Un torbellino de pensamientos pasó por mi mente. Todo lo que tendría si lo hacía. Todo lo que perdería si no lo hacía. Todo apuntaba a Johnny G, el jefe del sindicato, y al acuerdo que había alcanzado, no conmigo, sino con Jessica. Si le ayudábamos a librarse de James y fingíamos que había sido su hijo, yo controlaría King Corporation. Podría llegar a un trato con el sindicato y usar a sus hombres y a sus contratistas para tirar adelante el proyecto del Garden State Center.
Ellos se llevarían su dinero, yo conseguiría el poder, y Jessica y yo compartiríamos los beneficios. En efectivo. Accedimos a hacerlo, y una vez llegas a un trato con el sindicato ya no hay vuelta atrás. Era mi vida o la de James. Cuando llegué a esa conclusión, aún no era suficiente; pensé en Teague, mi hijo pequeño. Pensé en su brillante ataúd blanco, del tamaño de una caja de herramientas, y lo hice. Clavé el cuchillo y, a la vez, sofoqué su ira con la almohada. James King se removió a un lado y a otro bajo mi peso, pero sólo durante medio minuto. Me sorprendió. Supongo que esperaba algo más de un hombre que había zarandeado las vidas de tantos otros como si fueran peones de ajedrez. Aparté despacio la almohada. El cuchillo de mango de hueso estaba enterrado hasta la empuñadura y la mancha de color escarlata oscuro se extendía más allá del pijama, cubriendo las sábanas.
3
Antes he dicho que fue Scott quien me enseñó a cazar, pero la verdad es que fue James quien me enseñó a matar. Dos semanas antes de su muerte salimos de caza con un banquero, Bart Swinson. Yo no solía mezclarme con la parte financiera, pero Bart era un gran aficionado al fútbol universitario que recordaba mis días de gloria en Siracusa. James creyó que no estaría de más que me mantuviera cerca.
La luz era débil a esas horas, pero distinguí el vaho del aliento de James en medio del aire húmedo. James apuntó con la escopeta. Yo sabía que ajustaba el punto rojo del láser justo donde la aorta se unía al corazón. Era el disparo perfecto.
Inspiró con fuerza y acarició el gatillo. Era como si lo deseara; en cambio, relajó el dedo y, sin realizar ningún otro movimiento, dio un leve codazo a las costillas del banquero. Bart tomó aliento y dibujó un arco con su Ruger 300 que sobresaltó al ciervo. Me mordí la parte interna de la mejilla y parpadeé al oír el disparo. El ciervo cayó, pero luego se levantó de un salto y salió corriendo.
– Has fallado -dijo James.
– No -contestó Swinson-. Lo he derribado.
– El disparo no ha sido mortal -dije.
Vestíamos chaquetas, pantalones y sombreros de camuflaje nuevos; nos sentamos en sillas plegables alineadas en la abertura sur de una caseta de caza. Una torre de piedra, de cuatro metros por cuatro y seis de alto, provista de un tejado de cedro y estufa de propano. La torre se alzaba en medio de un campo de tréboles flanqueado a ambos lados por pendientes arboladas. La temporada de caza del ciervo acababa de empezar, pero Cascade era un coto de cuatro mil hectáreas rodeado por una valla alta que nos permitía tener nuestras propias reglas.
Bajamos las escaleras de la torre y nos dirigimos al lugar donde habíamos visto al ciervo. Un reguero de sangre teñía los tréboles. James se arrodilló y recogió una hoja. La sostuvo frente a la trémula luz del amanecer y la olisqueó.
– Disparo de pistola -dijo.
Me mordí los labios y negué con la cabeza.
– ¿Qué? -preguntó Bart.
– No es el mejor método -afirmé.
– Creía que con esto bastaba para matarlos -se defendió Bart, sopesando la 300 revestida de níquel.
– Hay que darles bien -dijo James, y le dio una palmada en la espalda-. No te preocupes, lo encontraremos.
– ¿Estás seguro? -preguntó Bart.
Procedía de Nueva York y ése era su primer ciervo.
– ¿Quieres que llame a Bucky? -pregunté.
– No -respondió James-. Está enseñándoles a esos biólogos marinos de Harvard su programa de producción. No acaban de comprender cómo lo hace.
– ¿Habláis del individuo que construyó la casa? -preguntó Bart-. ¿El hombre que conocí anoche y que se ocupa del lugar?
– Es el mejor cazador que he visto nunca -dijo James-. Rusia, Sudamérica, África. No hay nadie que lo supere.
– Creía que era constructor.
– Hace de todo -dije yo mientras tomaba el camino que había seguido el ciervo en su huida y me agachaba para coger una hoja de trébol, como antes había hecho James.
Ascendimos por la colina y atravesamos una densa arboleda llena de zarzas. Al llegar a la cima, Bart tuvo que pararse para recobrar el aliento, con las manos en las rodillas. Ante nosotros se extendía un campo, recorrido por enormes postes eléctricos.
James dejó atrás los árboles y se acercó al banquero para darle algunas palmadas en la espalda. El sol aún no estaba en lo alto, pero el cielo era azul. Por la cara de James supe que quería que siguiera adelante, de manera que emprendí el camino, con los ojos fijos en el rastro de sangre, pero sin dejar de escuchar a James.
– Thane tiene un plan -dijo éste a Bart-. Deberíamos conseguir el acero a finales de esta semana.
– ¿Has llegado a un acuerdo con los sindicatos? -preguntó Bart con los ojos muy abiertos.
– No -dijo James-, los estamos esquivando, o mejor dicho, saltando por encima de ellos. Thane ha echado el guante a algunos helicópteros Sikorsky. Transportaremos el acero por aire.
– Bueno… eso es…
– Una gran noticia, ¿no? -dije, y me detuve para que pudieran alcanzarme antes de proseguir el camino.
– Escucha -dijo James, tras dar al banquero una palmada en la espalda-, tengo la impresión de que vuestra gente pretendía pedir la devolución de los créditos que tenemos pendientes. Sé que no creían que un proyecto de esta envergadura pudiera hacerse realidad. Pero eso nos pondrá oficialmente «en construcción». Nos atará a los arrendatarios. Mi hijo Scott ha logrado firmar acuerdos con Home Depot, JC Penney, Lord & Taylor, BJ's, Circuit City, Costco y Target. Tiendas que nunca habían estado juntas en un mismo emplazamiento.
– Es el mayor proyecto de estas características -dije-. Todos los bancos de Londres a Singapur acamparán a nuestras puertas.
Habíamos llegado al otro lado del campo y nos hallábamos sobre un barranco lúgubre, lleno de árboles. Levanté la mano.
– Chist.
Me agaché y agarré a Bart por el cuello de la chaqueta, empujándolo detrás del tronco de un roble. El aroma intenso a suciedad y hojas muertas llenaba el aire.
– Está aquí -susurró James-. Levanta el arma.
Bart movió la 300 y se la apoyó en el hombro. Le temblaban los brazos.
– ¿Dónde? -preguntó en un susurro, mirando por encima de la mira telescópica.
James sacó la cabeza por el borde del árbol.
– A este lado del arroyo -murmuró-. Al lado de aquel gran tocón negro.
Bart asintió y apuntó el rifle.
– Quita el seguro -dijo James, y lo hizo por él.
Bart volvió a asentir. James elevó su propia arma, apuntando hacia la presa. Le vi apretar el gatillo en el mismo instante en que Bart disparaba. El ciervo cayó como un pato en una caseta de feria. James bajó el rifle y Bart dio un salto, gritó y nos abrazó, haciendo chocar su mano abierta con las nuestras.
– ¡Maldita sea! -exclamó Bart-. Lo he logrado.
Medio caminamos, medio nos deslizamos hasta el fondo del barranco. James abrió el estómago del animal con su cuchillo de caza. Bart se puso pálido y desvió la mirada.
– Es una bonita presa -dijo James-. Hoy ha sido un gran día para ti, Bart. Tu primera pieza de caza y un gran acuerdo nuevo con King Corp.
– ¿Un acuerdo?
– Pensábamos darte la oportunidad de cerrar el trato -le dijo James-. Eres nuestro banco principal.