—¿Dónde está, monje? —demandó Zeboim.
La diosa se arrodilló a su lado; los ojos verde-azulados relucían. Un viento constante agitaba la espuma marina que era su cabello. Zeboim lo agarró del pelo, le levantó la cabeza de un tirón y le asestó una mirada fulminante.
—¿Dónde está mi hijo?
Rhys intentó hablar, pero tenía la garganta en carne viva, reseca. Se pasó la lengua por los labios cubiertos de sal. —Agua —pidió con voz áspera.
—¡Agua! ¡Te has bebido la mitad de mi océano! —estalló Zeboim—. Oh, vale —añadió, enojada, mientras Rhys cerraba los ojos y dejaba caer la cabeza en la arena, desmadejado—. Toma. No bebas mucho o volverás a vomitar. Limítate a enjuagarte la boca.
Lo incorporó un poco mientras le acercaba a los labios la copa que sostenía en la otra mano. La diosa podía ser tierna cuando quería. El monje sorbió el fresco líquido con gratitud, y Zeboim le pasó los dedos humedecidos por los labios y los párpados para quitarles la sal.
—Ya está —dijo en tono tranquilizador—. Ya has tomado agua. —El timbre de su voz se endureció—. Ahora déjate de darme largas. Quiero a mi hijo.
Cuando Rhys alargó las manos hacia la pechera de la túnica, donde había guardado la bolsita de cuero, el dolor lo asaltó y no pudo menos que dar un respingo. Alzó las manos. Tenía los dedos de color púrpura y doblados en ángulos extraños. Era incapaz de moverlos.
Zeboim lo miró y aspiró por la nariz.
—¡Yo no soy la diosa de la curación, si es lo que estás pensando! —le dijo fríamente.
—No os he pedido que me sanéis, majestad —repuso Rhys, prietos los dientes.
Lentamente, metió la mano tullida en la pechera de la túnica y suspiró con alivio al tantear el cuero mojado. Había albergado el temor de que la bolsa se le hubiera perdido en la zambullida desde lo alto del acantilado. Tanteó la bolsa torpemente, pero no podía mover los dedos rotos lo suficiente para abrirla.
La diosa le asió la mano y, de uno en uno, tiró de los dedos y le colocó los huesos en su sitio. El dolor fue espantoso y por un instante Rhys creyó que iba a desmayarse. Sin embargo, una vez que Zeboim hubo terminado, los huesos rotos estaban curados. Las magulladuras amoratadas desaparecieron y la inflamación empezó a disminuir. Por lo visto Zeboim tenía su propio toque curativo.
Rhys permaneció tendido en la arena, bañado en sudor, a la espera de que las náuseas remitieran.
—Te lo advertí —dijo la diosa—. No soy Mishakal.
—No, majestad, pero gracias de todos modos —murmuró el monje.
Las manos sanadas buscaron bajo la túnica y sacaron la bolsa de cuero. Tras aflojar el lazo que la cerraba, la volcó boca abajo. Dos piezas de khas cayeron en la arena, un caballero montado en un dragón azul y un kender.
Zeboim se apoderó rápidamente de la pieza del caballero y la sostuvo en la mano mientras la acariciaba y le hablaba con dulzura.
—Hijo mío. Mi querido hijo. Tu alma será liberada, iremos a ver a Chemosh inmediatamente.
Se produjo una pausa en la que la diosa parecía estar escuchando, y a continuación habló de nuevo, la voz alterada:
—No discutas conmigo, Ariakan. ¡Tu madre sabe lo que es mejor!
Acunando en las manos la figura de khas, Zeboim se puso de pie. Las nubes tormentosas oscurecían el cielo. Se levantó aire y aventó los punzantes granos de arena contra la cara de Rhys.
—¡No os vayáis aún, majestad! —gritó el monje, desesperado—. ¡Quitad el hechizo al kender!
—¿Qué kender? —inquirió despreocupadamente Zeboim. Jirones de nubes se enroscaron a su alrededor, prestos a transportarla lejos.
Rhys se incorporó de un brinco, asió la figura del kender del khas y la sostuvo frente a la diosa.
—El kender arriesgó la vida por vos, al igual que yo —dijo Rhys—. Haceos esta pregunta, majestad: ¿por qué iba Chemosh a liberar el alma de vuestro hijo?
—¿Que por qué? ¡Porque yo lo ordeno, por eso! —replicó la diosa, aunque sin el brío habitual en ella. Parecía insegura.
—Chemosh hizo esto por una razón, majestad —continuó Rhys—. Lo hizo porque os teme.
—Pues claro que me teme —repuso Zeboim a la par que se encogía de hombros—. Como todo el mundo. —Hubo cierta vacilación antes de que la diosa añadiera-: Pero no me importaría oír lo que tengas que decir al respecto. ¿Por qué crees que Chemosh me teme?
—Porque habéis descubierto muchas cosas sobre los Predilectos, esos terribles muertos vivientes que ha creado. Habéis descubierto demasiadas cosas sobre Mina, la mujer que es su cabecilla.
—Tienes razón. Esa niñata, Mina. Me había olvidado de ella. —Zeboim lanzó a Rhys una mirada de reconocimiento reacio—. También tienes razón en cuanto a que el Señor de la Muerte no liberará el alma de mi hijo. No sin coerción. Necesito algo que lo obligue a hacerlo. Necesito a Mina. Tienes que encontrarla y traérmela. Tarea que, según recuerdo, te encargué en primer lugar. —Zeboim lo miró, ceñuda—. De modo que ¿por qué no lo has hecho?
—He estado ocupado salvando a vuestro hijo, majestad —respondió Rhys—. Reanudaré la búsqueda, pero para dar con Mina necesito la ayuda del kender...
—¿Qué kender?
—Beleño. Este kender, majestad —dijo el monje al tiempo que alzaba la pieza de khas, que agitaba frenéticamente los diminutos brazos—. El acechador nocturno.
—¡Oh, de acuerdo! —Zeboim esparció arena sobre la pieza de khas, y Beleño se desplegó en todos sus ciento treinta centímetros junto a Rhys.
—¡Devuélveme a mi tamaño normal! —gritaba en ese momento el kender, que miró a su alrededor y parpadeó—. Oh, ya lo has hecho. ¡Vaya! ¡Gracias!
Beleño se tanteó todo el cuerpo y se llevó las manos a la cabeza a fin de asegurarse de que el copete seguía en su sitio. Se miró la camisa para comprobar que seguía llevando puesta una, como así era. También vestía calzas; y eran de su color preferido, púrpura, o al menos ése era el color que habían tenido en su momento. Ahora mostraban una peculiar tonalidad malva. Escurrió el agua que le empapaba la camisa, las calzas y el copete, y entonces se sintió mejor.
—No volveré a quejarme de ser bajo —le confió a Rhys en un cuchicheo.
—Si eso es todo lo que puedo hacer por vosotros dos, tengo otros asuntos urgentes que... —empezó Zeboim en tono cortante.
—Una cosa más, majestad —la interrumpió Rhys—. ¿Dónde estamos?
Zeboim echó una vaga ojeada en derredor.
—Estáis en una playa junto al mar. ¿Cómo quieres que sepa dónde? Para mí todas son iguales, no presto atención a esas cosas.
—Hemos de volver a Solace, majestad, a fin de buscar a Mina. Sé que tenéis prisa, pero si pudieseis trasladarnos allí...
—¿Y no os gustaría que os llenara los bolsillos de esmeraldas? —inquirió la diosa con una mueca sarcástica—. ¿Y qué tal daros un castillo con vistas a las costas del mar de Sirrion?
—¡Sí! —gritó Beleño con entusiasmo.
—No, majestad —dijo Rhys—. Trasladadnos simplemente a...
Dejó de hablar porque ya no había una diosa que lo oyera. Sólo estaban Beleño y varias personas que parecían sobresaltadas, así como un inmenso vallenwood que sostenía un edificio de tejado de dos aguas sobre sus ramas robustas.
Un gozoso ladrido resonó en el aire. Una perra negra y blanca salió corriendo del rellano donde había estado dormitando al sol. El animal bajó la escalera precipitadamente, esquivando las piernas de la gente, a punto de tirar a varias personas patas arriba.
Corriendo a través del prado, Atta se abalanzó sobre Rhys y saltó a sus brazos.
El monje aferró el peludo cuerpo que se retorcía de contento y estrechó a la perra contra él con la cabeza hundida en el pelaje, húmedos los ojos de un líquido más dulce que el agua del mar.
Los cristales de colores de las ventanas captaron los últimos rayos del sol vespertino. La gente subía y bajaba la larga escalera que conducía desde el suelo hasta la posada de El Ultimo Hogar, asentada en la copa del árbol.