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Después, en el avión, escuché la charla incesante de Jessica sobre los planos de la casa y el lugar donde se alzarían las columnas. Había quedado con los de la moqueta en la ciudad, así que me acompañó hasta el despacho y me dijo que me recogería unas horas más tarde.

– Quiero dar una fiesta -dijo, antes de salir del coche.

– ¿Por qué?

– Por ti. Por nosotros. En Cascade. Mike estuvo de acuerdo. Todos los socios. Los contratistas, los banqueros. Una fiesta por todo lo alto.

Dejé las manos sobre mi regazo y por la ventanilla contemplé el intenso tráfico. Algunos ya habían terminado por ese día.

– El funeral es mañana -dije, y se me nubló la vista.

– Mi intención es dar la fiesta dentro de un par de semanas -dijo ella-. Lo hago por ti. Para unir a todo el mundo. Para fomentar ese liderazgo del que Mike Allen habla a todas horas.

– ¿De verdad crees que podemos seguir con todo esto? -le pregunté mientras escrutaba su rostro.

Sus labios dibujaron un mohín de decepción.

– Las cicatrices se borran.

Me mostró la mano.

– El tiempo lo cura todo, ¿no?-dije.

Asentí con la cabeza, con la vista puesta de nuevo en el tráfico.

– Saldrás adelante.

– ¿Y Ben?

– Ben también -dijo ella-. Cuando su mujer se largó con aquel profesor y se llevó a los niños y el dinero de su cuenta bancaria, ¿Ben hizo algo? No, se limitó a enterrar la cabeza en la arena, como un avestruz.

– ¿Y si quiere que hablemos de ello?

– Le dices que no puedes. Que necesitas tiempo. Que es lo que pasa con esta clase de cosas.

– Él lo sabe -dije.

Las palabras se me escapaban entre los dientes.

– Basta, Thane -me ordenó-. Tienes trabajo que hacer. Te recogeré a las siete.

Le dije que sí, entré y convoqué al consejero general en mi despacho. Juntos llamamos al presidente de Con Trac para informarle de que les adjudicábamos la obra del Garden State y que queríamos que empezaran inmediatamente. Reaccionó con complacencia, pero no se esforzó mucho por fingir sorpresa. Acordamos que los abogados redactarían el acuerdo para finales de esa semana.

Había recibido más correos electrónicos de los que podía leer y debía dictar varias cartas. Y sí, todo eso ayudaba: tirar hacia delante, avanzando en el papeleo cual termita. En un momento dado me percaté de que no veía bien. Tenía las luces apagadas y ya había anochecido. Encendí la luz y proseguí. Poco después se abrió la puerta de mi despacho.

– Lo siento -dijo Ben. Se dejó caer en la silla de piel que había frente a mi mesa-. Todo esto es una locura.

Le miré durante un momento. Sin poder evitarlo, me agarré a los brazos de la silla. El zumbido de la calefacción y del tráfico eran los únicos ruidos de la sala.

– No tienes por qué sentirlo -dije-. ¿Te acuerdas de cuando competíamos todos los días, durante todo un verano, para la carrera de los cuatro kilómetros?

Él negó con la cabeza y dijo:

– No se trata de que te hayan elegido a ti en lugar de a mí. Es sólo… que no puedo creer todo lo que está sucediendo.

– Mike Allen me dijo que James habría querido que termináramos la obra. El Garden State era su obra magna. Comprendo lo que quieres decir, pero creo que es mejor que sigamos adelante con la construcción.

Ben me miraba, perplejo.

– Es que no puedo creer que Scott…

– Ben -dije, posando la vista en los papeles que tenía delante y cogiendo uno del montón-, no puedo permitirme hacer esto. Tenemos que cargar con nuestras cicatrices. Se borran. Quiero que estés al pie del cañón. Con Trac empieza las excavaciones el lunes.

– ¿Con Trac?

– Era el presupuesto más bajo.

– Creía que iría a manos de OBG, por ser de aquí.

– Con Trac ofrecía mejores condiciones -dije. Repasé los papeles-. Acabo de hablar con Lance Parsons. Ya está decidido.

Encontré una copia del presupuesto de Con Trac con anotaciones de James en los márgenes. Ben tenía la mirada puesta en la ventana. Esperé.

Asintió y se levantó.

– Eh, ¿te acuerdas de cuando nos pillaron quemando la toalla del entrenador?

– Sí -dije, removiéndome en el asiento.

– Nos metieron en el despacho y les dije que había sido yo, y que no conocía al otro tipo: que era sólo un borracho de otra facultad al que había conocido en la calle Marshal.

– Fue idea tuya. A cambio, yo pagué la pizza y la cerveza durante lo que quedó de año.

– Sí, fue idea mía -asintió-. Pero ésa no fue la única razón por la que lo hice. Lo hice porque eras amigo mío, y porque era lo que debía hacerse.

Levanté la vista, forcé una sonrisa, consciente de que estaba poniendo cara de tonto.

– Scott también es amigo mío -dijo.

– Sí, ya lo sé.

30

– Mi madre siempre decía que traía buena suerte que lloviera durante un funeral.

– Nosotros siempre poníamos música -dice él-. Para animar.

– Supongo que después de enterrar a alguien, el siguiente día que llueve vuelves a entristecerte.

– ¿Crees que eso es verdad?

– No lo sé. Pero creo que ha llovido todos los días en que he enterrado a alguien.

Notaba el rostro húmedo. Era una simple llovizna, y el cielo estaba despejado. La mayoría de las hojas se habían caído, de manera que el siseo del agua parecía indicar una lluvia más fuerte. Tenía un brazo alrededor de Jessica, y con la otra mano sostenía un enorme paraguas. La hierba estaba mojada y me ensuciaba los zapatos. Tendría que limpiarlos luego.

El ataúd resplandecía bajo un manto de rosas de color rosa y el sacerdote hacía oscilar un candil de incienso de un lado a otro, mientras recitaba algo en latín. Al otro lado de la tumba estaba la familia. La esposa de James, Eva, con el resto de sus hijos. Todos mayores. Vivían en diferentes rincones del país, en lugares como Dallas, Palm Beach o San Diego. A la derecha de Eva había un espacio vacío: el espacio que habría ocupado Scott.

Bucky se hallaba detrás de la familia, con el rostro macilento y los labios apretados formando una fina línea, como si se la hubieran dibujado al carboncillo. Bajo sus ojos se percibían profundas ojeras, pero sus iris oscuros no dejaron de mirarme en todo el rato. Al final me enfrenté a su mirada y asentí con un gesto. Su cabeza parecía tallada en piedra.

Cuando el cura hubo terminado, la familia empezó a lanzar puñados de tierra sobre el ataúd. Yo notaba las rodillas bloqueadas, pero Jessica tiró de mí hasta conseguir que me moviera y me alejara de la tumba, pasando ante las lápidas y sorteando los charcos de agua.

Habíamos aparcado en un altozano, cerca de una tumba con la inscripción «Barrows». Cuando doblamos por la esquina, vimos un Crown Vic azul oscuro. Un hilo fino de humo subía desde el exhausto tubo de escape. Había vasos de plástico en el salpicadero: el café humeante empañaba el parabrisas. A través del cristal mojado vi a la bruja canosa echarse algo a la boca y lamerse los dedos. La pelirroja bebió un sorbo de café.

Jessica me agarró del brazo y me hizo subir las escaleras que partían desde detrás de una de las columnas griegas que sostenían la cripta. Me quitó el paraguas y lo cerró; luego se me abrazó con fuerza y me empujó contra la columna.

– ¿Qué coño haces? -pregunté, conteniendo el aliento.

– Calla -dijo ella.

Un minuto después apareció Ben: salía de un pinar que cercaba algunos mausoleos. Su cabello rubio estaba pegado al cogote por culpa de la lluvia, y, en esos diez últimos pasos que le separaban del coche de las brujas, se giró varias veces. Entró en el coche. Las luces traseras centellearon durante un momento antes de que el coche partiera del cementerio.