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39. GRANDES OLAS PLATEADAS

El extranjero estuvo en este camping. Esa tienda que ves allí fue su tienda. Entra. Bajo aquel árbol se quedaba mucho rato pensando, pero en realidad parecía muerto. Desde donde estamos se veía la transpiración que le cubría el rostro. En su barbilla se formaban gruesas gotas que luego caían en la hierba. Aquí, toca, entre estos matorrales él durmió durante horas, como si estuviera muerto. El tipo entró en el bar y bebió una cerveza. Pagó con dinero francés y metió el cambio en el bolsillo sin contarlo. Hablaba perfectamente español. Tenía una cámara fotográfica que ahora está en los almacenes de la policía. Nadie lo vio jamás tomar una foto. Paseaba por la playa al atardecer. En esa escena la playa adquiría tonalidades pálidas, amarillo pálido, con desvanecientes manchas doradas. El tipo se dejó caer sobre la arena, como si estuviera muerto. La única banda sonora era la tos seca y obsesiva de alguien a quien nunca pudimos ver. Grandes olas plateadas, el tipo de pie en la playa, sin zapatos y la tos. ¿Hace mucho usted también fue feliz dentro de una tienda? En alguna parte de su memoria hay una escena donde él está encima de una muchacha delgada y morena. Es la noche de un camping desierto, en el interior de Portugal. La muchacha está bocabajo y él se lo mete y saca mientras le muerde el cuello. Después la voltea. Ajusta las piernas de ella sobre sus hombros y ambos se vienen. Al cabo de una hora volvió a montarla. (O como dijo un chulo de Conde del Asalto: «pim pam pim pam hasta el infinito».) No sé si estoy hablando de la misma persona. Su cámara está ahora en los almacenes de la policía y tal vez a nadie se le ha ocurrido revelar los carretes. Pasillos interminables, de pesadilla, por donde avanza un técnico gordo de la Brigada de Homicidios. Han apagado la luz roja, ahora puedes entrar. El rostro del policía se distiende en una sonrisa. Por el fondo del pasillo avanza la silueta de otro policía. Éste recorre el tramo que lo separa de su compañero y luego ambos desaparecen. Al quedar vacío, el color gris del pasillo tiembla o tal vez se hincha. Luego aparece la silueta de un policía en el otro extremo. Avanza hasta quedar en primer plano, se detiene, por el fondo aparece otro poli. La sombra avanza hasta la sombra del poli en primer plano. Ambos desaparecen. La sonrisa de un técnico de la Brigada de Homicidios vigila estas escenas. Mejillas gordas empapadas de sudor. En las fotografías no hay nada. (Intento de aplauso frustrado.) Nada que podamos ver. «Llamen a alguien, hagan algo»… «Una maldita tos recorriendo la playa»… «La tienda llena de telarañas»… «Todo se destroza»… «Rostros, escenas libres, kaputt»…

40. LOS MOTOCICLISTAS

Imagina la situación: la desconocida se oculta en el descansillo de la escalera. Es un edificio viejo, mal iluminado y con ascensor de rejilla. Detrás de la puerta un tipo de unos cuarenta años murmura, con acento de confesión, que también a él lo persigue Colan Yar. El tinglado marrón y negro desaparece casi instantáneamente dando paso a un panorama en profundidad, con tiendas de techos multicolores. Después: árboles verde oscuro. Después: cielo rojo y nublado. ¿Un muchacho dormía en aquel momento dentro de la tienda de campaña? ¿Soñando Colan Yar, coches policiales detenidos frente a un edificio humeante, malhechores de veinte años? «Toda la mierda del mundo», o bien: «Un camping debe de ser lo más parecido al Purgatorio», etc. Con manos temblorosas y secas apartó los visillos. Abajo los motociclistas encendieron los motores y se piraron. Murmuró «muy lejos» y apretó los dientes. Rubias gordas, jóvenes andaluzas seguras de gustar y entre ellas la muchacha desconocida, su boca de guillotina, paseando por el pasado y el futuro como un rostro cinematográfico. Imaginé mi cuerpo abandonado en el campo, a pocos metros de las primeras casas del pueblo. Un campista me descubrió, paseaba y fue él quien avisó a la policía. Ahora, bajo el cielo nublado, me rodean hombres de uniformes azules y blancos. Guardias civiles, fotógrafos de periódicos sensacionalistas o tal vez sólo turistas aficionados a fotografiar cadáveres. Curiosos y niños. No es el Paraíso, pero se le parece. La muchacha baja las escaleras lentamente. Abrí la puerta del consultorio y corrí escaleras abajo. En las paredes vi ballenas furiosas, un alfabeto incomprensible. El ruido de la calle me despertó. En la acera de enfrente un tipo se puso a gritar y luego a llorar hasta que llegó la policía. «Un cadáver en las afueras del pueblo»… «Se pierden los motociclistas por la carretera»… «Nadie volverá a cerrar esta ventana»…

41. EL VAGABUNDO

Recuerdo una noche en la estación ferroviaria de Mérida. Mi amiga dormía dentro del saco y yo velaba con un cuchillo en el bolsillo de la chaqueta, sin ganas de leer. Bueno… Aparecieron frases, quiero decir, en ningún momento cerré los ojos ni me puse a pensar, sino que las frases literalmente aparecieron, como anuncios luminosos en medio de la sala de espera vacía. En el otro lado, en el suelo, dormía un vagabundo, y junto a mí dormía mi amiga y yo era el único despierto en toda la silenciosa y asquerosa estación de Mérida. Mi amiga respiraba tranquila bajo el saco de dormir rojo y eso me tranquilizaba. El vagabundo a veces roncaba, a veces hablaba en sueños, hacía días que no se afeitaba y usaba su chaqueta de almohada. Con la mano izquierda se cubría el pecho. Las frases aparecieron como noticias en un marcador electrónico. Letras blancas, no muy brillantes, en medio de la sala de espera. Los zapatos del vagabundo estaban puestos a la altura de su cabeza. Uno de los calcetines tenía la punta completamente agujereada. A veces mi amiga se movía. La puerta que daba a la calle era amarilla y la pintura presentaba en algunos lugares un aspecto desolador. Quiero decir muy tenue y al mismo tiempo completamente desolador. Pensé que el vagabundo podía ser un tipo violento. Frases. Cogí el cuchillo sin llegar a sacarlo del bolsillo y esperé la siguiente frase. A lo lejos escuché el silbato de un tren y el sonido del reloj de la estación. Estoy salvado, pensé, íbamos camino a Portugal y eso sucedió hace tiempo. Mi amiga respiró. El vagabundo me ofreció un poco de coñac de una botella que sacó de su hatillo. Hablamos unos minutos y luego nos callamos hasta que llegó el amanecer.

42. AGUA CLARA DEL CAMINO

Lo que vendrá. El viento entre los árboles. Todo es proyección de un muchacho desamparado. Camina solo por una carretera comarcal. La boca se mueve. Vi a un grupo de gente que abría la boca sin poder hablar. La lluvia se cuela entre las agujas de los pinos. Alguien corre por el bosque. No puedes ver su rostro. Sólo la espalda. Pura violencia. (En esta escena aparece el autor con las manos en las caderas observando algo que queda fuera de la pantalla.) El viento y la lluvia entre los árboles, como una cortina de locos. Similar a un fantasma en una playa desierta: el viento mueve, levanta el pijama, lo aleja por la arena hasta hacerlo desaparecer en medio de un ataque de asma o de un largo bostezo. «Como un cohete abierto en canal»… «El modo poético de decir que ya no amas los callejones iluminados por coches patrulla»… «La melódica voz del sargento hablando con acento gallego»… «Chicos de tu edad que se conformarían con tan poco»… «Es una pena»… «Existe una especie de danza que se transforma en labios»… «Los labios modulan frases silenciosas»… Pozos de agua clara en el camino. Viste a un tipo tirado entre los árboles y seguiste corriendo. Las primeras moras silvestres de la temporada. Como los ojitos de la emoción que salía a tu encuentro.