– Haremos lo que necesiten -aseguró Jessica, dirigiéndose a las agentes-. De verdad.
– De acuerdo -cedí yo.
– Nos gustaría que concertara una reunión con Johnny G -dijo Amanda. Su cabello caoba brillaba bajo la luz amarilla de la sala-. Para hablar de los próximos contratos del centro comercial.
– Fontanería, electricidad, Sheetrock -dijo Dorothy-. Si le concede la oportunidad, caerá sobre ella como un cuervo.
– ¿Y qué hay de James? -pregunté.
– Nadie tiene que saberlo -dijo Amanda. Ahora sonreía y asentía con la cabeza, las arrugas habían desaparecido de su rostro-. No queremos que siga con los tratos, sólo que le dé acceso al juego. Si necesitamos a James King, ya hablaremos con él. Mientras tanto estaremos vigilando. Estará a salvo.
– ¿Como Milo? -pregunté.
– Milo trabajaba para ellos. Usted trabajará para nosotros.
– Para los buenos -dijo Dorothy, luciendo una falsa sonrisa-. Por si le queda alguna duda.
Amanda se levantó y dijo que seguirían en contacto, y que no le cabía duda de que habíamos tomado la decisión acertada. Nos dirigimos hacia el vestíbulo, como si fuéramos unos amigos recientes que se despiden.
Cuando se marcharon, Jessica cerró la puerta y me lanzó una sonrisa rara, típica de ella, con una ceja más elevada que la otra… -Ésa no eras tú -dije.
– ¿Ah, no? ¿Por qué no?
– ¿Por qué no llamar a John? Es lo que se debe hacer cuando pasan cosas así. Uno nunca… se rinde.
– ¿Es lo que crees que he hecho? -preguntó ella, riéndose y dirigiéndose a la cocina.
La seguí.
– ¿Qué haces? -le pregunté.
– La comida de Tommy -respondió. Sacó pan, mayonesa y un envase con pollo asado de la nevera y lo dispuso todo sobre la mesa-. Lleva tres días pidiendo ensalada de pollo.
Me senté en uno de los taburetes, en el lado opuesto de la mesa. Estaba de espaldas a la ventana: puse el codo sobre la mesa y apoyé la cabeza en la mano.
– Anímate -dijo ella mientras cortaba los trozos de pollo-. Nos acaban de dar licencia para robar.
– ¿Robar qué? -pregunté, boquiabierto, levantando la cabeza.
– El FBI te ha dicho que llegues a un acuerdo con Johnny G, ¿no? -dijo ella, sin dejar de cortar pollo.
– Sí, para que así puedan arrestarle. ¿Sabes lo que le pasa a la gente que se mete en estas historias? Cambia de nombre y se va a vivir a Utah.
– Entonces no debemos dejarlos jugar -dijo ella.
Sacó una zanahoria de la nevera y la dejó sobre la tabla.
– ¿Ah, no?
– El FBI es una especie de parásito. Te traspasa la carne y te hace sangrar: o les das la sangre que necesitan y se marchan, o acaban con tu vida. Así que tenemos que darles sangre.
– Ya empiezas con la biología.
– Les darás las reuniones con Johnny G -dijo ella. Vertió el pollo desmenuzado y la zanahoria rayada en un cuenco y añadió una cucharada de mayonesa-. Llevarás los micrófonos hasta que no puedan soportarlos más. Horas y horas de charla.
– ¿Y cuando lo descubra Johnny G? Acabaré como Milo. Jessica, son un hatajo de locos.
– Pero la charla no valdrá nada. El sindicato está formado por hombres de negocios -afirmó ella. Los ojos le brillaban, su voz era un susurro, como si alguien más pudiera oírla. Dejó de revolver, y empezó a añadir especias-. Ahí habremos entrado nosotros. Llegaremos a un trato con Johnny G para dar la obra al contratista que él quiera. Le contaremos lo del FBI -continuó ella, removiendo de nuevo, acelerando el paso a medida que aumentaba la cadencia de su discurso-. Él lo organiza todo y envía a los agentes a una caza sin sentido. Luego tú concedes la obra a los contratistas que a él le convienen y sacamos tajada de ello. En efectivo. Si algo sale mal, estábamos trabajando para el FBI, ¿no?
– Me estás mareando.
– Lo que hayamos hecho o no estará tan confuso que los del FBI nunca serán capaces de probar nada. Lo que importa es que adjudicaremos la obra a la gente que Johnny nos diga y que él nos pagará para que lo hagamos. Él alimentará al FBI con información falsa a través de tu micrófono. Es perfecto.
– Me he pasado seis meses jugándosela a ese sindicato -dije.
– Y sin obtener nada a cambio -replicó ella mientras extendía la ensalada de pollo sobre el pan.
– Piensa en lo que dices.
– ¿Quién te ha llevado hasta aquí? -preguntó. Envolvió el sándwich y lo metió en una bolsa de papel-. Es una oportunidad. A veces surgen y hay que aprovecharlas. Es tu turno. Puedes adjudicar la obra a los contratistas que queramos, ¿no?
– Si no resulta demasiado evidente…
– Estoy segura de que Johnny G es capaz de lograr que sus contratistas hagan una oferta razonable. Pásame ese tarro.
– ¿Qué es? -pregunté.
Destapé el tarro y percibí olor a canela.
– Harina de avena -dijo ella, y metió un poco en una bolsa-. Son cosas que se hacen continuamente en la construcción. Rascacielos cómo los de Trump. King Corp puede contratar a quien quiera el sindicato, y James ni siquiera tiene que saberlo. Nosotros sacamos nuestra parte. El FBI consigue un montón de cintas inútiles, pero no podrán decir que no quisimos colaborar.
– Has oído a esas agentes. Estarán vigilando. Todo lo que yo haga. Todo lo que haga él.
– Lo sé, cielo -dijo ella. Añadió un paquete de patatas fritas y guardó la bolsa en la nevera. Se acercó a mí y me dio un beso en la punta de la nariz-. Hora de acostarse -dijo ella.
Un segundo después, sentenció:
– Por eso el trato tendrá que llevarlo a cabo alguien a quien no vigilen -sonrió-. Yo.
19
Miro al psiquiatra, mientras hago un gesto de asentimiento.
– ¿Una especie de agente doble? -pregunta.
– Le dije que un tío como Johnny G nunca haría negocios con una mujer. Ya sabe, toda esa mierda de la mafia italiana. Ella me miró como si fuera tonto.
»Ella lo arregló todo. Se plantó en la sede del sindicato. No pensaba marcharse hasta que viera a Johnny G. Le dijo que sólo era la mensajera. Supongo que él se lo tragó. Al menos por un tiempo, aunque dudo de que tardara mucho en averiguar que yo no tenía ni voz ni voto.
– ¿Vuelves al guión? Sin opción.
– Exacto -le digo.
– Vamos, tú mataste a James King.
– Si alguien le apunta con una pistola en la cabeza y dice: «Pégale un tiro al hombre que entre por esa puerta o te mato», y lo hace, ¿es asesinato?
– Deberías responsabilizarte de tus actos.
– ¿Quién debería responsabilizarse de qué?
– ¿Alguien te apuntó con una pistola?
– Sí, maldita sea. O al menos eso me pareció.
Me quité la americana y la camisa, y el técnico me pegó el cable sobre la piel. Las dos brujas no se perdían detalle. Podía oler mi propio sudor. Sentí un escalofrío, crucé los brazos, y me cubrí los pezones con las manos. La pelirroja se sonrojó y bajó la mirada al suelo. La más masculina se limitó a hacer un mohín con la boca, como si acabara de tropezar con algo.
La verdad es que era un mal trago entrar en aquella casita amarilla transformada en un restaurante, situada en la salida de la interestatal, y ver a Johnny G sentado a una de las mesas del fondo, con los ojos brillantes como los de un gato. Fue directo al grano, diciendo tonterías sobre un gran contratista a quien quería que adjudicara la obra, un contratista al que yo conocía porque financiaba cualquier causa benéfica que se te ocurriera. Y la sonrisa que lucía Johnny G era una burla tanto por nuestra habilidad para alejar al gobierno de nuestra corrupción como por la posibilidad de estropear el juego limpio de la gente honesta que luchaba por la adjudicación por medios legítimos.