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Basalto estaba medio loco; Caele lo estaba del todo. Nuitari lo sabía desde mucho antes de llevarlos a la torre que se alzaba en el fondo del Mar Sangriento, pero lo traía sin cuidado. Eso no importaba siempre y cuando realizaran bien su trabajo, y los dos eran extraordinariamente buenos en lo suyo, ya que habían dispuesto de muchos años para perfeccionar sus aptitudes.

Debido a su longevidad, el semielfo y el enano se contaban entre los pocos hechiceros que quedaban en Krynn de entre los que habían servido al Señor de la Luna Oscura con anterioridad al hurto del mundo perpetrado por su madre. Los dos tenían una memoria excelente y habían conservado el conocimiento de la práctica de su arte a lo largo de los años intermedios.

Esos dos se encontraban entre los primeros que alzaron los ojos al cielo y vieron la luna negra, como también estaban entre los primeros en caer de rodillas y ofrecer sus servicios a su dios. Nuitari los había transportado a la torre con una condición: que no se matarían el uno al otro. Tanto el enano como el semielfo eran hechiceros muy poderosos y una batalla entre ambos sólo tendría como colofón la pérdida de dos valiosos servidores, además de correr el riesgo de que la recién reconstruida torre sufriera daños.

Caele —medio kalanesti, medio ergothiano— era propenso a sufrir violentos arrebatos de cólera. Ya había asesinado con anterioridad y no le causaba ningún desasosiego asesinar de nuevo. Habiendo renunciado tanto a su parte humana como a su parte elfa, había abandonado la civilización para vagar por terrenos agrestes como una bestia salvaje, hasta que la recuperación de su magia hizo que volviera a merecer la pena vivir. En cuanto a Basalto, el uso de la magia oscura le había granjeado muchos enemigos que, cuando los dioses de la magia desaparecieron, se sintieron eufóricos al descubrir que, de repente, su enemigo estaba desvalido. Basalto se había visto obligado a ocultarse a gran profundidad bajo la superficie, donde vivió durante años desesperado y lamentando la pérdida de su arte. Nuitari le había devuelto la vida al enano.

Nuitari esperó pacientemente el desenlace. Tales brotes de violencia se daban con frecuencia entre los dos. Sin embargo, el desagrado y la desconfianza que sentían el uno por el otro palidecían en comparación con el temor que le tenían a él y, hasta el momento, los altercados no habían tenido consecuencias. El enfrentamiento presente era más tenso de lo habitual ya que ambos estaban alterados y con los nervios de punta tras el encuentro con Chemosh. No habría sido extraño que hubiesen empezado a saltar chispas y alguno que otro hechizo, pero Nuitari tosió fuerte.

Basalto giró bruscamente la cabeza y los ojos de Caele parpadearon con temor. La tensión mágica pareció abandonar la estancia con un silbido, como haría el aire al escapar de una vejiga de cerdo inflada.

El enano metió las manos en las bocamangas de la túnica para no sentirse tentado de utilizarlas, en tanto que Caele tragaba saliva varias veces y la mandíbula se le contraía y aflojaba, como si hubiese tenido que masticar literalmente la ira antes de tragársela.

—¿Queréis saber por qué me tomé tantas molestias para crear esa imagen ilusoria de Mina? —inquirió Nuitari al tiempo que accedía a la estancia.

—Sólo si queréis contárnoslo, señor—dijo humildemente Basalto.

—Me tiene intrigado esa tal Mina —comentó el dios—. Me cuesta creer que la muerte de una simple mortal tuviera un efecto tan devastador en un dios, ¡pero faltó poco para que el pesar acabara con Chemosh! ¿Qué clase de poder ejerce esa Mina sobre él? También despierta mi curiosidad la relación que mantuvo con Takhisis. Corren rumores de que la Reina de la Oscuridad estaba celosa de esa chica. ¡Mi madre celosa de una mortal! Imposible. Por eso os ordené que siguieseis utilizando el conjuro de ilusión, para evitar que Chemosh viniera a rescatarla y así poder estudiarla.

—¿Has descubierto algo sobre ella, señor? —preguntó Caele—. Creo que mis informes tienen que haberte resultado muy esclarecedores...

—Los he leído —lo interrumpió Nuitari. Los informes sobre el comportamiento de Mina en cautividad le habían parecido extremadamente esclarecedores, sobre todo en un aspecto, pero no pensaba decírselo a ninguno de los dos—. Ahora que he satisfecho vuestra curiosidad, volved a vuestras ocupaciones.

Caele recogió un trapo y se puso a frotar el cuenco; Basalto aclaró su bayeta en el agua —que había adquirido un tinte rosáceo— y volvió a ponerse a gatas en el suelo.

Cuando los ecos de las pisadas de Nuitari dejaron de oírse por los corredores de las estancias de la magia, el semielfo arrojó el trapo al cubo con agua.

—Termina tú. Yo tengo que estudiar los conjuros. Si el Señor de la Muerte viene de camino para destruir la torre, los voy a necesitar.

—Ve, pues —dijo Basalto, sombrío—. De todos modos no me sirves de nada, pero lávate los pies antes de abandonar la cámara. ¡No quiero ver huellas de sangre marcando mis pasillos limpios!

Caele, que jamás usaba calzado, metió los pies descalzos en el cubo de agua. Basalto vio saltar la sangre seca a la túnica del semielfo, que estaba ya asquerosa, pero no dijo nada porque sabía que sería gastar saliva en balde. El enano se consideraba afortunado de que Caele se dignara ponerse al menos la túnica. Había pasado muchos años en el bosque tan desnudo como un lobo e igualmente salvaje.

El semielfo echó a andar hacia la puerta, pero se paró y se volvió.

—Llevo tiempo queriendo hacerte una pregunta. Cuando estás solo con Mina, ¿te ha intentado convencer para que te hagas discípulo de Chemosh?

—Sí —contestó el enano—. Me burlé de ella, por supuesto. ¿Y a ti?

—Me reí en su cara —repuso Caele.

Los dos se miraron con desconfianza.

—Bueno, me marcho —dijo Caele.

—Vete con viento fresco —farfulló Basalto, aunque en voz tan baja que sólo lo oyó su barba.

Sacudiendo la cabeza, reanudó la tarea de restregar el suelo sin dejar de refunfuñar.

—Ese Caele es un cerdo y no me importa que me oiga. Esa nariz larga que tiene siempre está apuntando hacia arriba. Se cree las pelotas de Reorx, eso es lo que piensa. Y es un cabrón perezoso, por si fuera poco. Me deja a mí todo el trabajo y luego se lleva los laureles. —El enano restregó enérgicamente.

»No puedo dejar que la sangre impregne la lechada, porque quedaría una mancha perenne. El señor me arrancaría la barba. Me pregunto si Caele se rió realmente de Mina o si aceptó su oferta de convertirse en uno de los elegidos de Chemosh —añadió—. Tal vez debería mencionarle este asunto al señor...

Caele se encerró en su habitación y tomó un libro de conjuros, pero en vez de abrirlo se quedó mirándolo fijamente.

—Me pregunto si Basalto se tragaría las mentiras de Mina. En él no me extrañaría nada. Los enanos son tan crédulos... Que no se me olvide informar a Nuitari que Basalto podría ser un traidor...

3

La torre siguió en pie, sin sufrir daños. Chemosh no fue a derribarla piedra mágica a piedra mágica para rescatar a su adorada amante. —Dale tiempo —dijo Nuitari. El dios se había apostado fuera de la estancia en la que tenía retenida a Mina, a la espera de que el Señor de la Muerte apareciera.

Pasaba el tiempo. Mina permanecía aislada en su celda, incomunicada, sin contacto con dioses ni con mortales, y su amado seguía sin acudir a liberarla.

—Te he subestimado, milord —murmuró Nuitari a su invisible enemigo—. Y me disculpo por ello.

Chemosh estaría eufórico al saber que la mujer a la que amaba seguía viva. Estaría furioso por el engaño del que había sido víctima. El Señor de la Muerte no era, al parecer, de los que dejaban que la alegría o la ira los ofuscaran. Chemosh quería a Mina, pero también quería los poderosos artefactos sagrados que Nuitari guardaba bajo llave y candado dentro de la torre. A buen seguro, el Señor de la Muerte estaba buscando la forma de conseguir ambos.