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30. EL ENFERMERO

Un muchacho obsesivo. Quiero decir que si lo conocías no podías dejar de pensar en él. El sargento se acercó al bulto caído en el parque. Advirtió gente mirando por las ventanas. Las pisadas del enfermero vinieron detrás de él. Encendió un cigarrillo. El enfermero parpadeó y preguntó si se lo podían llevar de una puta vez. Apagó la cerilla con un bostezo. «No tengo idea de en qué ciudad estoy»… «La pantalla aparece permanentemente ocupada por la imagen del muchacho imbécil»… «Hace muecas en las afueras del infierno»… «Constantemente me toca el hombro con sus dedos flacos para preguntarme si puede entrar»… El enfermero escupió. Sintió deseos de tirarse un pedo. En lugar de eso se acuclilló al lado del cadáver. Gente desvestida acodada en las ventanas oscuras. Sin sentir desde hacía mucho tiempo una sensación real de peligro. El escritor, creo que era inglés, le confesó al jorobadito cuánto le costaba escribir. Sólo me salen frases sueltas, le dijo, tal vez porque la realidad me parece un enjambre de frases sueltas. Algo así debe de ser el desamparo, dijo el jorobadito. «Vale, llévenselo»…

31. UN PAÑUELO BLANCO

Camino por el parque, es otoño, parece que hay un tipo muerto. Hasta ayer pensaba que mi vida podía ser diferente, estaba enamorado, etc. Me detengo en el surtidor, es oscuro, de superficie brillante, sin embargo al pasar la palma de la mano compruebo su extrema aspereza. Desde aquí veo a un poli viejo acercarse hacia el cadáver con pasos vacilantes. Sopla una brisa fría que eriza los pelos. El poli se arrodilla al lado del cadáver: con la mano izquierda se tapa los ojos con expresión de abatimiento. Surge una bandada de estorninos. Vuelan en círculo sobre la cabeza del policía y luego desaparecen. Este registra los bolsillos del cadáver y amontona lo que encuentra sobre un pañuelo blanco que ha extendido sobre la hierba. Hierba de color verde oscuro que da la impresión de querer chupar el cuadrado blanco. Tal vez sean los papeles viejos y oscuros que el poli deja sobre el pañuelo los que me inducen a pensar así. Creo que me sentaré un rato. Los bancos del parque son blancos con patas de hierro negras. Por la calle aparece un coche patrulla. Se detiene. Bajan dos agentes. Uno de ellos avanza hacia donde está inclinado el poli viejo, el otro se queda junto al automóvil y enciende un cigarrillo. Poco después aparece silenciosamente una ambulancia que estaciona detrás del coche patrulla. «No he visto nada»… «Un tipo muerto en el parque»… «Un poli viejo»…

32. LA CALLE TALLERS

Solía caminar por el casco antiguo de Barcelona. Usaba una gabardina larga y vieja, olía a tabaco negro y casi siempre llegaba con algunos minutos de anticipación a los escenarios más insólitos. Quiero decir que la pantalla se abría a la palabra insólito para que él apareciera. «Me gustaría hablar con usted con más calma», decía. La avenida paralela al Paseo Marítimo de Castelldefels. Un obrero camina por la acera, las manos en los bolsillos, masticando un cigarrillo con movimientos regulares. Chalets vacíos, cerradas las contraventanas de madera. «Sáquese la ropa lentamente, no voy a mirar.» La pantalla se abre como molusco. Recuerdo haber leído hace tiempo las declaraciones de un escritor inglés que decía cuánto trabajo le costaba mantener un tiempo verbal coherente. Utilizaba el verbo sufrir para dar una idea de sus esfuerzos. Debajo de la gabardina no hay nada, tal vez un ligero aire de jorobadito inmovilizado en la contemplación de la judía, pisos arruinados de la calle Tallers (el flaco Alan Monardes avanza a tropezones por el pasillo oscuro), héroes de inviernos que van quedando atrás. «Pero usted escribe, Montserrat, y resistirá estos días.» Se sacó la gabardina, la sujetó de los hombros y luego la abofeteó. El vestido de ella cayó en cámara lenta sobre su abrigo de piel. En frío se puso a cuatro patas y le ofreció la grupa. Lo vi todo desde la otra habitación a través del orificio que alguien había taladrado para tal fin. Restregó su pene fláccido sobre sus nalgas. Descuidadamente miró a un lado: la lluvia resbalaba por la ventana. La pantalla ofrece la palabra «nervio». Luego «arboleda». Luego «solitaria». Luego la puerta se cierra.

33. LA PELIRROJA

Tenía dieciocho años y estaba metida en el negocio de las drogas. En aquel tiempo solía verla a menudo y si ahora tuviera que hacer un retrato robot de ella creo que no podría. Seguramente tenía nariz aguileña y durante algunos meses fue pelirroja; seguramente alguna vez la oí reírse detrás de los ventanales de un restaurante mientras yo aguardaba un taxi o simplemente caminaba bajo la lluvia. Tenía dieciocho años y una vez cada quince días se metía en la cama con un tira de la Brigada de Estupefacientes. En los sueños ella aparece vestida con vaqueros y suéter negro y las pocas veces que se vuelve a mirarme se ríe tontamente. El tira la ponía a cuatro patas y se agachaba junto al enchufe. El vibrador ya no tenía pilas y él se las ingenió para hacerlo funcionar con electricidad. El sol se filtra por el verde de las cortinas, ella duerme con las medias hasta los tobillos, bocabajo, el pelo le cubre el rostro. En la siguiente escena la veo en el baño, asomada al espejo, luego exclama buenos días y sonríe. Era una muchacha dulce y que no evitaba ciertos compromisos: quiero decir que en ocasiones podía levantarte el ánimo o prestarte algo de dinero. El tira tenía una verga enorme, por lo menos ocho centímetros más larga que el consolador, y se la metía raras veces. Supongo que de esa manera era más feliz. Miraba con ojos acuosos su polla erecta. Ella lo contemplaba desde la cama… Fumaba cigarrillos rubios y posiblemente alguna vez pensó que los muebles del dormitorio y hasta su amante eran cosas huecas a las que debía dotar de sentido… Escena teñida de morado: aún sin bajarse las medias hasta los tobillos, relata lo que le ha pasado durante el día… «Todo está asquerosamente inmóvil, fijo en algún punto del aire.» Lámpara de cuarto de hotel. Cenefa verde oscura. Alfombra desgastada. Muchacha a cuatro patas que gime mientras el vibrador entra en su coño. Tenía las piernas largas y dieciocho años, en aquel tiempo estaba en el negocio de la droga y no le iba mal, incluso abrió una cuenta corriente y se compró una moto. Tal vez parezca extraño pero yo nunca deseé acostarme con ella. Alguien aplaude desde un rincón oscuro. El policía se acurrucaba a su lado y la tomaba de las manos. Luego guiaba éstas hasta su entrepierna y ella podía estar una hora o dos haciéndole una paja. Durante ese invierno llevó un abrigo de lana, rojo y largo hasta las rodillas. Mi voz se pierde, se fragmenta. Creo que sólo se trataba de una muchacha triste, extraviada ahora entre la multitud. Se asomó al espejo y dijo «¿hoy has hecho cosas hermosas?». El tira de Estupefacientes se aleja por una avenida sombreada de alerces. Sus ojos eran fríos, a veces aparece en mis pesadillas sentada en la sala de espera de una estación de autobuses. La soledad es una vertiente del egoísmo natural del ser humano. La persona amada un buen día te dirá que no te ama y no entenderás nada. Eso me pasó a mí. Hubiera querido que me explicara qué debía hacer para soportar su ausencia. No dijo nada. Sólo sobreviven los inventores. En mi sueño un vagabundo viejo y flaco aborda al policía para pedirle fuego. Al meter la mano en el bolsillo para sacar el encendedor el vagabundo le ensartó una navaja. El poli cayó sin emitir ruido. (Estoy sentado en mi habitación del Distrito V, inmóvil, sólo muevo el brazo para llevarme el cigarrillo a la boca.) Ahora le toca a ella perderse. Se suceden rostros de adolescentes en el espejo retrovisor de un automóvil. Un tic nervioso. Fisura, mitad saliva, mitad café, en el labio inferior. La pelirroja se aleja arrastrando su moto por una avenida arbolada… «Asquerosamente inmóvil»… «Le dice a la niebla: todo está bien, me quedo contigo»…