh quiere saber...

—¡Ahí no! —gritó Chemosh, exasperado, y señaló—. ¡Está aquí! ¡Junto a mí! Krell recorrió la cámara con la vista y después habló lo más diplomáticamente posible.

—Mi señor, el viaje desde el Alcázar de las Tormentas ha sido extenuante. Quizá deberíais acostaros...

Chemosh se levantó bruscamente del trono y se dirigió, furioso, hacia el Caballero de la Muerte.

—No queda mucho de ti, Krell, pero lo que queda lo desgarraré en pedacitos infinitesimales que desperdigaré a los cuatro vientos en el Abismo...

—¡Os juro, mi señor, que no sé de qué habláis! —gritó Krell al tiempo que retrocedía precipitadamente—. ¡Ordenasteis que hablara con Mina y estaría encantado de obedeceros, pero no veo a ninguna Mina a quien dirigirme!

Chemosh se detuvo.

—¿No la ves? —Señaló donde el fantasma de la mujer flotaba—. Si extiendo el brazo puedo tocarla. —Así lo hizo, y alargó la mano hacia ella.

Krell giró la cabeza en la dirección indicada y observó con toda atención. —Oh, sí, ahora que la señaláis...

—¡No me mientas, Krell! —gritó el dios a voz en cuello, prietos los puños. El Caballero de la Muerte reculó.

—Mi señor, lo lamento de veras, quiero verla, pero no la veo... Chemosh desvió la vista de Krell a la aparición. Entrecerró los ojos. —De modo que no la ves. Qué extraño. Me pregunto... —Entonces alzó la voz de forma que retumbó en el reino de los muertos. »¡A mí! ¡Servidores, esclavos! ¡A mí! ¡Venid!

El salón se llenó de una multitud fantasmal forzada a acudir a la llamada de su señor. Espectros y fantasmas se reunieron en torno a Chemosh y esperaron sus órdenes envueltos en su habitual silencio.

—Ves a estos seguidores míos, ¿verdad, Krell? —Chemosh hizo un gesto con el brazo.

Dejados atrás por el río de los espíritus en su curso hacia la eternidad, los muertos vivientes que habían caído presa de la persuasión embaucadora del Señor de la Muerte flotaban en el cenagal estancado de su propia maldad.

—Sí, mi señor —contestó Krell—. Los veo. —Eran criaturas inferiores y les lanzó una mirada despectiva.