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– Se queman más calorías en una cinta -dije-, y además puedes ver la tele.

Dave me miró por encima de sus gafas.

– Eso es verdad.

Marty bajó las escaleras y pregunté a Dave si todo estaba claro. Lo estaba. Se marchó y me volví hacia Marty. Sus ojos me evitaban.

– No está aquí -dijo Marty.

– ¿Quién? ¿Bucky? ¿Qué quieres decir con que no está aquí?

Marty negó con la cabeza y dijo:

– He mirado por todas partes: el vivero de peces, el corral de patos… Nadie le ha visto, así que me fui a su casa. No se ha llevado el coche, pero Judy me dijo que había ido de cacería a Endicott.

– ¿Qué cacería?

– Con unos amigos. La gente de Harold Sincibaugh.

Ahogué una carcajada.

– Mañana empieza la temporada.

– Supongo que no ha caído en ello -dijo Marty y se retorció las manos.

– Pónmelo al teléfono -ordené alzando la voz.

– No hay manera de dar con él -repuso Marty.

– ¿Dónde está Russel? ¿Y Luke?

– Con él.

– Mierda. ¿Quién coño está aquí entonces, Marty? Ese personal también está bajo tus órdenes, ¿no?

– James nunca me concedió autoridad sobre los guías de caza.

– ¿Y James tenía que consultar a Bucky todos y cada uno de los detalles? ¡Maldita sea, Marty! Mañana empieza la temporada y esta noche se celebra la cena.

– No sé. -Marty dio un paso atrás-. Tal vez creyó que no debía asistir.

– Marty -dije, acercándome a él y apoyando una mano en su hombro-, envía a alguien hasta allí y tráelo aquí esta noche. Esta noche.

– ¿Quieres que vaya yo?

– Tú no puedes ausentarte, tenemos la cena. Que vaya otro. ¿Quién queda por aquí? ¿Quién hay que no sea pariente de Bucky?

– Podría ir Adam.

– Vale, quien sea -dije, soltándolo con un leve empujón-. Que lo traigan aquí.

Marty se marchó a toda prisa. Subí al gran salón donde se serviría la cena y hablé con Jessica sobre Bucky.

– Creo que me gustan más en blanco -dijo Jessica.

En las manos sostenía servilletas en rojo y en blanco.

– Él se encarga de organizarlo todo. Los mantiene juntos mientras van por el bosque. Sin él, cada uno irá por su cuenta.

Jessica me acarició la cara.

– Cielo, a nadie le importa. Pueden dormir.

– Los chicos querrán cazar.

– ¿Quién? ¿Chris Tognola del Deutsche Bank? ¿Howard Reese? ¿Tim Kingston? ¡Por favor, Thane!

– Jim Higgins, por ejemplo.

– El tío de la tienda de pesca -dijo ella, con una risa despectiva-. La gente viene a ver el refugio.

Colocó las servilletas y echó un vistazo, para asegurarse de que estábamos solos. Su semblante adoptó una expresión seria.

– Si te preocupa lo que piense la gente -susurró-, quizá deberías librarte de los que no cumplen con su trabajo. Y quizá ya sea hora de que dejen de vivir en terreno propiedad de la empresa.

– ¿Te refieres a Bucky?

– A cualquiera que intente hacerte quedar mal. Cualquiera que no te reconozca como el nuevo jefe -dijo ella, mientras movía una copa al otro lado del plato-. Si dejas que se te suban a las barbas, esto no durará mucho. Échalo.

– ¿Y su casa?

Ella me sonrió, puso un dedo en mi pecho y dijo:

– La casa pertenece a la empresa. Tú la diriges. ¿Qué decía siempre James? Come o te comerán, ¿no? Ahora estás en la parte superior de la cadena alimentaria.

– Judy está allí.

– A mí me echaron de mi casa -dijo ella. Se encogió de hombros. Abrillantó una cuchara con la manga-. Sobreviví.

Dejó la cuchara en la mesa, me miró y preguntó:

– ¿Qué hacías si en un partido alguien te propinaba un golpe bajo? ¿Lo olvidabas hasta que se repetía?

Ella se giró y se alejó en dirección a la cocina. La vi desaparecer: sentía la cara caliente y la presión me agotaba el cerebro. Bajé al aparcamiento. Adam llevaba puesta la chaqueta Carhartt, tejanos y gruesas botas de goma, y se disponía a subir al coche. Me senté en el asiento del copiloto.

– ¿Vienes conmigo? -preguntó.

Sus mejillas redondas, que solían tener un color sonrosado, enrojecieron, y sus ojos me miraron tras las gafas con expresión de asombro.

– No vamos a Endicott -dije-. Llévame a casa de Bucky.

– ¿A su casa? -dijo Adam, y puso el coche en marcha.

36

La esposa de Bucky, Judy, estaba en la sala de los trofeos, leyendo un libro frente al fuego. Los animales de Bucky nos miraban con sus ojos de cristal. Una oveja de piedra. Un búfalo enorme de El Cabo. Dos grandes pavos en pleno vuelo. Docenas de animales de seis de los siete continentes.

– Judy -dije-, lo siento pero tienes que irte.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

Era una mujer tranquila, con gafas y el cabello rizado color castaño. La clase de mujer que cabría encontrar trabajando en una biblioteca pública.

– Debes irte. Adam te ayudará a recoger tus cosas. Sólo dispongo de unos minutos, así que tendrás que darte prisa.

– ¿Qué pasa?

– Bucky está despedido -dije-. Esta casa pertenece a la empresa. No pienso consentir la ineptitud más de lo que la consentía James. Si Bucky le hubiera hecho esto a James el día del inicio de la temporada de caza, James habría reaccionado de la misma forma.

Hablé en voz baja, pero con fuerza. Cuando vi que vacilaba, alcé la voz.

– ¡Ahora, he dicho!

Judy miró a Adam, cuyas mejillas estaban sonrojadas y brillantes. Adam apretó las manos y contempló con atención el barro de sus grandes botas de goma. Ella captó la idea y doce minutos después cargaba doce maletas, con la ayuda de Adam, en su camioneta mientras yo hablaba por el móvil y fingía no mirar.

Adam y yo vimos cómo la camioneta se alejaba por el sendero y desaparecía hacia la carretera del pantano. El corazón me latía a cien por hora. Mentalmente veía la sonrisa de Jessica, la que compartía con Johnny G.

– ¿Aún tenemos aquella grúa grande en la parte trasera del corral de los patos? -pregunté a Adam.

– Sí.

– Sabes hacerla funcionar, ¿verdad?

Yo sabía que sí podía hacerla funcionar. A lo largo de los años los había visto a él y a Bucky derribar varios establos y granjas viejas, a medida que James expropiaba a sus vecinos para extender poco a poco el coto.

Asintió.

– Sube -le dije-. Yo conduciré.

Le llevé hasta el corral. La máquina estaba en el fondo, inmóvil sobre los altos hierbajos secos.

– Llévatela a casa de Bucky -ordené.

– ¿Para qué?

– Vas a demolerla.

– ¿La casa de Bucky? No puedo hacer eso -replicó.

Se quedó boquiabierto; sus ojos evitaban mirarme.

– Entonces estás despedido. Lárgate.

Adam tenía una vieja granja en un terreno propiedad de la empresa, donde vivía con su joven esposa. Ella padecía diabetes. Un gasto fijo en el seguro sanitario de la empresa.

– O bien derriba su casa y quédate con su trabajo.

– ¿Yo?

– ¿No he hablado claro? -pregunté.

– Pero es su casa.

– Pertenece a la compañía -dije, casi a gritos-.Y yo la dirijo. Tú eliges: o la casa está hecha pedazos esta misma noche o la próxima en caer será la tuya. ¿Qué te parece? ¿Vas captando la idea?

Adam retrocedió hacia la máquina. Subió al asiento, sin apartar los ojos de mí. Monté en su furgoneta y le seguí camino de casa de Bucky. Estuvo un rato frente a ella, mientras el viejo motor oxidado de la grúa llenaba el aire de humo asfixiante.

Por fin miré el reloj y bajé de la furgoneta. Le hice bajar de la grúa, elevé el brazo y la conduje hacia una de las esquinas de la casa. Di marcha atrás y volví a hacerlo, tres veces, hasta que el techo se desplomó.