Выбрать главу

El hospital disponía de una ambulancia aérea, pero estábamos a mediados de invierno y el avión se hallaba atrapado en Búfalo. Por la tormenta. Jessica me dijo que recurriéramos al avión de James y se lo pedí. Pero en aquella época sólo tenía uno, y debía partir hacia Sudamérica a la mañana siguiente. Una cacería de palomas.

Dijo que la ambulancia aérea bastaría.

Que todo saldría bien.

– ¿Crees que ha perdido un solo minuto de sueño por todo esto? -preguntó ella-. ¿Crees que le ha afectado en lo más mínimo, que va por la vida como un lisiado? No, Thane. Soy yo. Como si hubiera perdido un brazo. Ojalá hubiera sido así. Todos los días. Todos los minutos, pienso en que mi bebé se fue. Y él tenía una cacería. Por Dios. Y no te atrevas a defenderlo -añadió, enfrentándose a mí.

– ¿Acaso crees que no siento lo mismo? -dije, levantando la voz por encima de aquella agua estancada. Me aferré a la baranda e hice oscilar el puente-. ¿Crees que ya no me acuerdo de cómo eran las cosas antes? ¿Cuando entrábamos en cualquier fiesta cogidos de la mano y todo el mundo nos miraba y se preguntaba cómo lo había logrado?

– Entonces me quedé embarazada -dijo ella-. ¿Es eso lo que quieres decir?

– ¿Me tomas el pelo? ¿Eso crees? ¿Quién hizo los cursos contigo? ¿La respiración, las contracciones y todo el rollo de Lamaze? ¿Quién pintó la cuna? ¿Y su cuarto? ¿Quién dijo que lo llamáramos Teague, en honor de tu abuelo?

El abuelo paterno de Jessica se llamaba Teague. Un oficial del ejército del aire retirado que tenía una casita junto al lago Canandaigua. Murió poco antes que el padre de Jessica. Ella siempre decía que, de haber sobrevivido, no habría permitido que vivieran en una granja de vacas. El abuelo siempre tenía dulces en el bolsillo, y monedas, y todos los veranos ella pasaba una semana con él en la casita del lago; cuando tenía que volver a casa se pasaba un mes llorando por las noches.

– ¿Crees que no quería que te quedaras embarazada? -dije, advirtiendo que mi voz adquiría un tono lastimero.

– A veces lo dudo -contestó ella, antes de dar media vuelta.

Me apartó de un empujón y emprendió el regreso hacia la cabaña.

La seguí como un perro.

– ¿Un perro? -pregunta el psiquiatra.

– Es un decir.

Él asiente en silencio.

– ¿Te sentías como un perro? ¿Como su perrito?

Observo sus ojos oscuros, buscando en ellos un rastro de insulto, pero no lo encuentro. Inclino la cabeza y digo:

– Es probable que fuera Jessica la que llevaba el control de la situación.

– ¿Como hacía tu madre?

– Ya está -repliqué, dando una palmada sobre la mesa-. Sabía que llegaríamos a esto.

– Había otras mujeres implicadas -dice él-. Y tus palabras parecían indicar que también controlaban la situación.

– ¿Quiénes? ¿Las brujas? Dije que leían un guión.

– Hablaste como si tuvieran alguna clase de poder: el poder de intuir las cosas.

– Mierda, tío -digo-, estaban con el FBI, entre bastidores. Pinchando los teléfonos de la gente. Siguiendo a todos con sus cámaras de infrarrojos. Supongo que lo sabían todo.

– ¿Puedes contarme lo que sabían?

– Bueno, entonces no lo sabía, pero ahora lo sé.

– De acuerdo -dice él-. Cuéntamelo.

15

Amanda Lee estaba sentada en el extremo más alejado de la larga mesa de reuniones de las oficinas que el FBI tenía en Nueva York. Veía el reflejo de sus dedos en la flamante superficie de madera. Tamborileó con ellos en silencio, deseando que Dorothy Rooks dejara de mascar chicle. Las agentes ocupaban las sillas de cuero, de respaldo bajo, alineadas a un lado de la sala, y los inspectores del departamento de policía de Nueva York las del otro lado. El supervisor de estos últimos ocupaba el asiento preferente: llevaba las mangas arremangadas, el nudo de la corbata aflojado, y las gafas de gruesos cristales en la punta de la nariz.

Uno de los detectives de Nueva York se levantó y sacó una foto de Milo Peterman, reteniéndola en la mano un momento antes de tirarla a la papelera. La foto de Johnny G, con sus ojos claros, los observaba desde el centro del tablón. La sonrisa arrogante de alguien que guarda un secreto. La nariz recta y las orejas pequeñas, de boxeador. El cuello de un toro. No era un hombre feo, pero no cabía duda de que en aquellos ojos claros faltaba algo. Eran los ojos de un hombre para quien había pocas diferencias entre personas y muebles.

– Maldita sea -exclamó el supervisor-. Hace tres años que me puse al frente de esto. El viernes tengo una reunión en Washington y ¿qué voy a decirles? ¿Que no tenemos nada?

Todos miraron hacia la mesa.

Había otra mujer en la unidad, además de Amanda y Dorothy, y estaba sentada a la derecha del supervisor. Era una contable de Hacienda, con gafas y el cabello castaño, liso, recogido con fuerza en la nuca. Nunca hablaba a menos que le preguntaran, pero en ese momento tenía la mano levantada como si estuvieran en el colegio.

– ¿Sí?

– Dorothy me pidió que examinara las declaraciones de renta del testigo al que están investigando, Thane Coder, y he encontrado algo -dijo ella, con la vista fija en el expediente que tenía delante y extrayendo de él una hoja de papel-. Obtuvo una distribución prioritaria de una sociedad que él declaró como ingreso pasivo. Intentaron decir que procedía de un alquiler, pero no es verdad. Cuando se produce un pago de una sociedad…

– Ve al grano.

– Eso hacía.

– ¿Cuánto?

La contable parecía al borde de las lágrimas. Amanda oyó gruñir a Dorothy.

– Dos millones de dólares.

Uno de los polis de Nueva York emitió un silbido. Los ojos del supervisor se posaron en Amanda.

– ¿Y?

Amanda miró de reojo a Dorothy, que dijo:

– A su mujer no le va a gustar.

– Ya está bajo vigilancia -añadió Amanda.

– ¿Y si le pinchamos el teléfono? -propuso el supervisor, parpadeando y subiéndose las gafas-. Johnny G querrá hablar de negocios con alguien. Si Milo era su topo, ahora necesitarán otro.

– Quizá -dijo Amanda.

– ¿A qué viene ese quizá? -preguntó el supervisor.

– Coder lleva mucho tiempo metido en esto -respondió Amanda-. Ha vencido al sindicato en su propio terreno. Tal vez crea que también puede vencernos a nosotros. Cuando mencionamos la construcción de una piscina como retribución de otro proyecto, empezó a hablar de su abogado.

– Bobadas -dijo Dorothy, sin dejar de masticar chicle-. Lo tendremos pinchado este fin de semana.

Amanda cerró los ojos.

– Aquí -dijo Dorothy-, ponedlo aquí.

Sacó de su maletín una reluciente fotografía de Thane Coder, de tamaño 12 x 20, y la tendió delante de Amanda, hacia el extremo de la mesa de reuniones. Se la fueron pasando hasta llegar al inspector que había descolgado la foto de Milo. Éste se levantó y usó el mismo alfiler para pegar la de Coder al tablón: la conexión entre el sindicato y King Corp. En la foto, el cabello moreno de Thane aparecía revuelto por el viento y los ojos castaños de su atractivo rostro lucían una mirada perdida. Tenía los dientes levemente torcidos. La suya era una cara distinta a la del resto. Era la de alguien que no le disgustaba del todo a Amanda. Carecía de esa malicia que compartían las demás. Le faltaba aquella mirada fija, como de reptil.