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Tras darle las gracias me metí en mi despacho y cerré la puerta con cuidado. Tenía un cuarto de baño privado; me agaché frente al retrete y vomité todo el desayuno. Lo limpié, esforzándome para respirar, asustado del tono verdoso de mi piel reflejada en el espejo. Luego me senté y encendí el ordenador.

Ella tenía razón. Tenía que sacármelo de la cabeza.

La pantalla estaba llena de correos electrónicos por abrir. Me limité a mirarlos, con la boca abierta y los ojos vidriosos.

Cuando Ben irrumpió por la puerta, me agarré al borde de la mesa y posé la vista en él. Cuando me comunicó la muerte de James, negué con la cabeza, como si no lo entendiera.

– Apuñalado -dijo Ben. Llevaba el móvil en la mano, le daba golpes contra la palma de la mano contraria como si quisiera arrancarle la verdad-. Con el cuchillo de Scott. Ese trasto que trajo de África.

Me miró. No había una sola arruga en su frente. Su boca era una línea recta.

– Y Scott ha desaparecido.

Me estremecí y negué con la cabeza, satisfecho de tener una excusa que justificara la palidez del semblante que había visto en el espejo del cuarto de baño.

– Bucky los vio a él y a James charlando en el bar, anoche, antes de irse. Esta mañana debían salir a cazar. No está su coche, y Emily no sabe nada de él.

– Dios.

– No puede ser lo que creen -dijo Ben, apesadumbrado-. Ni hablar. Tienen que haber sido los del sindicato. Como Milo.

No me moví. Vi a James luchando, rodeado por una densa niebla.

– Y eso es lo que pienso decirles -afirmó Ben.

– ¿A quién?

– A la policía. Acaban de llamar. Un tal inspector McCarthy. Quiere verme en su despacho a las dos.

– ¿Vas a llamar a un abogado? -pregunté.

– ¿Para qué?

– No sé. Es lo que suele hacerse. ¿Por qué quiere hablar contigo?

– Ni idea. También ha preguntado por ti.

24

Fui directamente a casa.

Jessica estaba en la cocina, con los planos de la casa desplegados sobre la mesa. Al otro lado de la ventana el sol se desplazaba por el lago y los árboles, acariciando las montañas. Tenía al arquitecto al teléfono, y éste, a través del micrófono, describía con voz metálica un juego de columnas de mármol que había visto en su último viaje a Nueva York. Al oírme entrar, levantó la vista: tenía los ojos vidriosos y una sonrisa lacia que me hizo pensar en el Vicodin. Se despidió del arquitecto y le prometió volver a llamarlo enseguida.

– Voy a desplazar el pozo ciego otros cien metros -dijo ella, recorriendo los planos con un dedo-. Dice que no hace falta, pero te aseguro que si hubiera olido tanta mierda como yo también lo querría más lejos.

– La policía quiere hablar conmigo -dije.

Me senté a su lado y me cubrí la cara con las manos.

Cuando noté que no respondía, la miré.

– No quise decírtelo por teléfono. Ben recibió la llamada de un inspector; yo le pregunté si iba a buscarse un abogado. Supongo que no debería haberlo dicho…

Ella se me acercó y me tocó el brazo.

La miré fijamente durante un momento. La expresión de su cara era una mezcla de súplica e insistencia, y por fin comprendí que esperaba que llevara a cabo toda la representación, que fingiera que ninguno de los dos sabíamos lo que había pasado: esperaba, en definitiva, que recitara mi papel.

Por fin dije:

– James.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó ella.

Su voz era átona, casi lánguida.

– Lo han encontrado muerto -dije, en un tono extrañamente mecánico-. Scott ha desaparecido.

– ¿Qué quieres decir con desaparecido?

– Lo mataron con su cuchillo.

– ¡Dios mío! Ha asesinado a su padre.

Me limité a mirarla, maravillado por la extraña tranquilidad que se desprendía de sus palabras. Sus labios esbozaron una sonrisa.

– Tengo que ir a ver al poli, ¿no?

– Por supuesto -dijo ella-. Te preguntará por Scott.

– ¿Y por el sindicato?

– Quizás. ¿Importa mucho? Tú estabas conmigo.

Ella mantuvo la sonrisa: distraída, disfrutando todos y cada uno de los minutos del juego.

Aparqué junto a un coche de policía azul y dorado, y Ben aparcó a mi lado. El Departamento de Policía del estado de Nueva York y el despacho de McCarthy se hallaban en un edificio municipal de ladrillo de una sola planta, situado en la plaza principal de Pulaski. La ciudad fue en sus tiempos la sede de un proyecto gubernamental responsable de la construcción de un puerto en la zona de los Grandes Lagos, pero el puerto fracasó, y el trazado de la autopista quedaba demasiado al este para compensar la falta de comercio derivada de este fracaso. Los pisos superiores de los pequeños edificios de ladrillo de la calle principal tenían cortinas desvaídas o estaban cubiertos con madera vieja. Los rótulos de las fachadas estaban pintados a mano y las tiendas que seguían abiertas mostraban, al otro lado de las cristaleras sucias, estantes llenos de ropa usada, electrodomésticos de segunda mano, o luces de neón anunciando cerveza. Las aceras estaban llenas de polvo y de basura, y se apreciaban los huecos donde antaño se alzaban los parquímetros, ahora robados o destrozados.

Ben y yo entramos juntos; yo evitaba mirarle. En la entrada estaban los servicios, con puertas de color gris, y olía a lejía. La mujer de recepción nos acompañó por un laberinto de cubículos y nos hizo sentar en unas ajadas sillas de madera junto a una puerta que tenía el nombre de McCarthy escrito en una placa de plástico.

Ben suspiró, cabizbajo. Se abrió la puerta, y por ella salió Bucky, con la gorra de camuflaje entre las manos. Llevaba el cabello rizado alborotado y sus ojos estaban enrojecidos, subrayados por oscuras ojeras. Sus pupilas se cruzaron con las mías. Se me revolvió el estómago y di gracias a Dios de que estuviera vacío. Tragué saliva y me miré los zapatos, a la espera de ver pasar la sombra de sus piernas antes de levantar la cabeza.

McCarthy tenía cincuenta años. Delgado, con gafas de montura dorada. El cabello oscuro, salpicado de canas, muy corto. Una camisa abierta y una americana de tweed con un alfiler en forma de placa prendido en la solapa. Nos sostuvo la puerta, invitándonos a entrar. Ocupamos las dos sillas que había frente a su mesa. Encima de ella había una figura hecha a base de pelotas de golf, un teléfono cubierto de polvo y montañas de expedientes rebosantes de papeles.

– Todo un personaje, ¿eh? -dijo McCarthy, señalando la puerta.

– ¿Bucky? -preguntó Ben.

– Sí -contestó McCarthy-. Descubrió unas huellas, anoche, en la nieve.

– ¿Ah sí? -pregunté.

– Al parecer no podía dormirse -explicó McCarthy, mientras cogía un cuaderno amarillo y un bolígrafo-. Dice que vio huellas de neumáticos en la calzada y las siguió hasta la carretera. Cuando regresó, la nieve ya las había borrado. Procedían de la cabaña, y se dirigían hacia otras huellas de neumáticos.

– ¿Eran de Scott? -pregunté.

Tragué bilis y me senté muy erguido, intentando distinguir qué tenía escrito en aquel cuaderno, convencido de haber visto mi nombre en él.

– No. Una de las criadas vio salir a Scott alrededor de las seis de la mañana.

– Scott nunca haría algo así -dijo Ben.

Tenía las manos juntas, como si rezara y pensara al mismo tiempo.

– ¿No? ¿Por qué lo dice? -preguntó McCarthy.

Escribió y luego levantó la vista.

– Mantuvieron una fuerte pelea -dije, mirando de reojo el teléfono de McCarthy en un nuevo intento de descubrir qué había escrito en el cuaderno-. James pensaba sacar la empresa a bolsa. Scott no quería que lo hiciera.

Miré a Ben, quien me devolvió la mirada y apretó los labios.

– ¿Es eso cierto? -preguntó McCarthy.