Ya había convencido a James de que concediera el trabajo a una pequeña lista de contratistas cualificados, arguyendo que el tiempo era oro y que, ahora que se acercaba la estación lenta, obtendríamos los beneficios de uno de los grandes sin tener que abonar el pago habitual por comprar en una sola fuente. La conexión de Johnny G se establecía con uno de los finalistas, y su nombre nunca saldría en la conversación que grababa el FBI.
Me sentía como quien ve una película: allí sentado, comiendo Una ensalada caprichosa, calamares rebozados y manicotti con salsa de vodka, sonriendo a un hombre al que despreciaba. Johnny G tampoco me lo puso fácil. No se limitó a estar allí y a sonreír como haría una persona normal que tiene en la mano todos los ases. Tenía un tic que nunca había advertido antes. Cada par de minutos se lamía la punta del dedo y se tocaba la parte trasera del cuello. Me descubrí deseando que dejara de hacerlo. Pero no paró, así que la diversión de joder al FBI quedó sofocada por tener que conspirar con un delincuente aquejado de un tic.
Salí del restaurante sintiéndome insignificante, pero las cosas mejoraron en el asqueroso motel donde me reuní con las brujas y su esbirro técnico. Estaban encantados con su logro. En el séptimo cielo. Con sus placas relucientes y sus pensiones de jubilación esperándolos al final de la partida, se sentían superiores al resto de los mortales.
– No parece muy contento -dijo Rooks cuando ya se hubieron calmado.
– Estoy acojonado -dije. Adopté una mirada seria y borré una sonrisa tonta-. No será a usted a quien persigan cuando todo esto salga a la luz.
– Nadie va a resultar herido -dijo la pelirroja, y me miró con sus grandes ojos verdes y una expresión de genuina inquietud.
– Ya, dígaselo a Milo -repliqué, mientras me preguntaba por qué alguien en su sano juicio confiaría su vida al FBI.
– Esto es distinto, ya se lo dijimos -explicó la pelirroja.
– Sólo para que quede claro -dije-: si en esos papeles no apareciera la firma de mi mujer, tendrían que vérselas con mi abogado.
– No es demasiado tarde -comentó Rooks.
– Dorothy -murmuró la pelirroja-, por favor. ¿Podemos tranquilizarnos un poco?
Aquella noche, cuando llegué a casa, celebramos una cena en familia. Jessica asó unos bistecs y frió patatas. Tommy parloteó sobre el entreno de rugby e intenté concentrarme en él mientras hablaba, pero mi mente iba por otros derroteros. No me sentía demasiado culpable por ello. Mi padre ni me miraba cuando nos sentábamos a comer.
Cuando terminamos, Jessica empezó a fregar los platos y mi hijo me preguntó si quería ver la tele.
– ¿No tienes deberes? -pregunté.
– Sí, ¿quieres ayudarme?
– A mí nadie me ayudó -contesté-. Así es como se aprende. Ve a hacerlos.
– ¿Luego podré ver la lucha?
– Claro.
– ¿Contigo?
– Ya veremos.
– Lucha Undertaker contra Kurt Angle.
– De acuerdo. Pero primero haz los deberes.
Se fue a su cuarto. Jessica tenía una botella de Pinot Noir y dos vasos, y señaló con la cabeza las grandes butacas de cuero del salón.
– Podrías hacerle un poco más de caso -dijo ella.
La seguí hasta las butacas. Ella sirvió el vino y me dio un vaso.
– ¿Y tú? -pregunté-. ¿Le das tú todo lo que necesita?
Me miró fijamente, y vi cómo los ojos se le inundaban de lágrimas.
– Le quiero -dije en voz baja. Lo que no podía decir era que una parte de mí se estremecía siempre que veía a mi hijo u oía su voz. Me odiaba por ello, pero no quería volver a sentir lo mismo que pasé con Teague-. ¿Podemos dejar el tema?
– Sólo creo que podrías tener un poco más de paciencia.
– Lo sé -afirmé-. Lo intentaré.
Ella suspiró y se quedó en silencio, dando pequeños sorbos al vino.
– Y bien -dije; agité el vino y cambié de tono y de tema-. ¿Quién está con Johnny G? ¿Construcciones Bell? ¿Hogan & Price?
– ¿Qué tal suena medio punto sobre el bruto? -preguntó ella, enarcando la ceja y alzando el vaso.
– Joder. Son millones de dólares.
– En efectivo -aseguró ella-. Cuando tengas las ofertas, les pasarás los números y ellos se asegurarán de presentar una propuesta más baja. Aceptas su oferta y les dejamos que recuperen lo perdido a base de extras.
Se conoce como low-balling. Un contratista pasa un presupuesto bajo, pero cuando ya ha conseguido la obra, empieza a añadirle extras: añadidos de alto coste que, según ellos, no estaban incluidos en el presupuesto original, aunque se trata de elementos esenciales para la finalización del proyecto. Como los conmutadores y los enchufes. Es un juego arriesgado si trabajas para alguien que no está dispuesto a ceder, pero es un negocio seguro si tienes infiltrado a alguien como yo que aprobará todos los extras sin rechistar.
– ¿Quién es? -pregunté.
– Con Trac -dijo ella.
Emití un silbido, sorprendido al oír el nombre de una empresa de tan buena reputación implicada en negocios con Johnny G.
– Tendré que firmar los extras sin que se entere James.
– Puedes hacerlo -dijo ella-. Esta vez no nos va a ganar.
20
Intenté mantener mi ritmo habitual, pero no debí de disimular tan bien como creía porque, unas semanas después, James me convocó en su despacho, después de nuestra reunión de las seis y media, y me preguntó cómo estaba. Le dije que bien, sin problemas, y él me miró sin expresión, como solía hacer cuando estaba ensimismado con algo.
– Mañana se acaba el plazo para la presentación de presupuestos -dijo.
No repliqué. No era una pregunta. En un rincón de su mesa de castaño descansaba el busto de una reina tribal africana, tallada en ónice negro, un regalo que le había traído Scott de uno de sus safaris. La mujer tenía la barbilla alzada y la mirada puesta en el cielo, como si se comunicara en silencio con los dioses.
– Quiero que les eches un vistazo -me dijo-. Antes de que adjudiquemos la obra.
– ¿Ah sí? ¿Por qué?
Las palabras se me escaparon de los labios antes de que pudiera cerrar las puertas. Las arrugas que rodeaban los ojos de James se hicieron más profundas y me sonrió del modo en que sonreirías a un niño al que acabas de engañar con un simple truco de cartas.
– Vamos a salir a bolsa -contestó, como si fuera algo que implicara una conclusión obvia.
Sentí un nudo en el estómago. Aparté la mirada, de él y de la reina africana, y asentí con la cabeza.
– Me parece bien.
– Mañana comienza la temporada de tiro con arco -me informó-. Estaré en la cabaña. Cuando lo tengas todo, tráemelo. Cenaremos y revisaremos los números.
– Creo que no nos costará mucho decidirnos.
– Me inclino por OBG Tech -dijo él.
Me tragué una bocanada de bilis.
– Bueno, se lo daremos al que presente el mejor presupuesto, ¿no?
– No -dijo él, sonriente-. Esto es demasiado importante. Presentarán uno de los presupuestos más bajos y, a menos que sea ridículo, se lo adjudicaremos a ellos. Son de aquí.
– No tienen experiencia en obras tan grandes.
– Es una cuestión de confianza -dijo él, adoptando un tono de voz más suave-. Lo entiendes, ¿no?
– Por supuesto.
– Bien. Nos veremos mañana por la noche.