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—Solace —exclamó Beleño con satisfacción.

3

Vaya, así me convierta en un ogro amante de elfas de ojos azules! —Gerard palmeó a Rhys en la espalda y después le estrechó la mano, aunque seguidamente volvió a darle palmadas en la espalda al tiempo que le sonreía—. Jamás pensé que volvería a verte a este lado del Abismo. —El alguacil hizo una pausa antes de agregar medio en broma, medio en serio-: Supongo que querrás que te devuelva a tu perra pastora de kenders.

Atta se acercó presurosa a Beleño para retorcerse junto a él y darle un rápido lametón, tras lo cual regresó corriendo con Rhys. Se sentó a sus pies, alzada la cabeza para mirarlo, abierta la boca y con la lengua colgando.

—Sí, quiero recuperar a mi perra —contestó el monje mientras se agachaba para rascarle las orejas.

—Me lo temía. Solace tiene ahora a los kenders más formales de todo Ansalon. Sin ánimo de ofender, amigo —añadió en favor de Beleño.

—No me he ofendido —repuso el kender alegremente. Olisqueó el aire—. ¿Qué especialidad hay en el menú de esta noche en la posada?

—Vale, ya está bien, vecinos, seguid con lo que estuvieseis haciendo —ordenó Gerard mientras agitaba las manos a la muchedumbre que se había agrupado cerca de ellos—. El espectáculo ha terminado. —Miró de reojo a Rhys y añadió en voz baja—. ¿Hago bien en suponer que se ha terminado, hermano? Imagino que no vas a experimentar una combustión espontánea ni nada por el estilo, ¿verdad?

—Espero que no —contestó Rhys con cierto recelo. Sabía bien que estando involucrada Zeboim sería mejor no prometer nada.

Unos cuantos vecinos remoloneaban por allí con la esperanza de disfrutar de más emociones; pero, conforme pasaba el tiempo y no ocurría nada más interesante que ver gotear la ropa mojada del monje y a un kender empapado, hasta los más ociosos siguieron su camino. Gerard se volvió hacia Rhys.

—¿Qué has estado haciendo, hermano? ¿Lavarte la ropa sin quitártela? Y el kender también. —Alargó la mano y sacó un trocito de planta viscosa, de color rojo pardusco, enredado en el pelo del kender—. ¡Algas! Y el océano más próximo se encuentra a ciento cincuenta kilómetros de aquí. —Gerard los observó atentamente.

«Claro que ¿por qué me sorprendo? La última vez que os vi a los dos estabais metidos en una celda con una chiflada. Cuando quise darme cuenta, ambos habíais desaparecido y yo me encontraba solo con una lunática que me sacó de la celda lanzándome por el aire con un capirotazo y después me dejó fuera de mi propia cárcel sin dejarme entrar. ¡Tras lo cual también ella se esfumó!

—Creo que te debemos una explicación —dijo Rhys. —¡Me parece que sí! —gruñó el alguacil—. Vamos a la posada. Os podréis secar en la cocina y Laura os preparará algo de comer... —¿Qué es hoy? —lo interrumpió Beleño.

—¿Hoy? Día cuarto. ¿Por qué? —repuso Gerard con impaciencia.

—Día cuarto... ¡Oh, el menú especial son chuletas de cordero, con patatas hervidas y gelatina de menta! —exclamó Beleño, entusiasmado.

—Me parece que no es una buena idea ir a la posada —adujo Rhys—. Hemos de hablar en privado.

—¡Oh, pero, Rhys, son chuletas de cordero! —se lamentó Beleño.

—Iremos a mi casa —propuso Gerard—. No está lejos. No tengo chuletas de cordero —añadió al advertir la expresión sombría del kender—. Pero no ha)' nadie que haga el pollo guisado mejor que yo, en mi opinión.

La gente miraba al monje y al kender cuando pasaban a su lado por las calles de Solace; saltaba a la vista que se preguntaba cómo se las habían apañado esos dos para mojarse así en un día de sol radiante, sin una nube en el cielo. No habían llegado muy lejos, sin embargo, antes de que Beleño se frenara de golpe.

—¿Por qué nos dirigimos hacia la cárcel? —preguntó, desconfiado.

—No te preocupes, mi casa está cerca de la prisión —lo tranquilizó el alguacil—. Vivo cerca por si surgen problemas. La casa entra en mi salario.

—Ah, vale, entonces de acuerdo —respondió Beleño, aliviado.

—Comeremos y beberemos algo y tú podrás recuperar el bastón, hermano —añadió Gerard, como si acabara de recordarlo—. Te lo he guardado para dártelo cuando volvieras.

—¡Mi bastón! —Ahora le llegó el turno a Rhys de pararse de golpe, y miró a su amigo, estupefacto.

—Supongo que es tuyo. Lo encontré en la celda de la prisión después de que os fuisteis. Ibas con tanta prisa que se te olvidó —añadió con guasa. —¿Estás seguro de que el bastón es mío?

—Aunque yo no lo estuviera, Atta sí —contestó Gerard—. Duerme al lado todas las noches.

Beleño miró de hito en hito al monje. —Rhys... —empezó el kender.

El monje sacudió la cabeza con la esperanza de evitar la pregunta que sabía vendría a continuación.

—Pero, Rhys, tu bastón... —insistió el kender, perseverante.

—Ha estado en buenas manos todo este tiempo, a salvo —lo interrumpió el monje—. No tendría que haberme preocupado por lo que podía haberle pasado.

Beleño cedió, pero siguió echando miradas desconcertadas a Rhys mientras caminaban. El monje no había olvidado su bastón en la celda. Había llevado consigo el emmide —una especie de vara de combate— en el imprevisto viaje al castillo del Caballero de la Muerte. Lo más probable era que el cayado les hubiese salvado la vida al sufrir la milagrosa transformación de deslucido bastón de madera a una gigantesca mantis religiosa que había atacado al Caballero de la Muerte. Rhys había dado por perdido el cayado en el Alcázar de las Tormentas y sintió una dolorosa punzada de pena por dejárselo allí a pesar de que había sido una huida a la desesperada. El emmide era sagrado para Majere, el dios a quien Rhys había dado la espalda.

Al parecer, el dios se negaba a darle la espalda a Rhys.

Con humildad, agradecimiento y desconcierto, Rhys consideró la intervención de Majere en su vida. Había pensado que el sagrado bastón era un regalo de despedida de su dios, una señal de que Majere había comprendido y perdonado a su reincidente seguidor. Cuando el emmide se había transformado en una mantis religiosa para atacar a Krell, Rhys había tomado aquello como una gracia final del dios. Sin embargo, el emmide había reaparecido, le había sido entregado a Gerard —un antiguo Caballero de Solamnia— para que lo guardara a buen recaudo; tal vez fuera una señal de que ese hombre era digno de confianza, así como una señal de que Majere aún estaba interesado en el monje.

«El camino hacia mí pasa a través de ti. Conócete a ti mismo y me conocerás», enseñaba Majere.

Rhys había creído que se conocía a sí mismo; entonces había llegado aquel día terrible en el que su desdichado hermano había asesinado a sus padres y a los hermanos de la orden de Rhys. Ahora se daba cuenta de que sólo había conocido el lado suyo que caminaba bajo el sol a lo largo de la orilla del río. No conocía ese otro lado que se arrastraba por el oscuro abismo de su alma. No lo había descubierto hasta que prorrumpió en gritos de tabia y experimentó deseos de venganza.

Ese lado oscuro lo había impulsado a rechazar a Majere por ser un dios de «no intervención» y aunar fuerzas con Zeboim. Había partido del monasterio para salir al mundo a buscar a su execrable hermano, Lleu, y llevarlo ante los tribunales. Había encontrado a su hermano, pero las cosas no habían sido así de sencillas.

Tal vez Majere y sus enseñanzas tampoco eran tan fáciles. Tal vez el dios era mucho más complejo de lo que Rhys había creído. Desde luego, la vida resultaba bastante más complicada de lo que jamás habría imaginado.

Un brusco tirón en la manga lo sacó de sus cavilaciones. Miró a Beleño.

—Sí, ¿qué pasa?

—No fui yo —dijo el kender, que añadió a la par que señalaba-: Fue él.