Cogimos los aperos, una barca y nos fuimos al agua. Pasado el puente, tras el recodo, había una zona donde unos árboles muertos, blanquecinos y rotos, surgían del agua negra. A los róbalos les encantaba ese sitio y en cuanto detuve el motor, até el señuelo y lancé el sedal.
Ben se levantó y fijó su propio anzuelo. Lo alzó y lanzó el señuelo con fuerza hacia el agua, entre los árboles muertos.
– Ten cuidado con eso -dije, con un escalofrío.
Un rey pescador chilló y el croar de una rana cercana intensificó el silencio. Zumbó una langosta y una ligera brisa agitó el agua. Ben tiró del señuelo sin parar hasta que éste chocó contra la barca.
– Tienes que sacudirlo unas cuantas veces -le dije, y le hice una demostración con unos cuantos movimientos de muñeca- Luego lo dejas quieto. Como si estuviera herido. Si lo haces así lo morderán.
– Tampoco veo que pesques nada -dijo él, enarcando las rubias cejas y volviendo a lanzar el sedal.
En esta ocasión, el movimiento del brazo provocó un zumbido. Vi un resplandor brillante y sentí una descarga dolorosa entre el labio y el cerebro. El rostro de Ben palideció y sus labios dibujaron una O gigante, mientras se dirigía hacia mí. Sentí el frío metal del segundo anzuelo chocar contra el plástico del señuelo cuando ambos me rozaron la barbilla.
– Hostia, Thane, lo siento. Mierda.
Solté el remo y palpé el anzuelo que se había quedado prendido de mi labio inferior.
– Tenazas -dije-. En la caja de herramientas.
La sangre me goteaba por la barbilla. A Ben le temblaban las manos mientras revolvía la caja. La mayoría de las tenazas van provistas de una navaja en la base. Lo único que hay que hacer es cortar el hilo y sacar el anzuelo sin que se produzca un desastre.
– No hay -dijo él en voz alta-. Sólo esto.
En la mano tenía una navaja con su estuche de cuero. Negué con la cabeza y extendí la mano.
– Mierda -exclamó Ben.
Abrí la navaja, se la devolví a Ben y me cogí el labio con los dedos.
– Corta -le dije.
– No puedo.
– En menos de dos minutos este cabrón me va a doler mil veces más de lo que duele ahora. Corta el labio, deprisa.
Dije todo eso hablando por la garganta y sin usar los labios, pero Ben captó la idea. Acercó la hoja a mi boca. Le agarré de la muñeca para ayudarle a mantener el pulso. La frente le brillaba de sudor. Sentí el borde de la hoja en el labio. Cuando cortó, vi las estrellas y me quedé sin aliento. Le solté la muñeca. El anzuelo chocó contra el suelo de la barca y yo aullé de dolor con la mano en la cara.
– Joder. Lo siento tanto.
– ¡Mierda! -grité mientras me sentaba. El grito resonó en la colina lejana y regresó al agua-. ¡A la mierda contigo, Ben! ¡Y a la mierda con ellos!
Me sequé los ojos con la manga, la sangre goteaba en el suelo de la barca. Me acerqué hasta la caja de herramientas y saqué unas gasas del botiquín de emergencias. Las apreté contra el labio.
Feo, ¿eh?
Bueno, eso no fue nada.
Cuando volvimos a la cabaña, me fui directo hacia el bar y envolví un montón de hielo con una servilleta de papel para bajar la hinchazón del labio. Me tomé dos vasos de whisky y una de las camareras se me acercó para informarme de que Jessica ya había llegado. Las habitaciones tenían nombres como Ferrocarril, Caza e Iroqués. La decoración hacía juego con el nombre. Nosotros estábamos en la Habitación de Pesca. La bolsa Louis Vuitton de Jessica estaba sobre la cama, pero no había ni rastro de ella. Abajo, Steven, el chef, me dijo que la había visto pasar en albornoz, así que imaginaba que había ido al jacuzzi.
Bajé las escaleras de caracol que conducían al piso inferior. Una de las puertas monacales estaba abierta, y el vapor subía hacia el techo, formado por gruesos troncos de madera. Por encima del penetrante aroma a madera, cuero y piel de animal, del arce disecado, noté el olor inconfundible de los productos químicos. Tenía el labio hinchado. Al abrir la puerta, oí la risa de Jessica y las burbujas del jacuzzi, pero el vapor me impedía ver nada. Había un par de candelabros en la pared, que emitían una débil luminosidad amarillenta, y un par de luces brillaban por debajo del agua, pero aparte de eso el lugar recordaba mucho a una madriguera.
Cuando me acerqué al borde del enorme baño de piedra, la vi por fin, sentada en la esquina opuesta. Sí, llevaba el albornoz echado por encima del bañador y sólo tenía los pies en el agua. Pero en el otro lado del jacuzzi, con los brazos velludos apoyados en el borde, una jarra de cerveza en una mano y riéndose a carcajadas con ella, una risa tan franca que enseñaba hasta los empastes, estaba Scott.
Y le diré la verdad. Entonces, en ese momento, no vi nada oscuro en eso. Fue como si una masa de hormigón me diera en el estómago y todo se volviera rojo.
12
– ¿Qué os hace tanta gracia? -pregunté.
– Oh, Thaney -dijo ella mientras se levantaba y se sujetaba la parte frontal del albornoz-. Hola, cielo.
Scott cerró la boca, pero la sonrisa se mantuvo.
Jessica se acercó a mí y me tocó el cuello de la camisa.
– Nos estábamos riendo de cuando Scott te llevó al diamante negro de Vermont.
Me toqué el labio y la miré sin parpadear.
– Oh. ¿Qué ha pasado? -preguntó ella.
Le aparté la mano y retrocedí un paso. Scott se encogió de hombros y negó con la cabeza.
– Ben me ha clavado el anzuelo en el labio -mascullé-. Lo hubiera matado.
Scott volvió a reírse. Esta vez fue una carcajada breve, y su voz se alzó por encima de las burbujas del agua.
– Ese tío es un peligro. ¿Eso que llevas es hielo? Deberías ponerte hielo.
– Sí -dije-. Eso es lo que es.
– ¿Quieres cambiarte para cenar? -preguntó Jessica.
– A no ser que quieras bajar en toalla.
– Vamos, gruñón -dijo ella con una sonrisa alegre, tomándome del brazo y sacándome de aquella sala.
Dejamos atrás aquel aire denso.
Me solté de su mano y me dirigí hacia las escaleras traseras, pasando por delante de la sala de proyección.
– ¿Adónde vas? -preguntó ella, mientras me seguía y me hablaba con aquel sonsonete, como si no pasara nada.
– No puedes cruzar el salón principal vestida así -dije-. ¿Te crees que estás en un puto balneario?
– Para, cielo -repuso con voz infantil.
– Para, cielo -repetí en tono burlón-. ¿De qué coño vas? ¿Te metes en el jacuzzi con otro tío?
Subí deprisa las escaleras que daban a la cocina y la crucé, evitando las miradas de sorpresa del personal vestido de blanco que deambulaba en torno a los muebles de acero inoxidable. No había nadie en el vestíbulo superior y giré rápidamente hacia la Habitación de Pesca. Cerré de un portazo y corrí el viejo pasador de hierro en cuanto entró Jessica.
– Era Scott -dijo ella-. Y no estaba allí con él. Entró cuando estaba a punto de irme. Estábamos charlando. Tú haces lo mismo.
– Tú me obligas a hacerlo -dije.
– Lo haces tú solo -se defendió-. La gente se me da bien. Ya lo sabes. Soy sociable.
– Ya.
– Eh, ven aquí -dijo ella-. Olvidémoslo. Ven.
Dejó el albornoz sobre la cama y se bajó los tirantes del bañador; luego me besó y guió una de mis manos hacia su pecho. Me bajé los pantalones tan deprisa como pude y ella me hizo todo lo que más me gustaba. Su cabello se movía, azotándome con las puntas mojadas.
No volví a notar el dolor del labio hasta que me quedé tumbado, boca arriba, jadeando mientras se me secaba el sudor.
– Lo siento -dije-. Me estoy volviendo loco.
Ella se tumbó a mi lado, con el brazo doblado sobre la cabeza. Le di un beso en la mejilla y recorrí con el dedo la cicatriz en forma de arcó que le cruzaba la palma de la mano. Ella se estremeció y me apartó la mano.