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Rhys acarició las sedosas orejas de la perra.

—Bien, pues un día, ayer de hecho, uno de los habituales, un granjero que viene a vender sus productos en el mercado, comió en la posada como tiene por costumbre. Se agachó para acariciar a Atta como hace siempre, sólo que esta vez ella le gruñó y le lanzó un mordisco. Él rió y se apartó comentando que debía de haberla pillado en un mal momento. Entonces hizo intención de sentarse a mi lado y Atta se levantó en un visto y no visto, e interpuso el cuerpo entre él y yo. Tenía el pelo erizado. Le gruñó de nuevo y esta vez le enseñó los dientes. ¡Yo no entendía qué le pasaba! —Gerard parecía sentirse embarazado.

»Me temo que le hablé con aspereza, hermano. Y me la llevé al establo, donde la dejé atada hasta que aprendiera a comportarse. Me parece que le debo una disculpa. —Arrancó una tira de pollo y se la dio a la perra—. Lo siento, Atta. Por lo visto sabías lo que hacías en todo momento.

—¿Qué pasó con el granjero?

Gerard negó con la cabeza.

—No he vuelto a verlo desde entonces. —Se recostó otra vez en la silla, fruncido el entrecejo.

—¿Qué piensas, alguacil? —preguntó Rhys.

—Que si estos dos son capaces de identificar a esos Predilectos sólo con verlos podríamos tender una trampa. Pillar a uno con las manos en la masa. —Eso ya lo hice yo —lo atajó el monje, sombrío—. Me quedé allí mirando, impotente, mientras mi hermano mataba a una joven inocente. No tomaré parte en el mismo error de nuevo.

—Eso no ocurrirá esta vez, hermano —arguyó Gerard—. Tengo un plan. Llevaremos guardias, mis mejores hombres. Le pediremos al Predilecto que se rinda y, si no funciona, tomaremos medidas más drásticas. Nadie saldrá herido. Yo me ocuparé de que sea así.

Rhys seguía sin convencerse.

—Una pregunta más —dijo Gerard—. ¿Qué tiene que ver Zeboim con todo esto?

—Por lo visto hay una guerra entre los dioses...

—Justo lo que nos hacía falta —estalló Gerard, enfadado—. Los mortales conseguimos por fin establecer la paz en Ansalon, relativamente hablando, y ahora los dioses empiezan a pelearse de nuevo. Apostaría a que es una pugna por el poder ahora que la Reina de la Oscuridad ha desaparecido. Y a nosotros, los pobres mortales, nos pilla en medio. ¿Por qué no nos dejan en paz los dioses, hermano? ¡Solventemos cada cual nuestros propios problemas!

—Lo hemos hecho de maravilla hasta ahora —dijo secamente Rhys.

—Todos los problemas que han azotado este mundo siempre los han causado los dioses —afirmó con vehemencia el alguacil.

—Los dioses no —lo contradijo suavemente Rhys—. Los mortales en nombre de los dioses.

Gerard soltó un resoplido.

—No digo que las cosas fueran mucho mejor cuando los dioses no estaban, pero al menos no teníamos muertos vivientes caminando por ahí y asesinando... —Vio que el monje parecía sentirse incómodo e interrumpió su perorata.

»Lo siento, hermano. No me hagas caso. Este asunto me exaspera. Continúa con tu historia. Necesito saber todo lo que sea posible si voy a combatir a esos seres.

Rhys vaciló antes de proseguir en voz queda.

—Cuando perdí la fe clamé para que un dios, cualquier dios, se pusiera de mi parte. Zeboim respondió a mi plegaria, una de las pocas veces que ha prestado oído a cualquiera de mis plegarias. La diosa me dijo que la persona que estaba detrás de todo esto era una mujer llamada Mina...

—¡Mina!

Gerard se puso de pie tan de prisa que volcó el cuenco de pollo y lo desparramó por el suelo, para alegría de Atta. Estaba bien entrenada para pedir, pero, según la Ley Inmortal de los Perros, si la comida caía al suelo, entonces se le echaba el guante.

Beleño soltó un grito consternado y se agachó para salvar algo, pero Atta demostró ser mucho más rápida que él. La perra se tragó lo que quedaba de pollo sin molestarse siquiera en masticarlo.

—¿Qué sabes de la tal Mina? —inquirió el monje, sobresaltado por la brusca reacción de Gerard.

—La conozco, hermano. La he visto —contestó Gerard, que se pasó los dedos por el pelo amarillo, con el resultado de que se le puso de punta—. Y te diré una cosa, Rhys Alarife. Es algo que no quiero volver a repetir. No parece de este mundo, ésa. Si está detrás de esto... —Enmudeció, caviloso.

—Sí —lo apremió Rhys—. Si está detrás de esto ¿qué?

—Entonces creo que más vale que me replantee mis planes —contestó Gerard, sombrío. Se dirigió hacia la puerta—. Tú y el kender no os mováis. Tengo trabajo que hacer. Os necesitaré en Solace unos cuantos días, hermano.

—Lo siento, alguacil —dijo Rhys al tiempo que sacudía la cabeza—, pero he de seguir buscando a mi hermano. Ya he perdido un tiempo precioso...

Gerard se paró en la puerta abierta y se volvió.

—Y cuando lo encuentres, hermano, ¿qué harás entonces? ¿Te limitarás a ir tras él y ser testigo de sus asesinatos? ¿O quieres pararlo de una vez por rodas?

Rhys no respondió, sólo miró a Gerard en silencio.

—Me vendría bien tu ayuda, hermano. La tuya, la de Attay, sí, incluso la del kender-añadió a regañadientes—. ¿Os quedaréis los tres unos pocos días?

—¡Un alguacil que pide ayuda a un kender! —exclamó Beleño, sin salir de su asombro—. Apuesto a que eso no ha ocurrido jamás en toda la historia del mundo. Quedémonos, Rhys.

Los ojos del monje se sintieron atraídos hacia el emmide, apoyado en el rincón.

—De acuerdo, alguacil, nos quedaremos.

Libro II

La Sala del Sacrilegio

1

Krell! —La voz levantó ecos en los cavernosos corredores del Alcázar de las Tormentas; siguió retumbando incluso después de que los ecos se hubieron apagado y rebotó dentro del yelmo vacío del Caballero de la Muerte—. Muéstrate.

Krell reconoció la voz y se metió más hondo en el agujero. También allí, a gran profundidad bajo tierra, el agua de las constantes tormentas que azotaban la isla se abría camino a través de grietas y hendiduras. La lluvia corría en arroyuelos pared de piedra abajo. El agua se colaba en las botas vacías y a través de las espinilleras.

—Krell —llamó severamente la voz—. Sé que estás ahí abajo. No me hagas ir a buscarte.

—Sí, mi señor —farfulló Krell—. Ya salgo.

Chapoteando en el agua, el Caballero de la Muerte avanzó por el corto corredor que conducía a un acceso cerrado por una reja de hierro con goznes para que los esclavos pudieran abrirla cuando se les ordenaba bajar a limpiar.

Krell subió pesadamente la peligrosa escalera tallada en la cara del acantilado. Escudriñando por las hendiduras del yelmo abiertas a la altura de los ojos, el Caballero de la Muerte atisbo la capa negra y el cuello de encaje blanco del Señor de la Muerte. No vio nada más; le faltó valor para mirar al dios a la cara.

Se arrodilló con presteza.

—Mi señor Chemosh —entonó el acobardado caballero—, sé que os he defraudado; confieso que he perdido la pieza de khas, pero no fue culpa mía. Había un kender y un bastón que se convirtió en un insecto gigante. Además ¿cómo iba yo a saber que ese monje era un suicida?

El Señor de la Muerte permaneció callado.

Metafóricamente hablando, Krell empezó a sudar.

—Mi señor Chemosh, os compensaré. Estaré en deuda con vos para siempre, haré todo lo que me ordenéis —suplicó—. ¡Cualquier cosa! ¡No desatéis vuestra ira conmigo!

—Tienes suerte de que te necesite, miserable gusano. —Chemosh suspiró—. ¡Ponte de pie! Estás chorreando agua en mis botas.

Krell se incorporó trabajosamente.

—¿Me salvaréis también de ella? —Movió el pulgar hacia lo alto para referirse a la vengativa diosa. La furia de Zeboim iluminaba el cielo con relámpagos y su puño se descargaba en el suelo con la contundencia del trueno.