—¿Qué haces? —preguntó Nuitari a su igual—. ¿Has corrido a parlotear con los otros dioses? ¿Les estás contando que el grande y perverso Nuitari ha reconstruido la Torre de la Alta Hechicería de Istar?, ¿que ha recuperado y reclamado como suyo un valioso tesoro de reliquias sagradas? ¿Les has contado eso? —Nuitari sonrió.
»No, creo que no. ¿Por qué? Porque entonces todos los dioses sabrían el secreto de las reliquias y, una vez que lo supieran, todos querrían recuperar sus juguetes. ¿Dónde dejaría eso a Chemosh? De vuelta en el frío y oscuro Abismo.
En las postrimerías de la Era del Poder, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar había decretado que todos los artefactos mágicos de aquellos dioses que no fuesen dioses buenos y justos (siempre a juicio del Príncipe de los Sacerdotes) serían confiscados por sus ejércitos de guerreros ungidos. Además de los que se confiscaron, el Príncipe de los Sacerdotes ofreció ricas recompensas por todas las reliquias que se considerara que se usaban con fines perversos. Entre guerreros ungidos, «buenos» ciudadanos, ladrones y saqueadores, los templos de casi todos los dioses de Ansalon fueron despojados de reliquias.
Al principio, la gente se apoderaba de las que procedían de los templos de dioses claramente malignos, como Chemosh y Takhisis, Sargonnas y Morgion. Los templos de los dioses neutrales fueron los siguientes en ser víctimas de los cazadores de reliquias bajo el lema de «cualquier dios que no está con nosotros está contra nosotros».
Finalmente, conforme el fervor religioso (y la avaricia) se extendía, guerreros ungidos asaltaron los templos de dioses de la luz, incluidos los de la diosa de la curación, Mishakal, porque, a pesar de ser consorte de Paladine, la Sanadora había incurrido en el pecado de abrir sus puertas de curación a todos los mortales, incluso a los que no eran considerados dignos de la bendición de una deidad. Se sabía que sus clérigos habían impuesto las manos sanadoras sobre ladrones y prostitutas, kenders y enanos, e incluso hechiceros. Cuando los clérigos de Majere, dios de la justicia, supieron que a los clérigos de Mishakal se los golpeaba y se les robaban sus reliquias, manifestaron su protesta. Entonces se asaltaron sus monasterios y sus reliquias fueron las siguientes en sumarse a las confiscadas y robadas.
A no tardar, los artefactos sagrados de todos los dioses, con excepción de Paladine, quedaron guardados bajo llave en la que otrora había sido la Torre de la Alta Hechicería de Istar, en una inmensa sala a la que se dio el nombre de Solio Febalas, la Sala del Sacrilegio. Se cuchicheaba que los sacerdotes de Paladine empezaban a estar nerviosos y que no pocos habían guardado las sagradas reliquias en almacenes bajo llave. Pero ni siquiera allí estaban a salvo.
Cuando el Cataclismo devastó Istar, la Sala del Sacrilegio fue destruida por el fuego de la ira de los dioses, quienes estaban convencidos de que las reliquias se habían consumido en la conflagración. Querían que la humanidad viviera con sus propios recursos durante un tiempo.
Nadie se había sorprendido más que Nuitari al descubrir intactas las reliquias. Su única idea había sido reclamar como suya la torre; encontrar los artefactos había sido un regalo extra. Sabía que era imposible mantener indefinidamente un secreto de ese calibre, que sólo sería cuestión de tiempo que otros dioses descubrieran la verdad y se presentaran ante él para exigirle que les entregara sus reliquias. Los artefactos se encontraban a buen recaudo, guardados tanto por conjuros como por Midori, un viejo dragón marino con muy mal genio. Esas salvaguardias cerrarían el paso a los mortales, pero no a un dios.
Nuitari no tenía que preocuparse por eso.
Los dioses frenarían a los dioses.
Cada cual querría sus reliquias, naturalmente. Cada cual también querría asegurarse de recuperar las suyas y de qué ninguno de los otros dioses hiciera lo propio.
Por ejemplo, Mishakal no querría que Sargonnas, en la actualidad el dios más poderoso de la oscuridad, recobrara sus artefactos sagrados. Buscaría aliados que aunaran esfuerzos para impedírselo, aliados insólitos, como Chemosh, que apoyaría a Mishakal en eso porque el Señor de la Muerte estaba enzarzado en una lucha de poder con Sargonnas y no querría que el dios de los grandes cuernos se hiciera más fuerte de lo que ya era. Estaba Gilean, el Fiel de la Balanza, que muy bien podría oponerse tanto a los dioses de la luz como a los de la oscuridad por miedo a que la vuelta de esas reliquias a manos de cualquiera de los dioses alterara un equilibrio ya inestable. Se organizaría una buena cuando los dioses se enteraran de que Nuitari estaba en posesión de las reliquias de Takhisis, la Reina de la Oscuridad fallecida, y las del dios autoexiliado, Paladine. Aunque sus creadores ya no estaban, los artefactos perduraban, al igual que su sagrado poder, que podía resultar inmensamente útil a cualquier dios o mortal que les echara mano. La trifulca por esos objetos podría prolongarse siglos.
Entretanto, el plan de Nuitari era recorrer el cielo y llegar a acuerdos secretos al tiempo que soltaba discretamente un artefacto aquí y otro allí a fin de enfrentar a unos dioses contra otros, mientras que él reforzaba su posición.
Aunque Nuitari había odiado a Takhisis y había hecho todo lo posible para oponerse a ella en todo lo que la diosa había llevado a cabo en cualquier momento, era como su madre en un aspecto: tenía su misma y oscura ambición.
Oponiéndose a esa ambición estaban sus dos primos, Lunitari y Solinari. Los dioses de la magia roja y la magia blanca no darían ni un céntimo falso por las sagradas reliquias. El Príncipe de los Sacerdotes, que no se fiaba de los magos ni de su magia, no había conservado ningún artefacto perteneciente a los hechiceros. Los objetos mágicos que se encontraron (y eran contados, ya que los magos los habían escondido casi todos) se destruyeron de inmediato. Los primos de Nuitari se pondrían furiosos cuando descubrieran que se había ido y se había construido su propia torre. Se enfurecerían... y los asaltaría la consternación y el pesar. Desde el principio de los tiempos, los dioses de las tres lunas se habían mantenido unidos para guardar lo que les era más preciado: la magia.
Los tres primos no tenían secretos los unos para los otros. Hasta ese momento.
Nuitari se sentía mal por traicionar la confianza de sus primos, sólo que no lo bastante para no hacerlo. Desde que su madre, Takhisis, lo había traicionado al hurtar el mundo —¡su mundo!— había decidido que a partir de ese momento no confiaría en nadie. Además, había ideado la forma de apaciguar a sus primos. Entre ellos las cosas ya no serían igual, naturalmente; claro que nada volvería a ser lo mismo para ninguno de los dioses. El mundo —y el cielo— habían cambiado para siempre.
Nuitari se preguntó qué se traería entre manos Chemosh, y esa idea lo hizo pensar de nuevo en Mina. Nuitari iba allí a menudo, pero no para interrogarla. Sus Túnicas Negras ya lo habían estado haciendo por él y habían descubierto muy poco. Nuitari se había conformado con observarla. Ahora, guiado por un impulso (y también con la idea de que Chemosh aún podía darle una sorpresa), Nuitari decidió interrogar personalmente a la chica.
La había sacado de la celda de cristal en la que la había puesto al principio. Verla ir de aquí para allí había resultado una molesta distracción para sus hechiceros. La había envuelto en un capullo mágico de aislamiento, de manera que no podía comunicarse con nadie en ninguna parte, y la había trasladado a unas habitaciones destinadas a ser la vivienda de los archimagos Túnicas Negras elegidos para poblar la torre bajo el Mar Sangriento.
Mina se albergaba en unos aposentos designados a un hechicero de alta categoría. Consistían en dos estancias, una sala y un estudio revestidos del techo al suelo con estanterías de libros, y un dormitorio.
Caminaba por los aposentos como un minotauro enjaulado; recorría la sala en toda su longitud y de allí pasaba al dormitorio, tras lo cual volvía sobre sus pasos, de regreso a la sala. Los hechiceros informaban que a veces se pasaba así horas; caminaba y caminaba hasta quedar exhausta. No hacía nada más que caminar a despecho de que Nuitari le había proporcionado libros de distinta temática y que iban de la doctrina religiosa hasta la poesía, de la filosofía a las matemáticas. Ni una sola vez había abierto siquiera un libro, comunicaban los magos; al menos, que ellos hubiesen visto.