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La perra alzó la cabeza y miró a Rhys mientras movía la cola. El monje acarició el suave pelaje del animal.

—Tendrías que haber visto a Atta. Al instante se dio cuenta de que mi hermano era una amenaza. Llegó incluso a morderlo, algo que jamás hace.

—Cierto. —Gerard miró a la perra y se frotó la barbilla—. Ni siquiera cuando se la provoca. —Calló, pensativo, sin quitar la vista del animal—. Me pregunto...

—¿Te preguntas qué, alguacil?

—No importa, hermano, dejemos eso ahora —dijo Gerard al tiempo que sacudía la mano—. Continúa.

—Esa noche —prosiguió Rhys—, mi hermano envenenó a los hermanos de la orden y a nuestros padres. Asesinó a veinte personas en nombre de Chemosh.

Gerard se levantó bruscamente de la silla y miró al monje, estupefacto.

—Intentó matarme a mí también, pero Atta me salvó la vida. —Rhys posó la mano en la cabeza de la perra con un gesto de agradecimiento—. Esa noche perdí la fe en mi dios. Estaba furioso con Majere por permitir que les sobreviniera algo tan malo a quienes eran sus leales y devotos servidores. Busqué un nuevo dios, uno que me ayudara a encontrar a mi hermano y a vengar las muertes de quienes amaba. Grité al cielo y una deidad me respondió.

—Que te responda un dios no es nada bueno, nunca —comentó Gerard, grave el gesto.

—Era la diosa Zeboim —explicó Rhys.

—Pero no aceptaste su patrocinio... —empezó Gerard—. ¡Por el cielo, lo aceptaste! ¡Esa es la razón de que ya no seas monje! Y esa mujer... Esa demente que estaba en mi cárcel... Y los peces muertos... Zeboim —acabó, sobrecogido.

—Estaba alterada —dijo Rhys como disculpándola—. Chemosh tenía esclavizada el alma de su hijo.

—Me convirtió en una pieza de khas —intervino Beleño—. ¡Sin pedirme permiso! —Indignado, el kender tomó otro trozo de pollo—. Entonces nos trasladó en un visto y no visto al Alcázar de las Tormentas para que nos enfrentásemos a un Caballero de la Muerte. ¡Un Caballero de la Muerte! ¡Alguien que va por ahí mutilando a la gente! ¿No es eso una locura? Y encima está el hijo, Ariakan. ¡No me hagas hablar mal de él!

—Lord Ariakan —repitió lentamente el alguacil—. El comandante de los caballeros negros durante la Guerra de Caos.

—Ese mismo.

—¿El que lleva muerto unos cincuenta años?

—Tal como pone en la lápida: «Muerto, pero no olvidado» —citó Beleño—. Ése era su problema. Lord Ariakan no pudo olvidar. ¿Y crees que se sintió agradecido porque Rhys y yo intentáramos salvarlo? Ni pizca. Lord Ariakan se negó en redondo a venir conmigo. Tuve que correr por el tablero y tirarlo al suelo. Esa parte tuvo su punto de emoción. —Beleño sonrió al recordarlo, pero de repente su gesto se tornó compungido.

«O lo habría tenido si Rhys no hubiera estado sangrando con los huesos rotos asomándole por la piel en los dedos que le había roto el caballero.

Gerard bajó la vista hacia las manos del monje. Los dedos parecían estar en perfecto estado.

—Entiendo. Dedos rotos —dijo.

—Lo que nos pasó a nosotros no tiene importancia, alguacil —afirmó Rhys—. Lo que importa es que hemos de encontrar la forma de parar a esos Predilectos de Chemosh, como se autodenominan. Son monstruos que van por ahí matando para vivir aunque, de hecho, están muertos...

—Eso puedo confirmarlo —dijo Beleño.

—Y, lo que es más, no se los puede destruir. Lo sé —añadió Rhys—. Lo intenté. Maté a mi hermano. Le rompí el cuello con el emmide. Se recuperó como te recuperarías tú tras chocar contra una puerta.

—Y yo intenté echarle uno de mis conjuros. Soy un místico, ¿sabes? —añadió Beleño, orgulloso. Después suspiró—. No creo que Lleu lo notara siquiera. Utilicé uno de mis conjuros más poderosos con él.

—Tienes que ser consciente de la gravedad de la situación, alguacil —prosiguió Rhys, muy seriamente—. Los Predilectos engatusan jóvenes y los conducen a su perdición sin que nadie pueda evitarlo... Al menos de la forma en la que lo hemos intentado. Lo que es más, tampoco podemos advertir a la gente sobre ellos porque nadie nos creería. Los Predilectos tienen la apariencia de una persona normal y actúan en todos los sentidos como cualquiera lo haría. Yo podría ser uno de ellos, alguacil, y no te darías cuenta.

—No lo es, por cierto —afirmó Beleño—. Yo sé distinguirlos.

—¿Cómo lo haces? —preguntó Gerard.

—Los de mi clase vemos de inmediato que están muertos —contestó Beleño—. No tienen el halo cálido que irradia del cuerpo, como lo tenéis tú y Rhys y Atta y cualquiera que esté vivo.

—Los de tu clase, dices. ¿Te refieres a los kenders?

—No cualquier kender adulto. Los kenders acechadores nocturnos. Pero mi padre dice que hay muchos como nosotros.

—¿Y qué me dices de ti, hermano? ¿Lo sabes con sólo mirar? —Era obvio que Gerard procuraba por todos los medios que su tono no sonara escéptico.

—A primera vista no. Pero, si me acerco lo suficiente, lo noto en sus ojos. Como dice Beleño, no hay luz en ellos, no hay vida. Los ojos de los Predilectos son los ojos muertos y vacíos de un cadáver. Hay otras formas de identificarlos; por ejemplo, los Predilectos de Chemosh poseen una fuerza increíble. No se les puede hacer daño ni se los puede matar. Y creo bastante probable que todos lleven una marca en el pecho izquierdo, sobre el corazón. La marca del beso letal que los ha matado.

Rhys calló, pensativo, e intentó recordar todo cuanto podía acerca de su hermano.

—Hay algo más que resultaba chocante en Lleu y que podría aplicarse a todos los Predilectos. Con el tiempo, mi hermano, o más bien esa cosa que fue mi hermano, parece que ha ido perdiendo la memoria. Lleu no me recuerda en absoluto ahora. No se acuerda de haber matado a sus padres ni de ninguno de los otros crímenes que ha cometido. Parece incapaz de retener nada en la memoria durante un período largo. Lo he visto engullir una comida entera y al cabo de un momento protestar porque tenía mucha hambre.

—Sin embargo recuerda que tiene que matar en nombre de Chemosh —adujo Gerard.

—Sí —admitió Rhys, sombrío—. Es lo único que recuerdan.

Atta reconoce a los Predilectos cuando los ve —abundó Beleño al tiempo que daba una palmadita a la perra, la cual aceptó el gesto afectuoso de buen grado aunque saltaba a la vista que esperaba recibir otro hueso—. Si Atta los identifica, quizá otros perros también lo hagan.

—Eso explicaría un pequeño misterio al que he estado dándole vueltas —comentó Gerard, que miraba a Atta con interés. Sacudió la cabeza—. Aunque de ser así, entonces sería una noticia luctuosa. Veréis, la he llevado conmigo cuando realizaba mi trabajo. Me ayuda con el problema kender y también me es útil en otras cosas. Es una buena compañera y la voy a echar de menos, hermano. No me importa decírtelo.

—Quizá, cuando regrese al monasterio, pueda entrenar a otro perro, alguacil... —Rhys hizo una pausa para reflexionar sobre lo que acababa de decir. «Cuando regrese.» En ningún momento había tenido intención de volver allí.

—¿Lo harías, hermano? —A Gerard se le notaba complacido—. ¡Sería estupendo! En cualquier caso y retomando lo que os estaba diciendo, Atta y yo comemos a diario en El Ultimo Hogar. Todos los de allí, la clientela habitual, conocen a Atta. Mis amigos se acercan y le hacen caricias, y ella se comporta siempre como una dama, muy amable y educada.