—¿Y eso qué importa? —No dejaba de besarla, de tocarla, y sintió que ella se derretía entre sus brazos.
—El niño... —dijo Gerta, haciendo un último y débil intento.
—Está dormido. Vamos. —Timoteo llevó a su esposa al lecho—. ¡Déjame probarte que te amo!
—Sé que me amas —repuso Gerta, que se acurrucó contra él y empezó a responder a sus besos.
Comenzó a desabrocharle la túnica, pero Timoteo le asió las manos.
—Hay algo que has de hacer como prueba de que me amas, esposa. Recientemente me he convertido en seguidor de un dios, Chemosh, y quiero que compartas el gozo que yo he hallado en servirlo.
—Oh, pues claro que sí, esposo, si eso es lo que quieres —respondió Gerta—. Pero no sé nada sobre dioses. ¿Qué clase de dios es Chemosh?
—Un dios de vida eterna —dijo Timoteo—. ¿Te entregarás a él?
—Haré lo que sea por ti, esposo.
Él abrió la boca para decir algo, pero se frenó. Notaba una lucha en su interior. El rostro se le contrajo en un gesto de dolor. —¿Qué te ocurre? —preguntó ella, alarmada.
—¡Nada! Me ha dado un calambre en el pie, eso es todo. Di las palabras: «Me entrego a Chemosh».
Gerta hizo lo que le pedía y añadió: —Te amo.
Entonces Timoteo musitó algo muy raro mientras se inclinaba sobre ella y apretaba los labios contra su pecho, sobre el corazón. —Perdóname...
1
Ausric Krell, Caballero de la Muerte, contempló atónito cómo una pieza blanca del khas, el kender, corría a través del tablero, se abalanzaba a toda velocidad contra el caballero oscuro de sus fichas y luchaba a brazo partido con él. Ambas piezas cayeron del tablero y empezaron a rodar por el suelo.
«¡Eh, un momento! Eso va contra las reglas», fue el primer pensamiento indignado de Krell.
El segundo pensamiento, estupefacto, fue: «Jamás había visto hacer eso a una pieza de khas».
El tercer pensamiento incluía una conclusión reveladora: «Ésa no es una pieza de khas normal y corriente».
El cuarto pensamiento fue profundamente receloso: «Aquí está pasando algo muy raro».
Después de eso, los pensamientos que tuvo fueron tremendamente embarullados, sin duda debido al hecho de que estaba enzarzado en un combate contra una mantis gigantesca para salvar su existencia como muerto viviente.
Krell siempre había detestado a los bichos, y esa mantis en particular resultaba realmente aterradora con sus tres metros de longitud, esos ojos bulbosos, el caparazón verde y seis patas enormes del mismo color, dos de las cuales asían a Krell mientras las mandíbulas se cerraban como un cepo sobre su espíritu acobardado y el bicho empezaba a mascar ruidosamente su cerebro.
Tras un instante aterrador, Krell comprendió que aquél no era un insecto normal. En alguna parte había un dios involucrado en aquello, un dios al que no le caía muy bien, lo cual no era nada fuera de lo normal. Krell se las había ingeniado para indisponerse con varios dioses a lo largo de su vida, incluidas la fallecida y no llorada Takhisis, Reina de la Oscuridad, y su caótica y vengativa hija, esa diosa del mar, Zeboim, que se había indignado cuando descubrió que Krell era el responsable de la traición y el asesinato de su amado hijo, lord Ariakan.
Zeboim lo había capturado y lo había matado lentamente, sin apresurarse lo más mínimo. Cuando finalmente no quedó una sola chispa de vida en el cuerpo mutilado, le había echado una maldición por la que lo convirtió en un Caballero de la Muerte, y lo encerró en la incomunicada y execrable isla del Alcázar de las Tormentas, donde otrora había servido al hombre al que traicionó, para que permaneciera allí durante toda la eternidad con el recuerdo de su crimen siempre presente.
El castigo de Zeboim no había causado exactamente el impacto que había esperado obtener. Otro famoso Caballero de la Muerte, lord Soth, había sido una figura trágica, consumida por el remordimiento que, a la larga, había hallado la salvación. A Krell, por otro lado, le gustaba su actual condición de muerto viviente. En la muerte había encontrado lo que siempre le había gustado en vida: la habilidad de intimidar y atormentar a los que eran más débiles. En vida, el aguafiestas de Ariakan le había impedido dar rienda suelta a esos placeres sádicos. Krell se había convertido en uno de los seres más poderosos de Krynn, y sacaba de ello un gozoso provecho.
Su mera presencia, embutido en la negra armadura y el yelmo con cuernos de carnero tras el cual ardían los rojos ojos de un muerto viviente, infundía el terror en el corazón de aquellos tan necios o atrevidos que se aventuraban en el Alcázar de las Tormentas para buscar el tesoro que, según se suponía, habían dejado allí los caballeros. Krell gozaba inmensamente de la compañía de esos aventureros. Obligaba a sus víctimas a jugar al khas con él y animaba las partidas torturándolos hasta que al fin sucumbían.
Zeboim había sido un fastidio por tenerlo prisionero en el Alcázar de las Tormentas, hasta que Krell despertó el interés de Chemosh, Señor de la Muerte. Krell había llegado a un acuerdo con Chemosh y se había ganado la libertad del Alcázar de las Tormentas. Con la protección del dios de los muertos, Krell había podido incluso hacerle burla a Zeboim.
Chemosh tenía en su posesión el alma de lord Ariakan, el amado hijo de la diosa del mar. El alma se hallaba atrapada en una pieza de khas. Chemosh tenía esa alma como rehén para asegurarse el «buen comportamiento» de Zeboim. Tenía planes respecto a cierta torre ubicada en el Mar Sangriento y no quería que la diosa del mar se entrometiera.
Zeboim, sulfurada, había enviado a uno de sus fieles —un miserable monje— al Alcázar de las Tormentas para que rescatara a su hijo. Krell había descubierto al monje merodeando y, feliz como siempre de tener visita, había «invitado» al monje a jugar al khas con él.
Para ser justos con Krell, el caballero muerto ignoraba que al monje lo enviaba la diosa, y la idea de que hubiese ido allí con el propósito de robar la pieza de khas que retenía el alma de Ariakan jamás se le pasó por la cabeza. Para empezar, su cerebro nunca había sido gran cosa y ahora parecía haberse reducido más al estar embutido en un pesado y aterrador yelmo de acero; un cerebro con el que un insecto gigante, enviado por un dios, se daba un banquete en ese momento.
El dios era del condenado monje, un monje que no había jugado limpio. En primer lugar, había llevado consigo una pieza de khas ilícita; en segundo lugar, esa pieza de khas había realizado un movimiento ilegal; y en tercer lugar, el monje —en lugar de retorcerse y gemir de dolor después de que Krell le hubo roto varios dedos— lo había atacado físicamente con un bastón que resultó ser un dios.
Krell luchó con la mantis dominado por un pánico ciego, con puñetazos, patadas y golpes hasta que, de repente, el insecto desapareció.
El bastón del monje volvía a ser un bastón tirado en el suelo. Krell estaba a punto de pisotearlo para hacerlo astillas cuando se le ocurrió un quinto pensamiento.
¿Y si, al tocar el bastón, éste volvía a convertirse en una mantis?
Sin quitarle ojo, Krell sorteó el bastón con un amplio rodeo mientras evaluaba la situación. El monje había huido, cosa que era de esperar. Ya se ocuparía de él luego. Después de todo, no iba a ir a ningún sitio, ya que no podía abandonar aquella condenada roca. La inmensa fortaleza se erguía en lo alto de unos acantilados cortados a pico y azotados por las olas del turbulento mar. Krell levantó el tablero que el monje había tirado y recogió las piezas sólo para asegurarse de que la preciada pieza de khas que le había entregado Chemosh se hallaba a salvo.
No era así.
Febril, Krell colocó todas las piezas en el tablero de khas. Faltaban dos; una era la que albergaba el alma de Ariakan, la pieza que Chemosh le había ordenado guardar aún a costa de su existencia de muerto viviente.
El Caballero de la Muerte empezó a transpirar un sudor helado, algo nada fácil de hacer cuando no se tenía carne que se estremeciera ni entrañas que se agarrotaran. Krell cayó de hinojos. La pieza del caballero no estaba; tampoco la del kender.