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—¡El monje! —gruñó.

Espoleado por la vivida imagen de lo que Chemosh le haría si perdía la pieza del caballero que contenía el alma de Ariakan, Krell se lanzó en persecución del monje.

No esperaba que aquello le llevara mucho tiempo. El monje estaba destrozado, tanto física como anímicamente, y casi no podía caminar, cuanto menos correr.

Salió de la torre, en la que habían estado disputando una partida tan cómoda y amistosa hasta que el monje la había echado a perder, y entró en el patio central del Alcázar. Vio en seguida que el monje tenía una aliada: Zeboim, la diosa del mar. Cuando apareció Krell, las densas nubes tormentosas se cerraron en el cielo y un siseante rayo cayó en la torre que acababa de abandonar.

Krell no era una de las grandes mentes intelectuales del mundo, pero de vez en cuando, a la desesperada, tenía destellos de lucidez.

—No me pongas la mano encima, Zeboim —bramó—. ¡Ese monje tuyo cogió la pieza equivocada! Tu hijo sigue en mi poder. ¡Si haces algo para ayudar a escapar a ese ladrón, Chemosh hará que fundan a tu precioso chico de peltre y que batan su alma hasta que caiga en el olvido!

El farol de Krell funcionó. Los relámpagos saltaron, vacilantes, de nube en nube; el viento encalmó, el cielo se tornó más plomizo y unos cuantos granizos tintinearon sobre el yelmo de acero de Krell. La diosa le escupió lluvia, pero eso fue todo.

Zeboim no osó hacerle daño. No osó acudir en ayuda del monje.

En cuanto a éste, avanzaba animosamente sobre las rocas en un vano intento de escapar. Hundidos los hombros, el hombre inhalaba de manera entrecortada. Estaba casi acabado; su diosa lo había abandonado, y Krell esperaba que se rindiera, que capitulara, que suplicara por su miserable vida. Eso era exactamente lo que el propio Krell había hecho en una situación semejante, si bien a él no le funcionó. Y tampoco le iba a funcionar a ese monje.

Una vez más, el hombre no jugó limpio y, en lugar de darse por vencido, empleó la fuerza que le quedaba en avanzar directamente hacia el borde del acantilado con pasos inestables.

¡Madre del Abismo! Krell, conmocionado, adivinó su intención. ¡El imbécil iba a saltar al vacío!

Si saltaba se llevaría consigo la pieza de khas, sin posibilidad de que Krell pudiera recuperarla, ya que no tenía la menor intención de ponerse a nadar en las infestadas aguas de Zeboim.

Tenía que agarrar al monje e impedirle que saltara. Por desgracia, hacerlo no era una tarea fácil de conseguir. Su forma corpulenta, embutida en la armadura completa de un Caballero de la Muerte, se movió con pesada lentitud. No podía correr.

Las piezas de la armadura tintinearon y entrechocaron ruidosamente. Las pisadas retumbantes hicieron temblar el suelo. Contempló con creciente terror que el monje le iba sacando más distancia.

Krell halló una aliada inesperada en Zeboim. También ella temía por la pieza de khas que el monje llevaba encima e intentó detener al hombre. Dejó caer sobre él un aguacero y fuertes ráfagas de viento lo zarandearon, pero el miserable monje se levantó y siguió adelante.

Llegó al borde del acantilado. Krell sabía lo que había abajo: peñascos de granito aserrados tras una caída de más de veinte metros.

—¡Detenlo, Zeboim! —bramó Krell—. ¡Si no lo haces lo lamentarás!

El monje sostenía una bolsita de cuero en una mano y se la guardó debajo de la pechera de la ensangrentada túnica.

En medio de resbalones y juramentos, Krell avanzó a trancas y barrancas por las rocas a la par que blandía la espada.

El monje subió a una repisa que sobresalía por encima del mar, y alzó el rostro al cielo encapotado de negros nubarrones pero iluminado intensamente por el miedo de la diosa.

—Zeboim, estamos en tus manos —gritó el monje.

Krell soltó un rugido de rabia.

El monje saltó.

Krell avanzó a bandazos entre las rocas; el impulso que llevaba lo condujo a un paso tan frenético que llegó al borde del acantilado antes de que se diera cuenta y estuvo a punto de precipitarse al mar.

El Caballero de la Muerte se tambaleó adelante y atrás durante lo que fue un instante de pánico —que le habría hecho dar un vuelco al corazón de haberlo tenido— antes de conseguir recuperar el equilibrio. Retrocedió unos pasos inestables, a trompicones, y después se adelantó centímetro a centímetro y se asomó cautelosamente por el borde. Esperaba ver el cuerpo destrozado del monje tendido sobre las rocas y a Zeboim lamiendo a lengüetazos su sangre.

Nada.

—Estoy jodido —masculló Krell, taciturno.

El Caballero de la Muerte alzó la vista al cielo, donde los nubarrones se volvían más oscuros y más densos. El viento empezó a soplar, comenzaron a caerle encima lluvia y granizo, rayos y truenos, cellisca y nieve, grandes fragmentos de una torre cercana.

Krell habría corrido a pedir protección a Chemosh pero, por desgracia, Chemosh era el dios que le había entregado la pieza de khas que acababa de perder. Al Señor de la Muerte no se lo conocía por ser misericordioso o clemente.

—En algún lugar de esta isla tiene que haber un agujero lo bastante profundo y oscuro donde un dios no me pueda encontrar —razonó al tiempo que evitaba por un pelo que una gárgola de piedra lo aplastara al precipitarse sobre él.

Dio media vuelta y desanduvo sus pasos bajo la furiosa tormenta.

2

Rhys Alarife era el monje que había tomado la desesperada decisión de saltar por el acantilado del Alcázar de las Tormentas. Había apostado la vida y la de su amigo Beleño, el kender, confiando en que Zeboim no los dejaría morir. No podía, ya que Rhys tenía en su posesión el alma de su hijo.

Al menos eso era lo que Rhys esperaba. Su mente tenía presente la alternativa de que, si la diosa lo había abandonado, podía morir lentamente y torturado a capricho por el cruel Caballero de la Muerte, o podía morir rápidamente en las rocas de allá abajo.

Dejando que ocurriera lo que quisiera la suerte, Rhys saltó al mar en una zona del Alcázar de las Tormentas donde no había rocas. Se zambulló en el agua y se hundió a tanta profundidad que la luz diurna se desvaneció muy por encima de él. Manoteó en la heladora oscuridad, sin saber dónde era arriba y dónde abajo. Tampoco es que importara: jamás podría alcanzar la superficie. Se estaba ahogando, tenía los pulmones a punto de reventar. Cuando abriera la boca se tragaría una muerte gorgoteante y asfixiante...

La mano inmortal de una diosa iracunda penetró en las profundidades de su océano, aferró a Rhys Alarife por el cogote, lo sacó de las aguas y lo arrojó a la orilla.

—¿Cómo te atreves a poner en peligro a mi hijo? —gritó la diosa. Siguió dando rienda suelta a su ira, pero Rhys no la oía. Cerrándose como las aguas del mar, la furia de Zeboim se cernió sobre su cabeza y ya no supo nada.

Rhys yacía boca abajo en la cálida arena. La tánica de monje estaba empapada, al igual que los zapatos. El cabello mojado le caía sobre la cara, y tenía los labios con un cerco blanco de sal; sal que también notaba dentro de la boca y en la garganta.

De pronto unas manos fuertes le dieron la vuelta, lo pusieron boca arriba, le echaron los brazos por encima de la cabeza y empezaron a bajarlos y a subirlos en un movimiento de bombeo para sacarle el agua de los pulmones.

Escupió agua de mar entre toses.

—Ya era hora de que volvieras en ti —dijo Zeboim sin dejar de subirle y bajarle los brazos.

Gimiendo, Rhys consiguió emitir una protesta que más parecía un graznido.

—¡Basta! ¡Por favor! —De nuevo vomitó agua de mar. La diosa lo soltó y dejó que los brazos del hombre cayeran con flojedad en la arena.

A Rhys le ardían los ojos a causa de la sal y apenas podía abrirlos. Atisbo entre los párpados entrecerrados el repulgo de un vestido verde que ondeaba sobre la arena, cerca de su cabeza. Los dedos de un pie descalzo y bien formado le dieron golpecitos.